Ozono para la vida en el planeta

Hace exactamente 35 años -el 16 de septiembre de 1985- se celebró la Conferencia de Viena, una cumbre donde los líderes mundiales acordaron dar una respuesta unitaria a una de las mayores amenazas contra el planeta: la destrucción de la capa de ozono, una capa natural de gas presente en la atmósfera superior que nos protege de la radiación ultravioleta del sol.

Los objetivos de esta reunión se concretaron en el posterior Protocolo de Montreal de 1987, en los que los gobiernos, los científicos y las industrias de los países miembros de Naciones Unidas se comprometieron a trabajar juntos para eliminar el 99 por ciento de todas las sustancias que reducen la capa de ozono. Ahora, más de tres décadas después, garantizar la salud de la ozonosfera sigue siendo uno de los grandes retos del siglo XXI.

El descubrimiento de los peligros de la reducción de esta capa se remonta a finales de los años 70, cuando un grupo de científicos demostró que la capa de ozono estaba disminuyendo y que era la primera gran amenaza global para la humanidad. En concreto, los investigadores pusieron de manifiesto que la causa de este descenso era la presencia en la atmósfera de sustancias químicas artificiales, los llamados clorofluorocarbonados, gases muy potentes que son muy comunes en los aerosoles.

Sin embargo, esta realidad no comenzó a ser percibida como un peligro acuciante a nivel mundial hasta que, a inicios de los 80, los investigadores Joe Farman, Brian Gardiner y Jonathan Shanklin descrubrieron un agujero en la capa de ozono de la Antártida. Fue entonces cuando se tomó conciencia de que, al destruirse esta capa que protege la superficie de la Tierra de los rayos del sol, los seres humanos están sobreexpuestos a la radiación ultravioleta, lo que supone un grave riesgo para la salud humana. A grandes rasgos, esto incrementa el riesgo de sufrir melanomas o cáncer de piel, cataratas oculares o supresión del sistema inmunitario de humanos y otras especies animales.

De seguir con el Protocolo de Montreal, en 2060 el agujero de la capa de ozono podría ser cosa del pasado

Pero, además de suponer un riesgo para la salud, la ciencia ha demostrado que la emisión de los gases que dañan la capa de ozono también contribuye al calentamiento global. Esto es, son también potentes gases de efecto invernadero. Algunos de ellos tienen un efecto de calentamiento global hasta 14.000 veces mayor que el dióxido de carbono (CO2), el principal gas de efecto invernadero. Concretamente, estudios como el publicado recientemente en la revista Nature Sustainability por miembros del Panel de Evaluación de los Efectos Ambientales del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, ponen de manifiesto que el aumento de la radiación solar que penetra la parte de la capa de ozono dañada está interactuando con el clima cambiante.

Por tanto, como señalan desde la Unión Europea, la eliminación progresiva en todo el mundo de las sustancias que agotan la capa de ozono ha supuesto también una importante contribución positiva a la lucha contra el cambio climático.

 Los esfuerzos planteados por el Protocolo de Montreal han servido durante más de tres décadas para que los países disminuyan drásticamente el uso de productos químicos que desgastan la capa de ozono. 35 años después, la regeneración de la capa de ozono es un hecho y continúa su largo camino. De hecho, los últimos datos sugieren que si este protocolo sigue aplicándose (y cumpliéndose) a las velocidades previstas por Naciones Unidas, el ozono del Ártico y de las latitudes medias del hemisferio norte podría recuperarse completamente en quince años. Esto supondría que, en 2060, el agujero de la capa de ozono de la Antártida podría ser cosa del pasado.

El Protocolo de Montreal es un ejemplo de que los grandes tratados sí sirven cuando se aplican con rigor, responsabilidad y compromiso. De ello depende nuestra supervivencia.