La próxima pandemia: la desertificación amenaza al ser humano

El agua parecía infinita. Los ríos recorrían, incansables, su curso y creíamos que bastaría con abrir un grifo para que el río desembocase siempre en un vaso. Al menos, así ha sido hasta ahora en aquellos países que aún pueden permitirse el lujo de seguir accediendo a este recurso esencial para la vida, puesto que, como advierte el ránking de riesgos del World Resources Institute, ya hay nueve países en riesgo de sufrir una grave escasez de agua: Bahréin, Kuwait, Palestina, los Emiratos Árabes, Arabia Saudí, Omán y el Líbano deben asumir que pronto se verán obligados a enfrentarse a largos periodos de ausencia de lluvias y repentinas precipitaciones momentáneas capaces de provocar graves inundaciones. No hay término medio en la desertificación.

A nivel mundial, ya hay casi 40 países que se encuentran en un riesgo máximo de escasez de agua, y España no se queda lejos de estas predicciones: las previsiones apuntan hacia un 40-80% de los depósitos afrontarán dificultades para suministrar agua a los habitantes en los próximos años. De hecho, en 2040, una quinta parte del mundo padecerá agudos recortes en el suministro del agua.

Casi 40 países en el mundo se encuentran en riesgo máximo de escasez de agua

¿Nos encontramos ante una nueva pandemia (climatológica)? Las Naciones Unidas no tienen reparo alguno en afirmarlo. «La sequía está a punto de convertirse en la próxima crisis mundial, y para esta no existe una vacuna», aseguraba Mami Mitzouri, representante del Secretario General para la Reducción del Riesgo de Desastres de las Naciones Unidas, en el informe Análisis especial sobre la sequía 2021. «La humanidad ha convivido con la sequía durante 5.000 años, pero esto es distinto. Nuestras actividades están exacerbando e incrementando el impacto más allá de lo que el planeta puede soportar».

Los cambios en las frecuencias de las lluvias –en España, por ejemplo, llueve menos que hace 50 años–, la gestión ineficiente de los recursos hídricos, la degradación del suelo a causa de la ganadería extensiva, la deforestación, el uso de pesticidas y la explotación de agua para la producción agrícola son los principales detonantes de este problema. Al menos un millón y medio de personas, según las Naciones Unidas, se han visto afectadas por la sequía durante este siglo; un daño que se traduce en un coste económico de más de 124.000 millones de euros, un resultado, no obstante, estimado, ya que no incluye el precio exacto que los países más vulnerables y empobrecidos deberán pagar por el cambio climático, a pesar de tener menos responsabilidad su incremento que sus vecinos más ricos. En 2018, estima el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC), más del 16,1% de migraciones estuvieron relacionadas con el clima. Y en las próximas décadas, hasta 60 millones de personas se verán obligadas a abandonar el África Subsahariana debido a la desertificación.

Una vacuna contra la escasez de agua

La desertificación es un punto de no retorno al que nadie debe llegar y en el que incide especialmente el ODS 15. Nuestra última crisis, la provocada por el coronavirus, ha demostrado que las respuestas para socorrer a los países vulnerables llegan tarde, un error que la humanidad no puede volver a permitirse, especialmente en algo tan crítico como la sequía, capaz de provocar daños irreversibles en su subsistencia agrícola y ganadera ampliando, en consecuencia, la sombra de la inseguridad alimentaria que lleva años sobrevolando a sus poblaciones. «Si queremos acabar con la pobreza y garantizar un mundo justo, es un imperativo poder gestionar los impactos de la variabilidad climática extrema en los países en vías de desarrollo», declaraba ya en 2016 el Banco Mundial.

La inversión internacional pública debe empoderar a los países más vulnerables en la resiliencia contra la sequía

La inmunización contra la sequía es urgente. Por ello, el mapeo de las zonas de alto riesgo de sequía, la mejora de las tecnologías para el cultivo agrícola, el incremento de la fertilidad de los suelos y el cultivo de árboles a las granjas locales se presentan como medidas rápidas y directas capaces de marcar la diferencia en estos territorios. Sin embargo, la ciencia debe venir acompañada la inversión internacional pública para empoderar a los países más vulnerables en la resiliencia a través del aumento de la protección social de las comunidades locales, el desarrollo de soluciones basadas en la naturaleza que no dañen los ecosistemas, servicios financieros que permitan desarrollar estudios de análisis de riesgo y marcos colaborativos que aúnen a agentes públicos, privados y civiles bajo el mismo paraguas permitiendo conocer todas las necesidades para dar lugar a un cambio sistémico.

En el ámbito más social, en las profundidades de un mar de cientos de medidas, es fundamental, como defienden las Naciones Unidas, establecer –y, si ya existen, mejorar– todas aquellas estrategias que promuevan el ahorro de agua, la sostenibilidad del territorio y la protección del medio ambiente. «Los sistemas para prevenir los principales riesgos de la sequía permiten evitar otros más complejos que puedan derivar de ella, incluyendo la amenaza del cambio climático. Es posible reducir el riesgo de desertificación si nos esforzamos en entender su naturaleza compleja y buscamos medidas adaptativas para afrontarla», concluyen los expertos de las Naciones Unidas. Una acción coordinada capaz de reducir al mínimo los efectos de una crisis, de nuevo, inminente.