A pesar de la vacuidad que puede transmitir en ocasiones el término «desarrollo sostenible», cada vez somos más conscientes de que se trata de la única vía que permite estimular la economía satisfaciendo las necesidades de las generaciones actuales sin poner en peligro, a su vez, el desarrollo de las generaciones futuras. Es en este contexto en el que se erigen innumerables estrategias para hacer frente a un acuciante problema: el mundo se enfrenta, a contrarreloj, a sus propios excesos. Sin embargo, la última solución a esta realidad a la que debemos hacer frente no parece producto de una estrategia a corto plazo. Se trata de la gran construcción de lo que se conoce como Blue Economy (o, en castellano, Economía Azul).
Esta economía no es tanto novedosa en sus principios como en sus ámbitos de actuación. Es decir, si bien se puede englobar dentro de las múltiples estrategias que buscan un uso económico sostenible, también es necesario destacarla como una de las acciones más necesarias en términos ecológicos, pues su foco se centra en la vida oceánica. La Economía Azul promueve el uso sostenible de recursos oceánicos: su mirada no solo se posa sobre el crecimiento económico, sino también sobre las mejoras que afectarían a los medios de subsistencia y a los trabajos, así como, por supuesto, a la propia conservación y «salud» del ecosistema oceánico. Los principales pilares de este plan a largo plazo serían la energía renovable marina, la industria pesquera, el transporte marítimo —que, según se cree, se cuadruplicará para el año 2050– y la gestión de residuos, si bien también han de tenerse en cuenta otros ámbitos más específicos, como la biotecnología o la acuicultura.
Bonos azules para la protección de la vida marina
Es aquí donde entran en juego las finanzas sostenibles, cuyas herramientas son cada vez más innovadoras, ya que el riesgo climático y la sostenibilidad —y no solo la propia transición ecológica— ya no son solo un aspecto político, sino cada vez más económico. Así, los llamados bonos azules, encajan en este esquema perfectamente, ya que se perfilan como una forma eficaz de preservar y proteger los océanos. Esta clase de activos financieros sostenibles, de hecho, se halla en alza. Entre 2016 y 2018, según datos de Global Sustainable Investment Alliance, la inversión sostenible ha aumentado de 22.000 millones de dólares a casi 31.000 millones. Esto no solo demuestra su fuerte relevancia, sino también su rápido crecimiento a efectos internacionales. Los famosos bonos verdes, por su parte, alcanzaron una emisión de hasta 167.000 millones de dólares en 2018 a nivel global. De hecho, la Unión Europea siempre se mantiene presente en la financiación internacional de la lucha contra el cambio climático, ya que sus Estados miembros son los mayores contribuyentes de fondos públicos a los países en desarrollo para la lucha contra el cambio climático (llegando a crear, en 2019, la Plataforma Internacional de Finanzas Sostenibles).
Los bonos azules son, por tanto, una nueva oportunidad dentro de un contexto que se antoja cada vez más grande: según datos del Banco Mundial, si los océanos —que cubren dos tercios del planeta— fueran una economía, ésta sería la séptima en términos de Producto Interior Bruto.
3.000 millones de personas dependen de los océanos
A pesar de todo, los bonos azules no son estrictamente nuevos. Es solo la acuciante necesidad de la protección y el desarrollo marítimo lo que los ha convertido en imprescindibles protagonistas. La primera propuesta, llevada a cabo en 2018 por las Islas Seychelles, contaba con una emisión de 15 millones de dólares dispuesta a preservar las aguas del Océano Índico: estas no eran solo un preciado ecosistema, sino también la base de dos de sus principales industrias, como son la pesca y el turismo. Este modelo, exportable a todos los rincones del planeta bañados por el mar, no es tanto deseable como, sencillamente, necesario. Según la ONU, hasta 3.000 millones de personas dependen de los océanos tanto en aspectos relacionados con el mercado laboral como con el propio sustento vital. Es más, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) estima que esta Economía Azul duplicará su tamaño de aquí a diez años, lo que la hará alcanzar los 3.000 millones de dólares. Por otra parte, la organización WWF estima en 24.000 millones de dólares el valor económico de los océanos.
Esta incursión, por tanto, no solo busca remitir la preocupante contaminación marítima —donde ya no solo cuentan las toneladas de plásticos, sino también el hecho de que los océanos absorben hasta el 25% de las emisiones de CO2 en el mundo— sino aprovecharla como una oportunidad de reconstruir un ámbito resquebrajado por el excesivo impacto causado por los humanos, especialmente en el ámbito de la pesca, donde la sobreexplotación se muestra cada vez más evidente. Esta forma de financiación, además, va estrechamente ligada a la reputación estatal, por lo que gran parte de su relevancia estriba también en ser capaz de situar a los países según sus compromisos medioambientales y el prestigio adquirido a través de éstos. Es seguro que cualquier infracción o desvío asociado a este tipo de bonos repercutiría negativamente en las actividades comerciales de cualquier país que se muestre negligente.
Los bonos azules, así, se erigen como una necesaria forma de insuflar vida en un ecosistema de cuyo equilibrio y vivacidad dependemos todos. Es, en última instancia, otra forma más de ayudarnos.