Con la llegada de esta trágica pandemia hemos pasado a ser del todo conscientes del efecto mariposa de la globalización. Esa cosa etérea, lejana, que sin embargo hoy se cuela en nuestras casas y en nuestras vidas (siempre lo hizo, aunque de forma menos directa). Curiosamente ahora, confinados, distanciados por responsabilidad cívica, entendemos mejor que nunca la complejidad de las interconexiones que tejen nuestro mundo. “Si las relaciones entre seres humanos se representaran con trazos a bolígrafo, el mundo sería un único y gigantesco garabato”, escribe el escritor italiano Paolo Giordano en En tiempos de contagio, el primer documento literario publicado sobre esta emergencia sanitaria.
El COVID-19 no es más (ni menos) que el nombre que adopta en este momento concreto el conjunto de amenazas globales sobre las que los científicos llevan no pocos años advirtiendo y que han contribuido a divulgar organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) e iniciativas privadas como el World Economic Forum (WEF). En su último informe Global Risks Report presentado en Davos el pasado mes de enero, el WEF esbozaba los principales desafíos a los que se enfrentará el planeta en la próxima década en términos de probabilidad: pérdida de biodiversidad y estrés de los ecosistemas, crisis alimentaria y escasez de agua, nuevas enfermedades e impactos sobre los sistemas de salud, aumento de las migraciones climáticas, exacerbación de las tensiones geopolíticas o incremento de los ciberataques.
Este mapa de riesgos globales a los que nadie es inmune es la base sobre la que se construyó la Agenda 2030, la hoja de ruta para el desarrollo sostenible firmada en Naciones Unidas en septiembre de 2015 y que ahora recibe la dolorosa sacudida del COVID-19 a apenas diez años vista de su cumplimiento: ya existe el temor a que un descalabro económico relegue a un segundo plano los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y que Gobiernos y empresas se vean obligados a rebajar su ambición a la hora de concretar sus compromisos con el planeta y con las personas.
Por eso conviene recordar que incumplir estos acuerdos solo conseguirá agravar esta realidad. Porque no hay crecimiento posible sin desarrollo sostenible y sin justicia social. “La sostenibilidad, al margen de tratar de preservar el planeta, lo que trata es de acotar los excesos que la propia dinámica del sistema económico tiene por sí solo. El deshielo de los polos tiene costes concretos en términos de sequías, de erosión de los litorales, y más indirectamente de la alimentación o el aumento del gasto sanitario. Hay una cuenta de pérdidas y ganancias del crecimiento desmedido”, recuerda el economista Emilio Ontiveros en una reciente entrevista.
Sin tomar esa brújula de medio y largo plazo, todos nos dirigimos, sin excepción, a un callejón sin salida. De nosotros depende que avancemos hacia una solidaridad o empoderamiento global o nos atrincheraremos en la cueva de Platón. Y la hoja de ruta que nos marcaba el desarrollo sostenible está plenamente vigente. Solo así saldremos, pese al drama humano, reforzados”, escribe Helena Ancos, directora de Ágora y Ansari en este artículo.
Si bien es cierto que la crisis ocasionada por el COVID-19 obligará a revisar y readaptar esta agenda global (diseñada, dicho sea de paso, para ser una agenda viva), la cooperación como modus operandi frente a los retos globales es clave. Más aún en tiempos de coronavirus. No olvidemos, además, el impacto que un virus como el que nos acecha puede tener en países cuya infraestructura de salud y estructura institucional no es tan fuerte como en España, Italia o Japón.
Algunos proponen, incluso, añadir un ODS 18 centrado en la solidaridad humana. Es una posibilidad. Sin restarle importancia a la nomenclatura ni a los matices, de este escenario de incertidumbre extraemos al menos una certeza: está en nuestra mano –Gobiernos, empresas y ciudadanía– hacer un repaso positivo de lo que está pasando y rediseñar las nuevas reglas del juego de la ya bautizada era post-coronavirus para construir una nueva y mejorada normalidad. Pero siempre con la vista puesta en el bien común si no queremos que los males comunes definan nuestro futuro.