Entre algunos de los cambios promovidos y aprobados por el Parlamento Europeo en 2020 destaca una de las medidas más esperadas por algunos sectores sociales de los Estados miembro, el llamado «derecho a reparar». Éste es, en su esencia más básica, una ofensiva contra lo que se conoce como obsolescencia programada, una determinación final de la vida útil de los productos hecha de antemano por la propia empresa fabricante. Una práctica que no solo disminuye conscientemente la calidad del producto, sino que perjudica seriamente la capacidad económica del consumidor y al propio medio ambiente: cuanto menos duren los productos, más se fabrican y, consecuentemente, más se gasta y contamina.
Basta observar los datos ofrecidos por el Instituto de Ecología Aplicada de Alemania Öko-Institut: si en Alemania se utilizaran las lavadoras, los ordenadores portátiles, los móviles o las televisiones en una media de entre cinco y siete años más, podría llegar a prevenirse la emisión de 3,91 millones de toneladas de CO2, una cantidad similar a las emisiones de casi dos millones de coches.
Derecho a reparar, derecho a una vida útil
La aprobación del «derecho a reparar» llega en un momento clave según el Öko-Institut, ya que según sus investigaciones cada vez tiramos antes aparatos como los electrodomésticos. Según el organismo, tan solo un 57% de este tipo de productos se reemplaza porque esté estropeado: el resto suele terminar convertido en desecho bien por la obsolescencia programada o bien por nuestro deseo de adquirir un nuevo modelo con mejores prestaciones. Otro aspecto a tener en cuenta es la habitual dificultad para conseguir una reparación efectiva por parte de los fabricantes, en muchos casos, por la falta de facilidades para adquirir ciertas piezas. En el caso de algunos productos electrónicos, además, no solo entran en juego los componentes físicos de los mismos, sino también el software del producto en cuestión, ya que puede ser éste el que deteriore deliberadamente su vida útil.
La ley, que ha entrado en vigor durante el pasado mes de marzo, obliga así a los fabricantes a ofrecer productos que se puedan reparar de forma accesible por los usuarios, sin requerir herramientas demasiado especializadas. Además, también deberán proporcionar manuales en los que se informe de cómo realizar las propias reparaciones. Aunque el coste ecológico de cada persona puede subestimarse, lo cierto es que en términos individuales un europeo genera 16 kilos de desechos electrónicos al año. Ahora, la legislación obligará a las compañías a asegurarse de que los electrodomésticos puestos a la venta puedan repararse hasta, al menos, diez años después de su compra. Tal como informa Associated Press, esta medida sirve para «ayudar a reducir la enorme montaña de desechos eléctricos que se acumulan cada año en el continente».
Un continente (y un planeta) en juego
Para que medidas como estas sean efectivas, sin embargo, han de implantarse a lo largo y ancho del planeta o, de lo contrario, su efecto será limitado. Si atendemos a los datos recogidos por la Organización de las Naciones Unidas, Europa es uno de los continentes que mejor actúa en este sentido: mientras dentro del territorio europeo se generan 12 millones de toneladas de residuos al año, en América se generan 13 y Asia dobla, de hecho, la cifra alcanzada por Europa. A esto se añade la tasa de reciclaje, hasta cuatro veces mayor que la alcanzada por otros continentes, que en Europa alcanza el 44%.
Este nuevo derecho a la reparación, no obstante, no es algo espontáneo, sino que satisface una necesidad que ya estaba presente en las sociedades europeas. Según señalaba entonces el Eurobarómetro del año 2014, el 77% de los ciudadanos europeos preferían arreglar sus dispositivos en lugar de sustituirlos. Tal como recalcó en noviembre del año pasado el europarlamentario francés David Cormand, «ha llegado el momento de utilizar los objetivos del Pacto Verde como base de un mercado único que promueva productos y servicios diseñados para durar».