Nada será igual después de la pandemia. Tampoco la manera que tienen los ciudadanos de desplazarse dentro de las ciudades. La crisis del coronavirus ha aupado a la bicicleta como el método de transporte idóneo para mantener el distanciamiento físico durante la desescalada y evitar así nuevos contagios. No genera aglomeraciones, es saludable, accesible y, además, permite respirar aire fresco. Durante estas semanas ha ido nombrándose cada vez más este medio de transporte en los discursos del Gobierno hasta tal punto que la vicepresidenta y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, ya ha solicitado a los ayuntamientos que la potencien “como alternativa de transporte limpio y sostenible para la salida gradual de la crisis sanitaria”.
El escenario de reconstrucción que nos deja la crisis del COVID-19 podría suponer ese empujón definitivo para que la bicicleta pase a ser, por fin, una herramienta clave en la transformación de los núcleos urbanos en entornos más sostenibles. Ya está pasando en capitales europeas como Milán y Berlín, donde se están aplicando planes de urgencia para habilitar corredores ciclistas y ampliar zonas peatonales con miras a cambios permanentes que prioricen a los viandantes.
En Milán, capital de la región de Lombardía, epicentro del coronavirus en Italia, las autoridades han entendido que tras la llegada del coronavirus es necesario replantear el modelo de movilidad en la ciudad italiana. El plan bautizado como 'Strade aperte’, algo así como una apertura de caminos, prevé transformar 35 kilómetros de calles en zonas peatonales o con prioridad para peatones y ciclistas. Las medidas, entre otras cosas, comprenden la creación de carriles bici de bajo coste, ampliación y reformas de las aceras y limitación de velocidad de 30 km/h por las calles de Milán.
Dentro de nuestras fronteras, algunas ciudades como Valladolid también trabajan en planes de movilidad con el objetivo de transformar el modo de desplazarse por la ciudad. Desde el consistorio lo tienen claro: “No podemos cambiar una amenaza para la salud como el coronavirus por otra tan peligrosa como es la contaminación”. El proyecto vallisoletano pasa por ampliar los espacios para peatones y ciclistas a través de la creación de nuevas peatonalizaciones, la delimitación de áreas de restricción para vehículos privados y fomentando el uso del transporte público.
Tal y como demuestra la investigadora Pilar Vega en su estudio “Una década de planes de movilidad urbanística 2004-2014”, en este periodo de tiempo se plantearon en España hasta 250 hojas de ruta regionales y autonómicas con una planificación enfocada hacia la movilidad sostenible. Sin embargo, “la mayoría no tuvieron la trascendencia necesaria para aplicarse adecuadamente”, sostiene. A día de hoy, son muchos los expertos en urbanismo y otros colectivos los que piden al Gobierno que aproveche la situación de la pandemia para evitar que los graves problemas de contaminación vuelvan una vez alcancemos la llamada “nueva normalidad”.
Según explica Vega, muchas de las medidas que se recogen en un plan de movilidad no suponen altos costes y solo necesitan voluntad política. “Ahora las calles tienen apenas circulación, por lo que es fácil adaptar al menos uno de los carriles a la movilidad ciclista mediante un urbanismo táctico con pintura, macetas y bolardos separadores que los delimiten”, señala la experta.
La coordinadora ConBici, que aúna a más de 64 colectivos ciclistas, ya ha propuesto al Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico un paquete de medidas a corto, medio y largo plazo para llevar a cabo esta mayor integración de la bicicleta en el día a día de los núcleos urbanos. En el plan se incluye, además, una regulación semafórica para evitar aglomeraciones en tiempos de espera y la reducción de los límites de velocidad para garantizar una mayor seguridad en los desplazamientos. “Ahora que solo puede acceder al transporte público un tercio de la población, tenemos que evitar que el resto se dirija al uso del coche”, destaca Ester Rodríguez, miembro de la coordinadora.
La intermodalidad será un elemento clave en el medio plazo. Esto implica combinar la bicicleta con otros medios de transporte urbanos como los autobuses, el metro, el tranvía o el Cercanías habilitando, por tanto, espacios concretos tanto en los vagones como en las estaciones con el fin de garantizar a los usuarios desplazamientos sin mayores complicaciones, especialmente en grandes ciudades donde las distancias entre los distintos barrios, el centro, universidades, hospitales y lugares de trabajo son más amplias.
El Plan Estatal Estratégico 2016-2024 aprobado hace cuatro años enmarcado dentro de las políticas orientadas a cumplir la Agenda 2030 podría servir de cara al futuro próximo. Este ya concebía en sus áreas estratégicas las redes ciclistas urbanas, periurbanas e interurbanas, destacando como medidas eficaces para el fomento de la circulación segura en bicicleta aquellas encaminadas a la reducción del tráfico de vehículos de motor, “tales como las Zonas 30 o la restricción de vehículos en determinadas áreas para beneficiar a usuarios vulnerables como personas mayores, niños y personas con movilidad reducida”.
¿Qué quedaría entonces que hacer a largo plazo? Todos los cambios infraestructurales necesarios para construir, en palabras de Pilar Vega, “una ciudad próxima, multifuncional, que permita el desplazamiento en modos activos y donde el espacio estancial sirva para mejorar la habitabilidad”.
En resumen: las ciudades responden a cómo están construidas. Por eso, sus habitantes solo se moverán en bicicleta si tienen el espacio necesario para hacerlo. Así lo resume Adrián Fernández, responsable de movilidad en Greenpeace: “Los cambios culturales dependen de los mensajes que se lancen desde las administraciones. Si faltan aceras, las calles nos dicen que el coche es el rey. Si adaptamos un espacio seguro para la bicicleta, estamos diciendo: “oye, anímate y prueba a moverte así”.