Refugiado climático, migrante ambiental, desplazado climático, refugiado ecológico, refugiado medioambiental, eco-refugiado... La terminología que hasta hace poco sonaba a nueva ahora ocupa titulares por doquier. Sin embargo, el concepto viene de lejos: fue el profesor egipcio Essam El-Hinnawi quien lo empleó por vez primera en 1985 en un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Dos dos décadas después, la Premio Nobel de la Paz Wangari Maathai lo popularizó, dándole nombre a lo que es un realidad más que perceptible.
El informe del organismo dependiente de la ONU definía a los refugiados ambientales como “aquellos individuos que se han visto forzados a abandonar su hábitat tradicional, de manera temporal o permanente debido a un marcado trastorno ambiental, ya sea a causa de peligros naturales y/o provocado por la actividad humana”. No obstante, la Convención de Ginebra (conjunto normativo que regula el derecho internacional humanitario) no contempla motivos de tipo ambiental en su concepción de refugiado, a pesar de que los desplazamientos forzados causados por fenómenos como la desertización, el aumento del nivel del mar, las sequías extremas, las inundaciones o los desastres naturales son cada vez más frecuentes.
“Aunque han existido desde siempre, los desplazamientos actuales están relacionados ‒por lo general de forma indirecta‒ con los nuevos procesos de destrucción del hábitat y deterioro ambiental por dos tipos de dinámicas, ambas resultado de la acción humana: la crisis climática y sus impactos en forma de fenómenos meteorológicos extremos y súbitos, y los conflictos socioecológicos asociados a ‘proyectos de desarrollo’ como el extractivismo de la minería, los combustibles fósiles, la agricultura industrial, el acaparamiento de tierras y la construcción de grandes infraestructuras”, explica Nuria del Viso, investigadora de FUHEM Ecosocial.
“A ello se suma el efecto perverso de algunas iniciativas de adaptación climática que también generan un desplazamiento forzado, como es el caso del acaparamiento de tierras para cultivar biocombustibles, el llamado green grabbing, y la construcción de muros para afrontar la subida del nivel del mar que, por ejemplo, en las grandes ciudades del sudeste asiático ‒Bangkok, Yakarta o Manila‒ están generando la expulsión de la población más pobre y así hacer sitio, no solo a las infraestructuras de adaptación climática, sino también a edificios y viviendas de lujo”, apostilla del Viso.
El primer solicitante de asilo por causas medioambientales fue Ioane Teitiota, un ciudadano de Kiribati, un pequeño estado compuesto por 33 islas del Pacífico que está siendo engullido por el mar. Era 2015 y Nueva Zelanda denegó su petición. En la actualidad, muy pocos países han incorporado la figura del refugiado medioambiental a su ordenamiento jurídico. Acaso porque la mayoría de los desplazamientos ecológicos se producen en Asia, África subsahariana y algunas regiones de Centroamérica.
Aunque no hay estimaciones rigurosas, ACNUR asegura que, en la última década, 26,4 millones de personas se han desplazado forzosamente por los efectos del cambio climático. Una cada segundo. Sin olvidar que, independientemente de estas cifras, hay “personas y poblaciones, los más vulnerables, que no pueden desplazarse aunque lo deseen y se convierten en poblaciones atrapadas”, apunta del Viso.
“Estamos ante un problema de extrema gravedad. El último informe del Banco Mundial apunta a que en 2050, debido a los impactos del cambio climático, 140 millones de personas se verán obligadas a dejar sus casas. Solo el año pasado, 17,2 millones de personas tuvieron que hacerlo, y el número de afectados crece exponencialmente”, asegura Tatiana Nuno, responsable de Cambio Climático de Greenpeace España. Y las perspectivas no son halagüeñas: el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) estima que la subida del nivel del mar en 2100 puede ser de hasta 77 centímetros, lo que expondría a millones de personas tanto a inundaciones como a colapso de infraestructuras.
De hecho, la guerra abierta en Siria desde hace ocho años no solo se explica por motivaciones políticas sino también por un malestar social fruto de las adversidades medioambientales. En 2006, una sequía extrema obligó a más de millón y medio de personas a dejar su hogar para trasladarse a ciudades como Damasco o Alepo. La drástica disminución de lluvias (hasta en un 10%) y la subida de la temperatura media del país (en 1,2 grados) motivó que más de ochocientas mil granjas fuesen abandonadas. La desolación y desamparo de esos desplazados fue uno de los factores que influyó en la detonación de las violentas protestas de 2011, que culminaron en un sangriento conflicto. A a todo ello se le suma una tragedia más: la de la discriminación.
Según múltiples informes, las mujeres son las más afectadas por el cambio climático. “En la mayoría de los casos, las mujeres no son propietarias de las tierras, aunque las trabajan. Esto, unido a su mayor vinculación al territorio y a sus descendientes, hace que tengan menos recursos que los hombres para desplazarse o adaptarse, por lo que están más expuestas que ellos a estos terribles efectos”, concluye Nuno.
Sin embargo, esta situación es todavía reversible. En la Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP24) celebrada el pasado diciembre en Katowice (Polonia) se presentó un manual comunicativo sobre género y cambio climático para, según se estipula en el documento, “colocar a las mujeres en el centro de la crisis medioambiental que caracteriza nuestro siglo”. Un objetivo nada desdeñable. Los expertos en cambio climático coinciden que para que la transición ecológica sea justa, nadie debe quedarse atrás. Por el contrario, debe tener en cuenta al conjunto de la sociedad y reforzar, en la mayor medida de lo posible, las perspectivas y oportunidades de los más vulnerables.