Ya nadie duda de que el cambio climático no es solo un problema de futuro. Estamos ante todo un desafío en el presente que vemos cómo día a día cambia las condiciones de la vida en el planeta, es decir, cómo lo cambia todo. Las evidencias científicas se suceden tanto en los informes del IPCC como en otros estudios, y comprobamos con preocupación cómo los peores escenarios se van cumpliendo mucho antes de lo previsto.
No es de extrañar, por tanto, que el Secretario General de Naciones Unidas convocase una cumbre especial para pedir a los países que incrementen sus compromisos de reducción de emisiones. Visto lo que cada Estado ha enviado a Naciones Unidas, se necesitaría triplicar esta ambición para garantizar que se cumple, al menos, el Acuerdo de París, aunque la ciencia ya nos dice que esto no será suficiente. La movilización global que al calor de Fridays for Future coincidió con la cumbre de Naciones Unidas precisamente pretendía presionar a los gobiernos para que, asumiendo su responsabilidad, planteen medidas ambiciosas y urgentes capaces de hacer frente a la crisis climática. A este conjunto de medidas es a lo que llamamos transición ecológica.
Una transición supone una transformación integral y progresiva. Un camino por recorrer para transitar de un lugar –o de una forma de hacer las cosas– a otro. En definitiva, un cambio de paradigma. De ahí que no se trate solo de cambiar el modelo energético, fundamental para la lucha contra el cambio climático. Se trata también de replantear el consumo de agua, el uso del territorio, la gestión de materias primas, el modelo de producción y por supuesto, de consumo, etc. En definitiva, una nueva forma de entender nuestra relación con el planeta asumiendo que la biosfera nos impone unos límites.
El reto no acaba aquí. Todo esto ha de hacerse compatible con la exigencia ética de maximizar el bienestar de todas las personas, las que habitamos hoy el planeta y las que vendrán. Una transición ecológica exitosa necesita garantizar que nadie se queda atrás y eso exige políticas públicas. El coste de este cambio de paradigma no se repartirá igual entre unos sectores de la población y otros. A quienes hoy cuentan con menos recursos, son más vulnerables y disponen de menos herramientas para hacer frente a la crisis esta transición les va a salir más cara.
A nivel global, esto puede verse en el desequilibrio entre los países con mayor y menor nivel de desarrollo. Paradójicamente son estos últimos quienes, habiendo contribuido menos a la crisis ambiental por su menor grado de industrialización, están pagando más caras las consecuencias. En ocasiones por su ubicación geográfica y en otras por tener un modelo económico más dependiente de las condiciones naturales y al mismo tiempo carecer de infraestructuras y herramientas para gestionar el desafío.
Este reto lo tenemos también dentro del llamado mundo desarrollado, donde la crisis de 2008 se saldó con un fuerte incremento de las desigualdades. La brecha entre los habitantes de grandes ciudades y los del resto, así como entre la población más acomodada y la más vulnerable, puede verse agravada si no se articulan políticas públicas de transición justa que no dejen a nadie atrás. Los chalecos amarillos en Francia nos han dado un aviso, pero el malestar puede ir a más si no se gestiona con criterios de justicia y equidad.
La transición ecológica es hoy un imperativo para garantizar la vida en el planeta, no hay duda. Para que sea exitosa, es fundamental que se ponga en marcha junto a políticas contra la desigualdad. De lo contrario, no solo no será posible, sino que puede contribuir a crear sociedades más cercanas a la distopía que tratamos de evitar.
*Cristina Monge, politóloga, asesora ejecutiva de Ecodes y profesora de sociología en la Universidad de Zaragoza