El Instituto Antártico de Argentina advierte de que, si las temperaturas siguen aumentando, es posible que en tan solo 30 años esta especie endémica de la Antártida se sume a las 581 que han desaparecido en las últimas dos décadas. De hecho, en 2016 desapareció la segunda colonia más importante de pingüinos emperador, con más de 10.000 polluelos perdidos.
Los pingüinos emperador no existen en ningún sitio más que en la inhóspita Antártida. Al igual que la especie de pingüino Adelia, este, el más grande del mundo —puede llegar a medir un metro y medio—, es endémico de la zona. Y está a punto de desaparecer por culpa del cambio climático: según el Instituto Antártico de Argentina (IAA), si las temperaturas siguen aumentando, es posible que en 30 años tan solo quede su recuerdo junto con las 581 especies y subespecies que se han extinguido en las dos últimas décadas.
Los pingüinos emperador dependen de las capas de hielo para alimentarse, reproducirse e interaccionar con el entorno
«Las proyecciones climáticas sugieren que las colonias de pingüinos emperador que se encuentran más al sur serán las más afectadas», advierte la bióloga del IAA, Marcella Libertelli, en el estudio. El principal motivo es la velocidad a la que están desapareciendo las superficies heladas de la Antártida. Tal y como apunta una investigación de la Universidad de California realizada con imágenes de satélites de la NASA, el deshielo en esta localización es seis veces más rápido que en la década de los ochenta, lo que pone en un serio aprieto a la especie, cuyas hembras necesitan hielo sólido desde abril a diciembre para construir los nidos de sus polluelos.
Si el mar se congela más tarde o se derrite prematuramente, no pueden completar su ciclo reproductivo. «Si el suelo se rompe y llega el agua a los pingüinos recién nacidos, que no están listos para nadar y no tienen un plumaje impermeable, mueren de frío y se ahogan», explica Libertelli. Y sin ir más lejos, los termómetros de la Antártida registraron una marca insólita la pasada primavera: en la zona más fría del planeta, donde la temperatura habitual ronda los −55 ºC, el 18 de marzo se alcanzaron −12 ºC (es decir, 40 grados por encima de la media). A pesar de que en esa ocasión el hielo se mantuvo a raya, una ola de calor de este calibre en la zona más fría del planeta no es buen síntoma.
Los pingüinos emperador están acostumbrados a pasar el largo invierno en pleno hielo. De hecho, las hembras ponen un único huevo que abandonan para zambullirse en una larga expedición en busca de alimento que puede alargarse durante meses, dejando la responsabilidad del cuidado en los machos, que los mantienen al calor de su plumaje. Un cambio en su hábitat significa una alteración a la hora de alimentarse, y aquí también juega un papel clave la actividad humana a través del auge del turismo y la sobrepesca, que ponen en peligro el krill, alimento base para la abundante biodiversidad de la península antártica y, por supuesto, del pingüino emperador.
Como afirman los expertos del IAA, estos factores provocados por la mano humana ponen en grave riesgo las 3R de esta especie tan dependiente del hielo: la resiliencia, la redundancia y la representación. De hecho, la segunda colonia más grande de pingüinos emperador de la Antártida ya colapsó en 2016, con más de 10.000 polluelos perdidos. Los que quedaron se reubicaron en lugares cercanos, pero la British Antarctic Survey, en el momento del estudio, calculaba entre 130.000 y 250.000 parejas de pingüinos emperador con capacidad de procrear viviendo en 54 colonias. Perderlos, como ocurre con cualquier otra especie, sería un fracaso para nuestro compromiso con el planeta.
El deshielo de la Antártida es seis veces más rápido que en la década de los ochenta: esta primavera, los termómetros marcaron 40 grados de temperatura por encima de la media
Sin embargo, el peligro que corre el pingüino emperador es aún más serio si cabe, ya que es una de las aves más antiguas del planeta y figura clave que ha inspirado el estudio de la cadena evolutiva durante siglos para arrojar luz sobre la estrecha relación que existe entre las aves y los reptiles. Ya en 1910, el capitán Robert Falcon Scott partió hacia la Antártida, de la mano del naturalista Edward Wilson y 65 expedicionarios a bordo del barco Terra Nova, con el único cometido de encontrar los huevos de este animal y poder estudiar sus embriones. Dieron la vida, literalmente, por recorrer durante 19 días glaciares y morrenas hasta dar con las aves en los acantilados del cabo Crozier. Los tres huevos que se llevaron de sus nidos se exponen en el Museo de Historia Natural de Londres. Asegurarnos de que sigan existiendo depende de nosotros.