Incendios y la delicada recuperación de los ecosistemas

El fuego siempre aparece como uno de los protagonistas más indeseados del verano. Miles de hectáreas se calcinan cada año a causa del aumento de las temperaturas y sus consecuencias, algo agravado por el efecto del cambio climático: en la cuenca mediterránea, por ejemplo, el número de días de riesgo extremo de incendios se ha duplicado en los últimos 40 años. Un dato en el que no se incluyen aquellos de origen humano, ya sean accidentales o negligentes. Según cifras de Copernicus, el Programa de Observación de la Tierra de la Unión Europea, más de 75.000 hectáreas han sido calcinadas en la primera mitad de 2022 en nuestro país. Los incendios de Zamora, Salamanca, Cáceres o Barcelona nos están dejando importantes pérdidas, entre ellas la muerte del brigadista Daniel Muñoz, y paisajes calcinados que se extienden en el horizonte como un yermo de color negro, casi lunar. Y si ponemos la vista en el largo plazo, ¿cuáles son los efectos del fuego?

Los incendios forestales pueden crear impactos de gran complejidad sobre los ecosistemas en cuestión, ya que dependen de factores tan concretos y relacionados entre sí como el tipo de paisaje o la posterior respuesta de la vegetación. El aumento de la frecuencia de incendios, si se suma a factores como los periodos de sequía, puede generar impactos ambientales de largo recorrido, como la disminución de la productividad de los ecosistemas en cuestión, cambios negativos en las dinámicas de cultivo o, directamente, aparición de desertificación. No es de extrañar: el fuego no solo afecta a la flora y la fauna, sino también al propio suelo, el elemento que constituye la base misma de toda la vida forestal.

Más de 75.000 hectáreas han sido calcinadas en la primera mitad de 2022 en nuestro país

El suelo puede marcar la vida de una zona no solo a corto plazo, sino a lo largo de varios años. Entre sus funciones se encuentran aspectos tan esenciales como la retención del carbono, la purificación del agua, la regulación del clima o el propio suministro de alimentos, fibras y combustibles. De este modo, si un bosque se incendia, su suelo estará expuesto a la erosión del viento y el agua, sufriendo problemas como la pérdida material, la infiltración acuática o la desaparición de nutrientes. Los cimientos de la vida, así, se resquebrajan, complicando la recuperación del ecosistema.

Con la flora y fauna ocurre algo similar, y es que la recuperación, al igual que los efectos derivados de la catástrofe, puede durar años. Al fin y al cabo, un incendio puede cambiar drásticamente la composición de la cadena trófica (es decir, la alimentación interrelacionada entre seres vivos). Se trata de algo fundamental: de esta clase de dinámicas dependen también las distintas comunidades humanas. La flora, como el suelo, provee además un servicio fundamental, ya que absorbe las emisiones de gases de efecto invernadero. Así lo demuestran las cifras de los bosques europeos, que captan alrededor de 360 millones de toneladas de dióxido de carbono al año, un valor muy superior a las emisiones de un país como España, que emite algo más de 200 toneladas.

Un paso adelante, ¿dos pasos atrás?

Un incendio supone, en definitiva, un retroceso en los ecosistemas del lugar. Su magnitud, sin embargo, no depende tanto de la extensión del incendio como de su intensidad: si uno es extenso pero ligero, el efecto del fuego es suave, lo que provoca, por ejemplo, que los árboles no terminen de quemarse del todo (y que, por tanto, puedan rebrotar más fácilmente).

El número de días de riesgo extremo de incendios se ha duplicado en los últimos 40 años

El principal problema es que el cambio climático está aumentando la severidad de los incendios, lo que puede llevar a eliminar totalmente la vegetación y esterilizar completamente las zonas afectadas. Esto supone que una recuperación pueda llevar como mínimo decenas de años (e incluso siglos en algunos casos). Ni siquiera a través de una intensa reforestación y recolonización animal se puede acelerar el proceso, que conlleva en muchos casos la aparición de especies –tanto vegetales como animales– invasoras que pueden alterar los ciclos naturales de los bosques.