Los microplásticos son esenciales para fabricar productos que usamos a diario, pero, por errores en su manipulación y transporte, muchas veces terminan vertidos en el medio ambiente, con efectos nocivos para la biosfera y la salud. Una nueva regulación de la UE intenta reducir su impacto.
Cada año se producen y manipulan enormes cantidades de granzas o pellets de plástico. En la Unión Europea, al ser la materia prima de artículos de uso cotidiano como botellas, tapones, envases y bolsas, y productos industriales y médicos, la cifra llega a más de 57 millones de toneladas. Pero, debido a la inadecuada gestión de su producción y transporte, millones se pierden en el proceso.
Se calcula que se vierten al medio ambiente entre 52.000 y 184.000 toneladas de pellets cada año en la Unión Europea –el equivalente a unos 2.100 a 7.300 camiones repletos. Las granzas, llamadas «lágrimas de sirena», son consideradas unas de las principales fuentes de liberación no intencional de microplásticos.
Cada año, en la Unión Europea se vierte al medio ambiente el equivalente a unos 2.100 a 7.300 camiones repletos de pellets de plástico
Los pellets son granos de entre 2 y 5 milímetros de polietileno, polipropileno y otros plásticos o resinas sintéticas. Se caracterizan por su gran movilidad, adaptabilidad y resistencia, por lo que se desplazan con facilidad en aguas superficiales y corrientes marinas; y, al no ser biodegradables, permanecen en el tiempo. Pueden cargar toxinas y son ingeridos por diversas especies costeras (como crustáceos y tortugas y aves marinas) y causarles daños físicos o incluso la muerte.
Al contaminar la cadena trófica, se bioacumulan en los tejidos de los seres vivos y pueden llegar a nuestros alimentos. Aunque el impacto directo en la salud está siendo investigado, la exposición a microplásticos en estudios de laboratorio se ha relacionado con efectos tóxicos en los organismos vivos. Además, los microplásticos contribuyen al cambio climático, pues emiten gases de efecto invernadero e interfieren en la capacidad de los océanos para absorber y capturar dióxido de carbono.
Y España no es ajena a esta realidad. En Cataluña, donde se concentra una buena parte de la industria del plástico del país, la granza es un problema cotidiano. Organizaciones han denunciado, con estudios sobre terreno, que desde Tarragona a Barcelona las playas están invadidas de pellets. La península también está en riesgo ante un posible vertido accidental a gran escala como ocurrió el invierno pasado cuando un buque perdió 25 toneladas de pellets camino a Portugal, y las «lágrimas de sirena» llegaron hasta Galicia y Asturias.
Al contaminar la cadena trófica, los microplásticos se bioacumulan en los tejidos de los seres vivos y pueden llegar a nuestros alimentos
No hay que dejar de lado que la fuga de pellets implica, además, una pérdida de materia prima y económica para la industria. A nivel mundial, el sector ha impulsado la iniciativa Operation Clean Sweep (OCS), un programa de certificaciones voluntarias para reducir la fuga, al que la industria española se adhirió en 2016 con el compromiso de la Asociación Española de Industriales de Plástico (ANAIP), y que desde 2021 tiene el respaldo del Ministerio para la Transición Ecológica.
La Unión Europea ha implementado numerosas iniciativas para reducir la contaminación con plásticos, pero en el último año puso el foco en los pellets. Primero aprobó el reglamento REACH, que limita los microplásticos agregados a productos. Luego, en abril, estableció una nueva reglamentación con requisitos obligatorios de manipulación para toda la cadena –desde la producción, la conversión y el transporte hasta la gestión de residuos–. Se espera que esta entre en vigor a lo largo de 2024.