Se trata de un sistema de construcción adaptado al entorno natural para maximizar la eficiencia energética del inmueble.
Nuestras casas son, en cuanto hogar, los sitios donde vivimos, descansamos, disfrutamos e incluso, en algunos casos, trabajamos. Gran parte de nuestra vida discurre entre esas pocas paredes. También es en ellas donde consumimos gran parte de la energía que gastamos día a día. No solo a través de electrodomésticos como lavadoras, televisiones o lavavajillas: también es el caso de la calefacción en invierno y el aire acondicionado en verano. Para dar cabida a estas comodidades básicas, sin embargo, es esencial ser eficiente; es decir: utilizar la energía de forma racional para abastecer un inmueble, no gastando sin necesidad. Desde esta perspectiva lógica han surgido corrientes arquitectónicas tan populares en la actualidad como la llamada passivhaus (en castellano, ‘casa pasiva’).
Esta forma de construcción centra su existencia en España en seis pilares: un aislamiento térmico más robusto, la reducción de hasta diez veces los puentes térmicos con respecto a un edificio tradicional, unas ventanas de alta calidad con triples cristales, hermeticidad, ventilación mecánica controlada y una protección solar óptima. Para ello, la passivhaus utiliza los principios de la arquitectura bioclimática, cuyo diseño se centra en las condiciones climáticas y los recursos disponibles —como la luz solar, la vegetación, la lluvia o los vientos— para disminuir el consumo energético. Es decir, se trata de una construcción centrada en el confort, pero también en las bases ecológicas. En sí, no obstante, el concepto no es completamente nuevo: la arquitectura popular, por ejemplo, siempre ha tenido que enfrentarse a los avatares del clima con el menor gasto posible de energía. Hoy también tenemos que adaptarnos cuanto antes: según la Agencia Internacional de la Energía, el consumo de energía de los edificios ha aumentado un 7% desde 2010.
Para obtener el Estándar Passivhaus se necesita haber reducido en un 90% la demanda energética relativa a la calefacción
¿Pasividad o adaptación natural?
La construcción de la primera casa pasiva tuvo lugar en la ciudad alemana de Darmstadt, en 1991, y los resultados fueron notables. Su artífice, el científico Wolfgang Feist, logró reducir el consumo de energía en un 87% respecto a una vivienda tradicional. Hoy, incluso esa cifra parece quedarse corta: una vivienda que cumpla el llamado Estándar Passivhaus (marcado, a su vez, por el Passivhaus-Institut) deberá haber reducido en un 90% la demanda energética relativa a la calefacción.
Más allá de sus logros técnicos, el principal triunfo de las casas pasivas reside en su adaptación a las condiciones impuestas por el entorno. Al fin y al cabo, la propia expresión de «casa pasiva» se usa para definir los principios de captación, almacenamiento y distribución que la hacen capaz de «funcionar sola», sin aportaciones de energía exterior a través de técnicas sencillas, sin equipo o tecnología alguna. La disposición de sombras estratégicas en la vivienda, por ejemplo, ayuda a enfriar el hogar y a mantenerlo en unos límites térmicos razonables. De este modo, las passivhaus no son iguales en las zonas montañosas que en las costeras o desérticas: en las primeras, por ejemplo, es habitual buscar una ladera soleada que esté al resguardo de las rachas de viento, ubicando las ventanas hacia el sol del mediodía; en la última, en cambio, se suele buscar construir gruesos muros con los que elaborar una poderosa masa térmica. Son las condiciones del lugar las que dictan de forma natural las construcciones adaptándolas al medio ambiente, no al revés.
El consumo anual de energía por parte de una casa pasiva es alrededor de un 80% más bajo que el de las viviendas tradicionales
La diferencia económica en estos modelos de edificación puede ser considerable, llegando a suponer un ahorro de cientos de euros al año en gasto energético. Y es que, aunque el desembolso inicial puede ser mayor a la hora de comprar una vivienda, el consumo anual de energía por su parte se sitúa alrededor de un 80% más bajo, con lo que el coste «extra» se puede amortizar entre cinco y diez años: una inversión a largo plazo tanto para nuestros bolsillos como para el futuro del planeta.