Patios de colegio más verdes (e inclusivos)

Septiembre es el mes de la llamada «vuelta al cole», el período en el que se retorna a la actividad educativa. Los escolares vuelven a pisar las aulas, nuevamente se sacan los libros y las lecciones y una vez más se recupera la rutina. En cierto modo, se trata de un ciclo, uno al que se vuelve año tras año. Pero, a pesar de ello, las escuelas tienen un amplio margen de maniobra para aplicar cambios e ir mucho más allá de lo rutinario. Los patios de colegio son uno de los escenarios abiertos a ello.

Los patios escolares deben ser más verdes y resilientes contra los retos del cambio climático, pero también necesitan evolucionar para convertirse en más inclusivos. El gran reto no está únicamente en cambiar el asfalto y el hormigón por árboles, jardines o huertas escolares, sino también en lograr que trasciendan los estereotipos de género o que permitan que todo el alumnado —sean cuales sean sus necesidades— pueda disfrutarlos. 

Renaturalizar los patios escolares impacta en la salud mental y física de niños y niñas

Por un lado, el hacer «más verdes» los patios escolares permite mejorar su eficacia en términos de temperatura. Las olas de calor de este último verano han demostrado que se necesita crear refugios térmicos que ayuden a rebajar grados y que ofrezcan un respiro a la ciudadanía. Para la población escolar, que pasa un importante número de horas al día en la escuela, resulta crucial poder acceder a zonas verdes dentro del propio colegio. 

Igualmente, esta transformación funciona a otros niveles, ya que impacta de forma positiva tanto en la salud mental como en la física de los estudiantes. Estos nuevos espacios incentivan la actividad física, pero también crean nuevas oportunidades educativas o ayudan a niños y niñas a mantenerse en contacto con la naturaleza. «Con la renaturalización de los patios se pretende transformar el patio de la escuela en un jardín, en un parque. En un espacio rico en texturas, sombras, y lugares para estar, hablar, jugar, soñar…», asegura a El País Mamen Artero Borruel, miembro del colectivo de arquitectos El Globus Vermell.

Cambiar el uso que se le da —en vez de dejar que estén dominados, como ha ocurrido tradicionalmente, por la práctica de deportes mayoritarios— también impacta en la percepción de los espacios y de sus usos. Al fin y al cabo, como recuerdan las fuentes expertas, los patios escolares son una pieza más para la educación.

Cambiar su diseño, buscar su neutralidad neutros desde el punto de vista de género o implementar normativas sobre tiempos de uso o rotación de intereses permiten asentar «la cooperación y no la competitividad». Como explican desde las escuelas en las que ya se han aplicado cambios, «todo el mundo gana», incluidos quienes juegan «al fútbol», porque tienen acceso a un mayor abanico de actividades y porque comprenden la propia diversidad de la sociedad.

Rediseñar los espacios o cambiar sus usos fomenta «la cooperación y no la competitividad»

Una revolución en la hora del recreo 

El valor tanto educativo como de mejora de la calidad de vida que suponen estos nuevos patios de escuela ha llevado a que en los últimos años más y más colegios experimenten con este nuevo formato. Casi se podría decir que se está produciendo una revolución en la hora del recreo, asumiendo que no es necesario mantener lo que se ha tenido durante décadas si se puede lograr un resultado mejor. 

Los ejemplos se encuentran a lo largo de toda la geografía española. Así, Castilla y León anunció en 2021 sus planes para invertir 4 millones de euros en los dos años siguientes para mejorarlos y hacerlos más eficientes contra el cambio climático. Por poner otra muestra de cambio, la Red de Patios Inclusivos y Sostenibles arrancó en 2016 con actuaciones en dos centros públicos madrileños, pero de su trabajo ha nacido una metodología que sirve como guía para cambiarlos y que permite, además, acercar estos espacios a los Objetivos de Desarrollo Sostenible. 

En todo este proceso de cambio, la comunidad educativa ha resultado fundamental, pero también lo han sido padres y madres, profesionales del diseño —desde arquitectura a paisajismo— y los propios niños y niñas, que fueron los primeros en identificar qué está mal en las zonas en las que juegan.