Los bonos de carbono nacieron a partir de la firma del Protocolo de Kioto en 1997 como una herramienta para estabilizar las emisiones de gases de efecto invernadero. Con cada bono adquirido, una compañía obtiene el derecho a emitir una tonelada de dióxido de carbono dentro de los niveles máximos permitidos por cada país. Como es lógico, esta actividad encarece el propio acto de contaminar: cuanto más se emita, más se gasta, lo que desincentiva un tipo de producción económica que antes se defendía por su precio competitivo.
A pesar de sus aparentes ventajas, este instrumento financiero ha sido puesto no pocas veces bajo el escrutinio más duro. Según sostienen muchos expertos, las cotizaciones de los bonos en los mercados internacionales tuvieron su mejor época desde su nacimiento hasta el año 2008. Después, con la llegada de la crisis, la financiación de esta clase de bonos disminuyó a marchas forzadas: las prioridades de gasto terminaron enfocándose hacia las políticas de rescate de algunas economías en crisis de la Unión Europea y, en general, a la reactivación económica. Los incentivos ambientales, de pronto, se redujeron con severidad. Tanto es así que desde 2008 los precios de los bonos bajaron un 82%: Europa, el mayor comprador de bonos entonces, tuvo que dejar de adquirirlos con la asiduidad habitual. Solo hoy, más de una década después, se recuperan con moderación. La circunstancia, sin embargo, agravó no solo la credibilidad del mecanismo sino su valía en cuanto instrumento principal de lucha climática: ¿es posible confiar a ciegas en unas herramientas inestables para solucionar uno de los retos más acuciantes de nuestro tiempo?
Con cada bono adquirido las compañías obtienen el derecho a emitir una tonelada de dióxido de carbono dentro de los niveles máximos permitidos por cada país
En el caso de países como España, no obstante, los llamados bonos de carbono también conllevan una promesa a la que no pueden acceder otros países, y es que, con la apuesta por las energías renovables y la acumulación de esta clase de recursos sostenibles, la profunda mejora de las condiciones sí es posible. A mayor posibilidad de ahorro energético fósil–algo que es posible observar con facilidad en el amplio número de horas de luz disponibles en nuestro país–, mayor posibilidad de tomar ventaja económica mediante la venta de bonos de carbono; incluso aunque estos, como ya ocurrió durante la Gran Recesión, tengan su precio en los términos más bajos.
Los bonos de carbono, por tanto, ofrecen una solución eficaz, pero solo parcialmente. Su ventaja es evidente: en un momento en el que, a pesar de la apuesta por la sostenibilidad, algunos países no logran realizar aún ciertas actividades esenciales sin continuar quemando combustibles fósiles, esta suerte de compensación económica hacia el planeta permite proseguir la inversión en el desarrollo y la aplicación de políticas verdes progresivas.
La oportunidad se presenta hoy tanto en términos estatales como corporativos, ya que según la Encuesta Global Shapers del Foro Económico Mundial, el cambio climático es la mayor preocupación para las personas menores de 30 años en todo el planeta. Esto armoniza a su vez con los datos ofrecidos por la encuesta Global Consumer Pulse Survey de Accenture, en la que un 63% de los consumidores globales afirma adquirir bienes y servicios de compañías que reflejan sus valores y creencias personales. ¿Cómo no apostar, por tanto, por la energía limpia del futuro?