Inseguridad alimentaria, una tarea pendiente en España

El filósofo alemán Ludwig Feuerbach dejó en el siglo XIX, grabado a tinta, una frase que ha trascendido todos los tiempos: «Somos lo que comemos». Lo hizo en las páginas de Enseñanza de la alimentación, una reflexión sobre la importancia de una buena dieta a la hora de garantizar una mayor esperanza de vida a las sociedades. «Si quiere mejorar al pueblo, dele mejores alimentos», decía. Su premisa no dejaba lugar a discusión: la alimentación sana y variada es un derecho básico.

O debería serlo. Porque si bien esta es una idea que en la actualidad nadie pone en duda, el acceso a alimentos en la cantidad y de la variedad que requiere el cuerpo humano sigue suponiendo un importante reto para muchos habitantes del mundo: en 2020, según calculan las Naciones Unidas, cerca de la décima parte de la población estaba infra alimentada. Esto podría equivaler a aproximadamente 811 millones de personas.

Hasta 90.000 muertes anuales en España se asocian a dietas inadecuadas

Detrás de estas cifras encontramos la evidente influencia de la pandemia, cuya repercusión ha puesto en jaque la seguridad alimentaria de miles de millones de personas de países en vías de desarrollo, pero también países económicamente estables. Uno de ellos es España: en nuestro país, durante 2020, el número de hogares que experimentaron inseguridad alimentaria aumentó de un 11,9% a un 13,3%, lo que representa un incremento de 656.418 personas.

La conclusión más relevante de este dato, calculado por un estudio impulsado por la Universidad de Barcelona y la Fundación Daniel y Nina Carasso, no es que la inseguridad alimentaria esté relacionada a crisis coyunturales sino que responde a un problema estructural que el coronavirus solo ha destapado.

En total, casi 2,5 millones de hogares sufren problemas alimentarios en España y «hasta 90.000 muertes al año se asocian a dietas inadecuadas», advierten los expertos del estudio, el primero que mide por primera vez los niveles de inseguridad alimentaria en nuestro país a través de la escala FIES, creada por las Naciones Unidas para medir el número de personas que carece de la cantidad necesaria y regular de alimentos inocuos y nutritivos para asegurar su desarrollo normal.

La comparativa entre las cifras pre y post-covid demuestra así que los niveles graves y moderados de inseguridad alimentaria crecieron más de un punto tras la llegada del coronavirus, provocando que la población con acceso garantizado a alimentos sanos cayera de un 88,1% a un 86,7%. Una diferencia que sobre el papel puede parecer mínima, pero supone un serio problema social, especialmente cuando el segundo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible es claro: solo el hambre cero generará sociedades más sostenibles. Y tenemos que conseguirlo antes del 2030.

La vulnerabilidad alimentaria, además, va íntimamente relacionada con la económica. En la actualidad, casi la mitad de los hogares muestran a algún miembro de la familia o a todos en una situación laboral precaria. En las familias con algún tipo de inseguridad alimentaria, esta precariedad es mucho más acentuada y afecta, sobre todo, a las familias monoparentales, con otros convivientes (abuelos, tíos, etc) y parejas con hijos.

Según la ONU, el ODS ‘hambre cero’ quedaría incumplido por un margen de 660 millones de personas

¿Significa que esos hogares no tienen nada que consumir? Los expertos aclaran que la interpretación no es tan sencilla: la inseguridad alimentaria también se trata de no tener la variedad de alimentos necesarios para una dieta saludable. «No consumir cinco raciones al día de fruta y verdura por falta de recursos o no ingerir carne y pescado cada dos días está claramente relacionado con diferentes niveles de inseguridad alimentaria», insisten. De hecho, el estado de salud de los hogares también guarda una relación clave: si alguna persona sufre de exceso de peso, una enfermedad crónica o alguna discapacidad, el nivel de vulnerabilidad alimentaria se incrementa.

Y aunque la inaccesibilidad a productos alimenticios queda paliada, en parte, por las prestaciones que reciben las familias –más de un 57% ingresan algún tipo de asistencia económica (ingreso mínimo vital, becas, etc.)–, todavía uno de cada diez hogares en España recibe ayudas de bancos de alimentos, vecinos o asociaciones. En otras palabras, no tienen garantizado un acceso definitivo a platos saludables.

Ampliada a nivel global, esta fotografía dejaría el ODS de ‘hambre cero’ incumplido por un margen de casi 660 millones de personas. De esta cifra total, revelada por las Naciones Unidas, unos 30 millones se deberán a los efectos duraderos de la pandemia. Aunque todavía hay margen para el optimismo, siempre que estemos dispuestos a transformar los sistemas alimentarios, un paso esencial para poner las dietas saludables al alcance de todos.

La transformación se antoja, cuando menos, profunda. Pero ya hay seis líneas de actuación que, bien aplicadas, pueden marcar una diferencia en balance positivo: integrar políticas de protección social en zonas de conflicto; ampliar la resiliencia frente al cambio climático en los distintos sistemas alimentarios (por ejemplo ofreciendo a los pequeños agricultores un amplio acceso a seguros contra riesgos climáticos); fortalecer a las poblaciones vulnerables frente a adversidades económicas; reducir el coste de los alimentos a lo largo de las cadenas de suministro, luchar contra las desigualdades estructurales y, sobre todo, introducir cambios en el comportamiento de los consumidores para garantizar dietas más variadas y saludables.