Categoría: Cambio climático

¿Por qué habrá más eventos climatológicos extremos?

Australia ardió durante meses entre junio del 2019 y mayo del 2020. La temporada de huracanes del pasado año (entre mayo y noviembre) se cebó con la región del Atlántico hasta tal punto que la Organización Meteorológica Mundial (OMM) tuvo que tirar de letras del alfabeto griego para denominar a los ciclones, tras quedarse sin nombres en la lista (fue el año en el que más huracanes se formaron desde que se tienen registros). En ese mismo año, China e India sufrieron intensas inundaciones durante la temporada de monzones por las ingentes cantidades de lluvia… La lista podría continuar, pero con esto queda suficientemente claro que las catástrofes climáticas son cada vez más fuertes y frecuentes, y ninguna zona del planeta parece librarse de ellas. 

En los últimos 30 años los fenómenos naturales extremos se han triplicado

En los últimos 30 años este tipo de fenómenos naturales se ha triplicado, según los datos de Oxfam. Uno de los grandes culpables de esto es el cambio climático. La presión a la que los seres humanos hemos sometido al planeta afecta a la temperatura global y altera los patrones de precipitación. Estos cambios tienen consecuencias, que se traducen en tormentas, ciclones, huracanes, incendios, inundaciones, sequías, … Su frecuencia e intensidad son cada vez mayores y los expertos vaticinan un aumento de este tipo de desastres naturales. 

Según las previsiones del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS, por sus siglas en inglés), las distintas regiones del mundo pueden sufrir diferentes cambios climáticos. Por ejemplo, en América del Norte, es posible que disminuya la capa de nieve en las montañas occidentales; en África, que aumente la sequía; Asia puede experimentar más inundaciones; lo mismo en las zonas costeras de Europa (por el aumento del nivel del mar), además existir un riesgo de mayor erosión por tormentas.

El Mediterráneo, zona roja

Aunque ningún lugar del planeta se salva, el Mediterráneo es, según un reciente estudio realizado por Jorge Olcina de la Universidad de Alicante, una de las regiones donde estos problemas se harán cada vez más evidentes. Sobre todo, en el litoral. “Los extremos atmosféricos del clima de esta zona suponen un reto para la ordenación territorial y, en particular, para la planificación del ciclo urbano del agua. Las ciudades mediterráneas deben estar preparadas para soportar meses de escasa precipitación y, en sentido contrario, para aguantar lluvias torrenciales que originan anegamientos e inundaciones”, rezan las conclusiones del trabajo. Desastres climáticos que, a diferencia de otras épocas, no se pueden esperar en un periodo determinado del año, es decir, pueden ocurrir en cualquier momento. 

Los extremos atmosféricos del clima en el Mediterráneo “suponen un reto para la ordenación territorial y la planificación del ciclo urbano del agua”

Por ello, el autor del estudio considera necesaria una eficaz planificación urbana en la que serán necesarias la construcción de colectores de agua pluvial de gran capacidad, la adecuación de los sistemas tradicionales de alcantarillado a lluvias intensas, la creación de espacios públicos —como parques o explanadas— que sean indudables, y un sistema efectivo de alerta a las poblaciones que vivan en zonas con riesgo a inundaciones. 

“Las soluciones a esta cuestión deben plantearse y desarrollarse sin dilación para minimizar los impactos actuales de eventos de lluvia abundante y de intensidad horaria. Pero, además, estas condiciones tenderán a agravarse si se cumplen las previsiones de los modelos de cambio climático para el ámbito Mediterráneo, al prever un incremento en los episodios de precipitación intensa. Un aspecto que ya se manifiesta en los últimos años y que está originando elevados daños económicos y víctimas humanas en este sector peninsular”, concluye el estudio. 

Las claves de la Ley Europea del Clima

El clima es, para Europa, la última gran frontera. Al menos, este es el horizonte más cercano que se puede vislumbrar desde Bruselas. La propuesta de la Comisión Europea, aprobada oficialmente el pasado jueves 24 de junio por el propio parlamento, busca convertir los objetivos del Pacto Verde Europeo en fines legalmente vinculantes. Es decir, que la búsqueda de una sociedad climáticamente neutra —no liberar más gases de efecto invernadero de los que se pueden absorber— en 2050 es, hoy, un compromiso que se debe cumplir a ojos de la ley, dejando atrás la voluntariedad que habitualmente definía este tipo de acciones. Es lo que ya se conoce como Ley Europea del Clima, en la cual han llegado a participar incluso los propios ciudadanos (con hasta casi 1.000 contribuciones particulares).

La Ley Europea del Clima marca un nuevo hito con la nueva obligatoriedad de los límites y objetivos asentados en el Pacto Verde Europeo

«Celebro con gran satisfacción la conclusión de esta última fase de la adopción de la primera ley climática de la UE, que establece en la legislación el objetivo de neutralidad climática para 2050», expresaba la pasada semana João Pedro Matos Fernandes, ministro portugués de Medio Ambiente y Acción por el Clima. Para el continente es una conquista que marca un antes y un después en una batalla que ya se antoja dura: en menos de nueve años, la Unión Europea debe reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero en al menos un 55% respecto a los niveles de 1990. A todo ello se suma, además, un objetivo intermedio fechado para 2040 y, si bien aún sus cifras y metas están pendientes de hacer públicas, tal parada en el camino parece concebirse como una etapa de transición (así como, un termómetro de la situación) hacia la neutralidad que se debe alcanzar en 2050. Es por esta serie gradual de pasos por la que hoy se reconoce, a su vez, la necesidad de aumentar los sumideros de carbono en todo el continente. Así, se prevé promover una legislación más ambiciosa, preparándose ya proposiciones en este campo para el verano de este mismo año. 

Según reza la nueva ley, cada cinco años se examinarán los progresos registrados, en consonancia con el balance mundial del Acuerdo de París. De hecho, en una fecha tan cercana como 2023, la Comisión Europea evaluará la coherencia de las medidas nacionales y de la Unión con la meta de cumplir con la trayectoria de la forma más directa y sencilla posible. Cabe recordar que, de hecho, desde enero de este mismo año los Estados miembro de la Unión Europea participan en el programa CORSIA, un plan de compensación de carbono centrado en el recorte de emisiones derivado de la aviación internacional. En julio de este mismo año se prevé que la Comisión proponga revisar con celeridad todos los instrumentos políticos pertinentes para poder cumplir, así, las reducciones adicionales de emisiones para 2030.

En menos de nueve años, la UE debe reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero en al menos un 55% respecto a 1990

Esta nueva legislación, no obstante, tiene un objetivo evidente: garantizar que la transición hacia la neutralidad climática sea irreversible, ofreciendo así, además, una mayor previsión a los inversores y al resto de potenciales agentes económicos. Las ambiciones continentales, por tanto, son inéditas. La ley muestra incluso la existencia de un compromiso a favor no solo de la neutralidad, sino de las emisiones negativas a partir del año 2050. Otras de las disposiciones que prevén ayudar a la consecución de todas estas metas, además de la aplicación de políticas más estrictas, es la creación de un consejo científico consultivo de carácter continental, que proporcionaría asesoramiento científico independiente acerca del cambio climático y sus efectos. 

Según resumen desde Europa, esta ley «se focaliza en la efectiva transición alrededor de una sociedad próspera y justa, con una economía moderna, competitiva y eficiente en la gestión de los recursos». No obstante, esto no es algo que pueda lograr el poder ejecutivo europeo de una forma aislada. Es por ello que se prevé una colaboración activa con los sectores de la economía que opten por elaborar hojas de ruta voluntarias indicativas para alcanzar el objetivo de neutralidad climática en menos de tres décadas.
Fran Timmermans, vicepresidente de la Comisión Europea para el Pacto Verde Europeo, ya aseguró hace días que con esta nueva ley el continente «estará liderando el mundo no solo con palabras». Para el político neerlandés, la legislación es un gran paso adelante gracias a la disciplina que proporciona, ya que ahora los límites fijados en la propia legislación, lógicamente, serán obligatorios. Y si bien es consciente de que las metas climáticas promoverán discrepancias políticas, también avisa de que «esto no es el final, no es ni siquiera el principio del fin. Esto es, en el mejor de los casos, el final del principio».

¿Cómo afecta el cambio climático a los bosques del planeta?

Nuestro planeta es más verde que hace 60 años. Suena sorprendente. ¿Cómo es posible que la Tierra tenga más vegetación si la deforestación provocada por la actividad humana terminó con la vida de más de 10 millones de hectáreas entre 2015 y 2020? La explicación es compleja -y extensa- pero puede resumirse en una frase: los cambios en el uso y la cobertura del suelo están transformando una gran parte de la superficie de la tierra en nuevos bosques. El éxodo rural que tuvo como consecuencia el abandono de los cultivos, los cambios de temperatura en algunas zonas del planeta, la sustitución de especies naturales por especies agrícolas y, en definitiva, la transformación del globo a manos humanas, enverdecen cientos de zonas en el mundo.

No es una buena noticia. Aunque, como bien demostraron los científicos de la Universidad de Maryland (Estados Unidos) en un estudio publicado en la revista Nature, hemos sumado un total de 2,24 millones de kilómetros cuadrados de vegetación –lo que equivale al 7% de la superficie terrestre– nos encontramos ante bosques cada vez más enfermos que corren el riesgo de desequilibrar por completo y de forma definitiva la balanza de la vida en el planeta. En un futuro no muy lejano, pueden pasar de absorber el dióxido de carbono de la atmósfera a convertirse en una fuente de emisiones, provocando una aceleración desmesurada del cambio climático.

La absorción de carbono realizada por los bosques tocó techo en la década de los noventa. En 2010, ya se había desplomado un tercio

Así lo demuestra el nuevo estudio realizado por la Universidad de Leeds, que presenta la primera prueba a gran escala de que la absorción de carbono de los bosques tropicales ha iniciado ya un preocupante descenso. La investigación, publicada también en la revista Nature, describe el seguimiento de 300.000 árboles de más de 560 selvas tropicales durante 30 años y revela que la absorción de carbono llevada a cabo por estos bosques tocó techo en los años noventa para desplomarse un tercio en 2010. La causa: la degradación de las especies vegetales.

Hasta hoy, las emisiones derivadas de las actividades humanas nos ‘salían gratis’ gracias a los sumideros de carbono de los bosques y océanos. Sin embargo, ya nos enfrentamos a una fecha de caducidad: a mediados de 2030, calculan los científicos en su estudio, los bosques dejarán de absorber carbono para pasar a emitirlo. De hecho, el Amazonas –considerado como uno de los mayores sumideros de dióxido de carbono– ya ha dejado de ser el pulmón del planeta: después de casi una década de sequías, incendios y deforestación, este bosque acabó liberando casi un 20% más de dióxido de carbono a la atmósfera de lo que absorbió (un total de 16,6 mil millones de toneladas). 

«Hemos empezado a entender ahora por qué los bosques están cambiando. Los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera, la temperatura, las sequías y la dinámica forestal son factores clave», explica Wannes Hubau, uno de los investigadores encargados del proyecto que ha analizado ese medio centenar de bosques. «Los mayores valores de dióxido de carbono aceleran el crecimiento de los árboles; sin embargo, año tras año, este efecto se ve contrarrestado por los impactos negativos que ocasionan las temperaturas más altas y las sequías, que reducen su tasa de crecimiento y aumentan su mortalidad».

La solución: ¿plantar más árboles?

El dióxido de carbono es una parte esencial del proceso de alimentación de las plantas. A través de la fotosíntesis, lo transforman en nutrientes esenciales liberando toneladas de oxígeno como residuo a la atmósfera. En un contexto de cambio climático como el actual, cuantos más cambios sufran las condiciones de su entorno –aumento de temperatura, acidificación del suelo–, más despacio crecerán y más débiles serán. Otra investigación, esta vez liderada por la Universidad Western Sydney (Australia), decidió exponer a un bosque tropical maduro (sin grandes perturbaciones antrópicas como incendios o talas) a una concentración artificial de CO2 que simulaba las condiciones atmosféricas que se darían entre 2030 y 2040 para concluir que, de cara a elaborar planes para mitigar nuestras emisiones de gases efecto invernadero, tenemos que poner sobre la mesa el hecho –científicamente demostrado– de que los árboles del planeta no tienen la fórmula mágica para resolver el calentamiento global. En el estudio, los bosques jóvenes sí eran capaces de absorber dióxido de carbono ‘extra’, lo que demuestra que el efecto poco a poco se va amortiguando.

De no resolverse el daño que el cambio climático provoca en los bosques, en 2030 estos dejarán de absorber dióxido de carbono para comenzar a emitirlo

¿Cuáles son las posibles soluciones? Las respuestas suelen apostar por lo matemático, por una simple resta. De hecho, a principios de año, un estudio aseguraba que una gran reforestación podría reducir en un 25% las emisiones de dióxido de carbono. El resultado, sin embargo, no fue bien recibido por gran parte de la comunidad científica. «Son estudios enormemente conflictivos. Muchos dirigentes se alegraron al leerlo porque pensaron: ‘Fantástico, ya no tengo que reducir mis emisiones porque si planto miles de árboles lo voy a neutralizar’... y no es así», criticaba en una entrevista Teresa Gimeno, una de las científicas que llevó a cabo la investigación de la universidad australiana. «Ya hemos demostrado que la capacidad de sumidero de CO2 de nuestros sistemas es menor de lo que pensábamos y que, además, se amortigua con el tiempo. Si encima mantenemos nuestro ritmo y acabamos destruyendo los ecosistemas que nos quedan, emitiremos más carbono a la atmósfera de golpe que lo que luego vamos a ser capaces de absorber plantando árboles».

Motivado por este tipo de estudios, el mismo Foro de Davos propuso la iniciativa Trillion Trees (Un Billón de Árboles) que buscaba plantar ese número para luchar contra el cambio climático. Sin embargo, para compensar tan solo una pequeña parte de las emisiones globales, asegura James Temple, del MIT Technology Review, «deberíamos plantar y proteger una cantidad enorme de árboles durante décadas haciendo frente a sequías, incendios forestales, plagas y deforestación». Y no tenemos un buen historial en esta materia: solo en España, más de siete millones de hectáreas forestales han sido calcinadas, con sus correspondientes emisiones a la atmósfera. 


En este contexto, la solución pasa –inevitablemente– por reducir la presión que nuestras actividades ponen sobre los ecosistemas. Según las Naciones Unidas, cada año se pierden más de 4,7 millones de hectáreas de bosque. Aunque parezca que el planeta es más verde que hace 60 años, su salud está mucho más dañada y sus pulmones se dirigen hacia un trágico final. ¿De qué sirve tener bosques si no pueden respirar?

A tiempo de recuperar nuestros ecosistemas

¿Sabías que solo el 3% de los ecosistemas terrestres sigue intacto? Así lo señala el último estudio sobre la situación de la biodiversidad de la Tierra, publicado por la organización Frontiers in Forests and Global Change. Un informe que afirma que este pequeño porcentaje es todo lo que queda “ecológicamente intacto” y donde todavía se pueden encontrar comunidades vivas de flora y fauna original. O lo que es lo mismo, aquellos lugares cuyo hábitat no ha sido alterado por la acción de los seres humanos y los efectos del cambio climático. Estas zonas inalteradas se concentran en las selvas tropicales del Amazonas y el Congo, la parte más este de la planicie helada de Siberia, los bosques y tundra del norte de Canadá y el desierto del Sáhara. Pero, ¿de verdad solo queda íntegra esta ínfima parte de nuestro planeta? ¿Qué pasa entonces con esas imágenes áreas que tantas veces vemos de frondosos follajes selváticos, extensos mantos blancos de permafrost o espléndidas dunas desérticas? ¿En serio no cubren más del 3%? Ahí está la clave. Según los investigadores de este documento, lo que estas fotografías no muestran es la desaparición de un buen número de especies vitales para el correcto funcionamiento y desarrollo de los diferentes ecosistemas.

Reintroducir especies animales que han desaparecido podría aumentar las áreas ecológicas intactas hasta un 20%

A partir de un estudio de la interacción de la fauna con la superficie terrestre global, la investigación ha evaluado cuántas regiones conservan aún zonas que puedan considerarse Áreas Clave de Biodiversidad, basándose en el concepto de “integridad ecológica”; es decir, la capacidad de un ecosistema para funcionar saludablemente y mantener su biodiversidad debido a que su hábitat, fauna y funcionalidad están intactos. Sobre este escenario, además, han incluido la pérdida de especies por zonas y el resultado ha sido un mapa que muestra el estado de la biodiversidad en toda la Tierra. Un trabajo que hace pensar en la urgencia de recuperar nuestro entorno. Para ello, una de las soluciones más efectivas sería reintroducir especies animales que han desaparecido. Si aplicásemos medidas como esta, “sería posible aumentar las áreas ecológicas intactas hasta un 20% en zonas donde la actividad humana sea relativamente baja”, señala Andrew Plumptre, uno de los autores del estudio que ha liderado la investigación. 

La reintroducción paulatina y específica como forma de recuperación de la biodiversidad es una práctica por la que abogan muchos expertos, como David Attenborough, presentador e historiador de la naturaleza, que en su último documental y libro (Una vida en nuestro planeta) explica el caso de los lobos del Parque Nacional de Yellowstone (California, Estados Unidos), que también resaltan Plumptre y su equipo en su investigación. A finales de los años 80, el lobo desapareció de Yellowstone, lo que llevó a que hordas de ciervos campasen a sus anchas a lo largo de los numerosos valles fluviales y desfiladeros del parque, rumiando y arrasando con arbustos y matorrales de todo tipo. Viendo peligrar la continuidad de la biodiversidad del parque, las autoridades reintrodujeron el lobo en 1995, lo que obligó a los ciervos a modificar su rutina, que empezaron a pasar más tiempo entre los bosques en vez de pastando tranquilamente en zonas abiertas. Así, seis años después y de forma natural, Yellowstone recuperó buena parte de sus árboles y plantas, que florecieron y dieron frutos de nuevo, los pájaros y aves volvieron a sus ramas y hasta creció el número de castores y bisontes. Todo un acontecimiento que puso de manifiesto el poder de la naturaleza y su capacidad de regeneración cuando las circunstancias son favorables. 

Entre 2021 y 2030 la restauración de 350 millones de hectáreas degradadas podría eliminar hasta 26 gigatones de gases de efecto invernadero

Además de la reintroducción de especies, frenar, revertir y restaurar los ecosistemas es de vital importancia para recuperar la biodiversidad de la Tierra. Según estimaciones de Naciones Unidas, entre 2021 y 2030 la restauración de 350 millones de hectáreas degradadas -tanto terrestres como acuáticas- podría eliminar hasta 26 gigatones de gases de efecto invernadero y generar hasta 9 trillones de dólares en servicios de ecosistemas.

Entre las claves para alcanzar los objetivos de restauración y recuperación del entorno pasa por involucrar a las comunidades locales en el proceso. Según señala el citado estudio de Frontiers in Forests and Global Change, la mayoría de los espacios intactos aún vigentes se encuentran en territorios gestionados por comunidades locales. Y de nuevo, Attenborough lo resalta en su libro: “un cambio positivo solo durará en el tiempo si las comunidades locales están totalmente implicadas en el desarrollo de los planes y se benefician directamente de un aumento de la biodiversidad”. Porque, al final, proteger el planeta y restaurar los ecosistemas es una tarea de todos.

Las claves de la COP26 de Glasgow

Superado el momento más duro de la pandemia en muchos países, poco a poco, toca volver a poner el foco en dar respuesta a otra gran emergencia: la climática. Recientemente, las Naciones Unidas recordaron que aún estamos muy lejos de alcanzar el objetivo de limitar el aumento de la temperatura mundial a 1,5 grados, una meta que la mayor parte de los estados firmaron en el Acuerdo de París. 

«Necesitamos ser más ambiciosos en la mitigación, en nuestra adaptación y, también, en la financiación», afirmaba en febrero de este año António Guterres, titular de la ONU. «Este año es crucial en la lucha contra el cambio climático». Las declaraciones no perseguían otro objetivo que el de animar a los Estados miembros a aprovechar el impulso en el camino hacia la Conferencia anual de la ONU sobre el clima (COP26), el evento climático mundial por excelencia, encuentro obligado a frenar en seco el pasado mes de noviembre y esperar a que las restricciones de la crisis sanitaria permitieran llevarlo a cabo. 

ONU: «Este año es uno crucial en la lucha contra el cambio climático»

Ahora, si todo va bien, la COP26 se celebrará en Glasgow (Reino Unido) del 1 al 12 de noviembre de 2021 y reunirá a más de 200 representantes de gobiernos de todo el mundo para trabajar a toda velocidad en la acción climática y encontrar un consenso que permita el cumplimiento del Acuerdo de París a tiempo. Para hacerlo, ya está elaborado el conocido como Paris Rulebook, un documento donde se recogen todas las medidas que deben ser implementadas para cumplir con el acuerdo y llevar la economía hacia la neutralidad. Toda una declaración de intenciones sobre la apuesta por la cooperación internacional que hará frente a los principales retos a los que se enfrenta la humanidad: fin de la pobreza, hambre cero, salud y bienestar, energía asequible, igualdad, ciudades sostenibles y ecosistemas protegidos, entre otros.

Para pavimentar el camino, los líderes de las naciones participantes en la COP26 están realizando a lo largo de mayo negociaciones virtuales para dar las primeras pinceladas de ese nuevo compromiso y llegar a noviembre con un papel lleno de propuestas concretas que poner sobre la mesa (virtual). Esta ‘Pre-cop’, no obstante, no es nueva. Viene realizándose siempre unas semanas antes de cada Conferencia del Clima y esta vez se adelanta de forma virtual. Además, tendrá como cada año su encuentro previo presencial, que tendrá lugar en Milán entre el 30 de septiembre y el 2 de octubre.

¿Qué nos jugamos en Glasgow?

Las líneas de acción de esta COP26 responderán a algo tan evidente como la propia realidad. El año pasado no solo será recordado por la pandemia, también por recibir el triste premio del tercer año más caluroso desde que se tiene constancia, un ejemplo de las rápidas alteraciones que está sufriendo el planeta y que necesitamos frenar. Patricia Espinosa, secretaria ejecutiva de la ONU de Cambio Climático, va directa al grano: «2021 será el año más importante para el cambio climático desde la adopción del Acuerdo de París». Así lo aseguró a principios de febrero, cuando se anunció que la cumbre se celebraría en noviembre en lugar de abril debido a las restricciones anti-covid.

De esta forma, enumeró lo que ella considera las claves del éxito para la Conferencia del Clima: que se cumplan las promesas hechas a los países en desarrollo, especialmente la de movilizar 100.000 millones de dólares anuales en financiación climática; que los gobiernos concluyan los temas pendientes y las negociaciones para aplicar plenamente el Acuerdo de París; que los países disminuyan las emisiones y aumenten la ambición climática, tanto en la reducción de CO2 como en la adaptación a los –inevitables– impactos del cambio climático y, por último, que no se deje de lado ninguna voz o solución, firmando un nuevo compromiso con los observadores e, incluso, los interesados que no formen parte de la COP26. 

El objetivo final de la COP26 es actualizar los compromisos de los Estados para acelerar el cumplimiento con el Acuerdo de París

En este sentido, la Cumbre del Clima de Glasgow pondrá el foco sobre lo que considera prioridades a resolver urgentemente, como la descarbonización o la transformación verde del sistema financiero, de manera que todos los países puedan impulsar inversiones limpias. Además, los líderes mundiales tendrán que llegar a un consenso de cara a ser más transparentes y ayudar a las sociedades y economías a adaptarse al cambio climático (especialmente las más vulnerables), comprometiéndose a alcanzar las emisiones netas lo antes posible a través de recortes notables antes de 2030. Para ello, como marca el planning de la COP26, los líderes deberán comprometerse a acelerar la transición real hacia el transporte sin emisiones de carbono, eliminando motores de gasolina y diésel, y apostando por la innovación y el compromiso, tanto de inversores como de ciudadanos.

Todas estas líneas de actuación irán recogidas en un paquete de medidas equilibrado que establezca los pasos para cumplir con el Acuerdo de París. Si todo va como se espera, este será el producto final de la reunión y afianzará más la lucha climática. Por si no fuera suficiente, el Reino Unido, como país organizador, se ha comprometido a reforzar los lazos institucionales con los países, implicando también a actores sociales como las redes ciudadanas o los colectivos activistas. De hecho, en colaboración con Chile, ha lanzado una serie de consultas mensuales para cubrir los principales puntos de las negociaciones, facilitando el trabajo de los técnicos para así poder incluir hasta la más ínfima preocupación en relación con el planeta. Nadie lo duda: es hora de ponerse las pilas, y, esta vez, de verdad. 

Y es que, a ojos de Espinosa, a pesar de la doble crisis de la COVID-19 y el cambio climático, «la humanidad nunca antes había tenido el poder de determinar consciente y colectivamente su trayectoria futura y su destino final». Hay que verlo como una oportunidad dorada para construir «un futuro resiliente, sostenible y próspero para todos».

¿Cómo son las leyes de cambio climático y transición energética europeas?

La nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética que ha aprobado el Congreso de los Diputados sienta las bases para construir un futuro más verde. Con ella se prevé cumplir los compromisos internacionales marcados para alcanzar antes de 2050 lo que se conoce como neutralidad climática, es decir, que el país solo pueda emitir los gases de efecto invernadero que se puedan equilibrar y sean iguales (o menores) a los que se eliminan a través de la absorción natural del planeta. 

Pero los beneficios de este nuevo marco normativo se notarán mucho antes. En el año 2030, las medidas que marca esta ley permitirán realizar grandes cambios, entre los que se hallan la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero en un mínimo de un 23% respecto a las de 1990, una penetración de energías renovables de un 42% y la configuración de un mix de generación eléctrico con al menos un 74% del total producido a partir de energías de origen renovable.

En 2030 habrá una penetración de energías renovables de un 42%

Se trata, por tanto, de un firme paso hacia adelante que anticipa una revolución económica largamente esperada. Véanse, por ejemplo, las acciones relativas al actual parque móvil en España—casi el 30% de las emisiones de gases invernadero en 2019 cifran su origen en el sector transportes—: en 2040, como muy tarde, no será posible vender turismos y vehículos comerciales ligeros nuevos que emitan dióxido de carbono. Esto no solo incluye la promoción de vehículos eléctricos, sino también multitud de planes de movilidad sostenible. Algo similar ocurre con la industria, que aún ha de transformarse en gran medida. Unos avances que no solo tendrán un impacto positivo en la naturaleza, sino que también significarán la construcción de una economía más competitiva y resiliente.

Recientemente Teresa Ribera, vicepresidenta cuarta y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, señalaba que “se aprueba una ley de clima enormemente ambiciosa como resultado de un trabajo conjunto sobre el que todavía, seguro, queda margen para seguir mejorando en una trayectoria que no es lineal, sino que debe incrementarse progresivamente conforme vayamos alcanzando velocidad de crucero en el tiempo por venir, porque en el cambio climático llegamos tarde”.

Un problema global, un problema europeo

Los estándares de la nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética son a día de hoy más altos que aquellos marcados por la propia Unión Europea. Mientras desde Bruselas consideran necesario un aumento de la eficiencia energética entre el 36% y el 37% para el año 2030, el objetivo español se sitúa en un 39,5%. La nueva ley española, de hecho, se enmarca dentro de la nueva oleada legislativa que está experimentando todo el continente.

Mientras desde Bruselas consideran necesario un aumento de la eficiencia energética entre el 36% y el 37% para el año 2030, el objetivo español se sitúa en un 39,5%

Si miramos hacia el centro de Europa, Alemania, por ejemplo, coincide plenamente con España —y con sus compromisos internacionales— en el hecho de situar como objetivo la neutralidad climática en el año 2050. Los países más cercanos también dejan constancia de una cultura climática cada vez más asentada. Reino Unido, por ejemplo, cifra su reducción de emisiones en un 68% para el año 2030, algo que escalaría hasta el 78% en el año 2035. Su neutralidad, como es habitual a causa de los compromisos internacionales, también sería en el 2050. Francia se antoja como uno de los países más similares a España —junto con Hungría e Irlanda— en este sentido, con un 40% previsto en relación a la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.


La legislación general, no obstante, es común a cada uno de los países, que siguen líneas más o menos compartidas: la limitación a los combustibles fósiles, el impulso a las energías renovables y hasta la promoción de viviendas energéticamente eficientes. Incluso la prohibición del fracking —técnica de fractura hidráulica para aumentar la extracción de gas y petróleo— se antoja común: Alemania, Italia, Francia o Suiza ya lo han prohibido también. Un camino que se inicia con la nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética en nuestro país que no solo se plantea como interesante comienzo, sino que se dibuja como una evolución positiva sin marcha atrás.

Movilidad sostenible: más allá del vehículo eléctrico

Nuestras ciudades serán el escenario de la lucha contra el cambio climático durante las próximas décadas y que triunfemos en nuestros objetivos dependerá en gran medida de cómo nos movamos en ellas. La movilidad urbana es uno de los principales generadores de emisiones de CO2 a la atmósfera. Concretamente produce 35,1 millones de toneladas de CO2, de los que el 75,5% procede de los coches, por lo que su correcta gestión es clave para la actual crisis climática. 

La movilidad urbana es uno de los principales generadores de emisiones de CO2 a la atmósfera

El pasado mes de abril se aprobó en el Senado la que será la primera ley española que busque frenar las causas y mitigar las consecuencias de la crisis climática: la Ley de Cambio Climático y Transición Energética. Este proyecto de ley tiene como uno de sus pilares el fomento de una movilidad sin emisiones, poniendo especial atención en la transición hacia un modelo donde el vehículo privado deje de depender de combustibles fósiles (el transporte supone el 68% del crudo consumido) potenciando el coche eléctrico. Este impulso se materializa en facilidades para la adquisición de este tipo de vehículos y la transformación de nuestro parque móvil mediante incentivos económicos o mayor número de puntos de recarga, entre otras medidas. 

Ahora bien,la movilidad sostenible pasa también por volver a considerar al peatón como actor central del tablero y facilitar modos de transporte no motorizados.Medidas menos llamativas, como peatonalizaciones o creación de nuevas tarifas en el transporte público, terminan por ser el núcleo de los planes que promueven un nuevo tipo de movilidad en la ciudad, como el caso de los Planes de Movilidad Urbana Sostenible que han adoptado diversas ciudades y municipios españoles. Devolver la ciudad al peatón y recuperar itinerarios hasta ahora copados por los vehículos privados es esencial para una correcta articulación urbana: la eliminación de barreras arquitectónicas en las aceras que dificulten o interrumpan el trayecto, la creación de plataformas únicas (acerados al mismo nivel que la carretera), la ampliación de los carriles bici, o una correcta comunicación de posibles cortes o incidentes, a través de medios digitales, son medidas que fomentan el movimiento del peatón y las bicicletas.

Recuperar el ‘derecho a la ciudad’

El derecho a la ciudad defiende la capacidad que cada persona tiene de participar y transformar nuestras ciudades, pero para ello hace falta que podamos movernos por ellas, habitarlas, y participar en sus procesos. La mejor forma de vivir la ciudad es a través de sus espacios públicos. 

El fomento de una mayor equidad social a través del derecho a la ciudad entre todos sus habitantes, independientemente de su lugar de residencia o nivel socioeconómico, encuentra en el transporte público su principal forma de acción. Para el Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE), un transporte público eficaz es sinónimo de una gestión eficiente y sostenible del sistema de movilidad urbano. Asimismo, permite reducir la congestión de nuestras calles y las emisiones, lo que lo convierte en una alternativa que mejora la calidad de vida en nuestras ciudades y fomenta el desarrollo económico. Por ello, es necesario que se apueste por un transporte público asequible y de calidad, con una correcta articulación de los nodos y recorridos (a través de la creación de intercambiadores en centros estratégicos, creación de carriles bus, unificación de tarifas, etc.). 

Un transporte público eficaz es sinónimo de una gestión eficiente y sostenible del sistema de movilidad urbano

Por otro lado, en los últimos años, las modalidades de movilidad compartida han estado en auge ya que se han presentado como una alternativa flexible y económica. Desde el alquiler de coches compartidos en la ciudad, hasta la planificación de rutas al trabajo de los empleados de una misma compañía. Sin embargo, este tipo de modalidad compartida privada corre el riesgo de verse afectado por el actual escenario de pandemia. Se hace necesario, entonces, una correcta gestión e implementación de medidas sanitarias que permitan dar continuidad a los aspectos positivos que ofrece esta alternativa.

Todas estas medidas, correctamente gestionadas e implementadas, conforman el modelo de la movilidad urbana intermodal, que conjuga el uso de medios de movilidad blanda, es decir, aquellos que no usan un vehículo a motor, con el uso de vehículos de cero emisiones o compartidos. El coche eléctrico es una de las principales medidas que podemos adoptar en un futuro inmediato para reducir las emisiones, pero es necesario contemplar otro tipo de opciones para una visión integrada de la movilidad urbana que nos permita un cambio de modelo para unas ciudades más justas y sanas.

La cumbre del clima de Joe Biden

Joe Biden ha cumplido en el mes de mayo sus primeros 100 días como Presidente de Estados Unidos. Una agenda política descrita como «una de las más ambiciosas de Estados Unidos», y en la que Biden ya dejó entrever el giro ambiental que daría el país después de anunciar su vuelta al Acuerdo de París. A este compromiso se han sumado otros como la reducción de subvenciones para el sector de los combustibles fósiles, el bloqueo de nuevas concesiones para extracciones o la protección del 30% de las tierras y áreas marítimas del país antes del año 2030.

Y ahora ha llegado uno de esos planes transversales que anunció al principio de la investidura: el American Jobs Plan, un paquete económico para reconstruir infraestructuras y reformular la economía con el que el Gobierno de Estados Unidos espera, tras invertir más de dos billones de dólares, «crear la economía más resiliente e innovadora del mundo», en palabras del propio presidente. Entre otras medidas, como la renovación de puentes o la retirada de las contaminantes tuberías de plomo en los sistemas sanitarios, este paquete da vida al llamado Clean Electricity Standard, un decreto federal que obligará a generar por ley un cierto porcentaje de electricidad a partir de energías renovables.

Siguiendo esta línea, se espera que la Administración Biden también invierta 46 millones de dólares en la adquisición de vehículos eléctricos y 35 millones en el desarrollo nuevos programas tecnológicos de cara a fomentar la sostenibilidad. La proyección también incluye otros 50 millones para «garantizar la resiliencia de las infraestructuras» frente a incendios forestales, inundaciones y huracanes. Haciendo uso de la transversalidad, el programa también reserva 16 millones para ubicar a los trabajadores de plantas de combustibles fósiles en nuevos puestos de energías renovables. Cientos de objetivos bajo una misma misión: abordar, de una vez por todas, la transición energética.

Siguiente paso: la ‘cumbre del clima de Biden’

«Juntos podemos hacerlo». Con estas palabras, Joe Biden puso punto y final delante de la webcam de la Casa Blanca a la conocida como ‘Cumbre del Clima de Biden’, un encuentro que reunió alrededor de las pantallas de todo el mundo a más de 40 líderes mundiales como antesala a la COP26 planificada en Glasgow a finales de este año. La convocatoria, celebrada el 24 y el 25 de abril, sirvió para afianzar públicamente el nuevo –y ambicioso– compromiso de Estados Unidos con la lucha climática.

Estados Unidos se marca un drástico objetivo: disminuir las emisiones entre el 50 y el 52% respecto a los niveles de 2005 para 2030

Al evento, que llevó cuatro meses de preparación, no solo se presentaron los jefes de estado, incluido el presidente Pedro Sánchez, sino también ministros, activistas, filántropos y diversos sectores medioambientales con la ambición de generar una conversación transversal capaz de relanzar los compromisos adoptados en el Acuerdo de París. «Nuestros compromisos deben hacerse realidad, de otro modo, no son más que humo», aseguraba Joe Biden en su intervención. «Las naciones que trabajen conjuntamente invirtiendo en una economía más limpia recogerán los beneficios para sus ciudadanos».

Esta línea económica ha sido, precisamente, uno de los aspectos vertebradores del guión de esta cumbre. Para el presidente estadounidense, al igual que para el resto de representantes políticos que se han dado cita en el evento, la transición energética y el desarrollo de tecnologías innovadoras son los ingredientes básicos para frenar a tiempo el cambio climático. «Que alguien me diga una forma con la que podamos crear tantos puestos de trabajo y generar tanta riqueza como en esta lucha climática», retó Biden a sus invitados. 

El guante lo recogió el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, al centrar su discurso en las oportunidades económicas que representa la transición verde y terminar poniendo dos promesas sobre la mesa: «España os escucha alto y claro. Desde el Gobierno movilizaremos más de 230.000 millones de euros para crear hasta 350.000 empleos, la mayor parte de ellos en el sector de la manufacturación y la construcción», aseguró, para terminar añadiendo que en 2022, nuestro país habrá reducido en un 85% la energía eléctrica procedente de combustibles fósiles. Un paso más para evitar llegar a ese aumento de 1,5 grados en la temperatura global, conocido como el  ‘punto de no retorno’ en la crisis climática.

España habrá reducido en un 85% la energía eléctrica procedente de combustibles fósiles en 2022

Los compromisos del resto de países

Tras dos días de intervenciones y debates, esta particular cumbre del clima se cerró con media docena de compromisos. Empezando por los del anfitrión, Estados Unidos, que se ha marcado a sí mismo un drástico objetivo: disminuir las emisiones entre el 50 y el 52% respecto a los niveles de 2005 para 2030 con el objetivo de descarbonizar la economía estadounidense en 2050. La promesa llega como una bocanada de aire fresco en el reto climático, ya que este país es el segundo mayor responsable de las emisiones mundiales de CO2. «Es un imperativo moral, y no hay otra opción», aprovechó para subrayar Biden.

«Estoy encantada de ver que Estados Unidos ha vuelto», aplaudió la canciller alemana Ángela Merkel tras conocer los nuevos compromisos del país. Precisamente, la Unión Europea anunció que reducirá sus emisiones en al menos el 55% para 2030 con relación a 1990, aprovechando también el avance de Reino Unido tras comprometerse a disminuir las suyas un 78% en 2035 respecto a la misma referencia. Además, la entidad europea aprovechó para recalcar la importancia de mecanismos como los bonos verdes o la imposición de un precio al carbono.

China, el mayor emisor a nivel mundial (responsable del 28% de las emisiones globales), no anunció nuevos compromisos climáticos, pero sí hizo hincapié en su objetivo de llegar al tope de las emisiones de carbono antes de 2030 y alcanzar la neutralidad a partir de 2060. «El tiempo que le tomaría a China cumplir esos objetivos es más corto que en los países desarrollados y requiere un arduo trabajo», argumentó Xi Jiping, el presidente del país, para acabar prometiendo que «China aumentará sus contribuciones previstas mediante la adopción de políticas y medidas más enérgicas».  

Japón, por su parte, aumentó su esfuerzo para evitar el colapso climático marcándose una reducción del 46% para 2030 con respecto a 2013. Corea del Sur, el tercer mayor inversor en plantas de carbón a nivel mundial, se comprometió a dejar de financiar estos proyectos en el extranjero. Por otro lado, Canadá marcó la línea de meta en la reducción entre el 40 y 45% de emisiones para 2030, aunque en comparación con los niveles de 2005. India, por otro lado, se comprometió a instalar 450GW de tecnología renovable para el año 2030 y a iniciar conversaciones con Biden para impulsar la inversión verde en el país.

No faltaron tampoco las promesas para apostar por combustibles alternativos como el hidrógeno verde por parte de China, Australia, Rusia y Brasil. Este último país se ha convertido, de hecho, en uno de los protagonistas de la cumbre después de que su presidente Jair Bolsonaro, con un tono más moderado, se comprometiera a alcanzar la neutralidad para 2050, diez años antes del anterior compromiso medioambiental del país, y acabar con la deforestación ilegal de la Amazonía en 2050, a pesar de que Latinoamérica es solo responsable de menos del 3% de los gases de efecto invernadero.

El compromiso político escuchado estos días marca una nueva era en la Agenda 2030 con los países más influyentes del mundo aunando conversaciones y alcanzando ambiciosos acuerdos para enfrascarse en una lucha climática más intensa que permita frenar el daño que le estamos provocando al planeta. 

Así afecta el calentamiento global a los ríos españoles

Es ya un hecho probado que el cambio climático afecta a los ríos que, al igual que arterias en un cuerpo, riegan el globo terráqueo. Todos ellos, conforme va avanzando el cambio climático, son susceptibles de verse afectados en mayor o menor medida por las transformaciones ambientales fruto de la contaminación y de las emisiones de gases de efecto invernadero. En el imaginario colectivo estas consecuencias se vislumbran en forma de sequías, una reducción brusca del caudal de los ríos. No obstante, esta idea no es del todo precisa: la balanza, al parecer, puede inclinarse tanto en este sentido como hacia el de las inundaciones y desbordamientos

Se han producido impactos hasta en un 53% de la diversidad de las cuencas fluviales mundiales.

Si bien el cambio climático suele, efectivamente, producir sequías y evotranspiraciones —esto es, la pérdida de humedad de una superficie por evaporación directa, así como la pérdida de agua por transpiración de la vegetación—, en otros casos el resultado no es ni mucho menos similar. Un estudio publicado recientemente en la revista Science indica que la complejidad de las tendencias hidrológicas, en relación con los efectos climáticos, puede llegar a producir algunos casos de incremento de volumen en el caudal de agua de los ríos. Para los investigadores hay dos factores clave en este sentido: el aumento de las precipitaciones torrenciales en determinadas zonas geográficas, y el deshielo en áreas cubiertas históricamente por glaciares. Tal como destaca el estudio, “el cambio climático es el factor causal que influye en la magnitud de los caudales de los ríos a nivel mundial”. A lo que se suman variaciones en la diversidad de un 53% en las cuencas fluviales mundiales como consecuencia de la propia actividad humana. 

En España la sequía como principal foco de preocupación

Los efectos del cambio climático, no obstante, están unidos a multiplicidad de factores y consecuencias. Así lo demuestra uno de los últimos informes del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Impactos y riesgos derivados del cambio climático en España, que indica que la reducción del caudal en los ríos —algo que ocurre a menudo, sobre todo en áreas de clima mediterráneo— puede llevar, entre otras cosas, a la reducción de la producción hidroeléctrica. 

Así, los riesgos inherentes al cambio climático se ven íntimamente relacionados: un caudal escaso —o incluso los cambios en sus patrones estacionales habituales— conllevan un riesgo de cambio en la biodiversidad de las comunidades acuáticas y, por supuesto, a una mayor probabilidad de reducir la disponibilidad de recursos hídricos para todo tipo de usos. Según el informe, la evolución en este sentido es nítida: los grandes cambios en los sistemas hidrogeológicos del territorio nacional vienen impulsados por ríos que se han secado, humedales que han desaparecido y acuíferos intensamente explotados durante años. 

Durante la segunda mitad del siglo XX, la capacidad de uso de los ríos españoles se redujo entre un 10% y un 20%

Algunas de las predicciones que desglosa este documento incluyen una “tendencia general de descenso de la humedad”, así como un aumento “en la intensidad y magnitud de las sequías bajo escenarios de cambio climático”. Algo producido, principalmente, por los efectos de la reducción de las precipitaciones y el aumento de la evapotranspiración. Todo esto, a su vez, afectaría también a las recargas de agua subterráneas, reduciendo la aportación de éstas a los ríos, causando de nuevo una evolución decreciente en sus caudales. No es algo anecdótico: ya durante la segunda mitad del siglo XX, la capacidad de uso de los ríos españoles se redujo entre un 10% y un 20%, lo que indica una tendencia de fuerza considerable.

Sin embargo, tras el cambio climático se perfilan otros impactos adversos, como es el caso de la contaminación y la intrusión salina —causada, entre otros aspectos, por el aumento del nivel del mar— que puede volver inservible grandes fuentes de agua dulce, tanto para el consumo como para otros de sus usos, entre los que se incluyen los industriales y energéticos. Hoy, incluso en posibles escenarios de bajas emisiones, se prevén ya considerables repercusiones sobre el ciclo hidrológico, lo que se traduce en una disminución no solo de la disponibilidad del agua, sino también de su calidad.

De este modo, si bien hasta 2030 las simulaciones realizadas en algunos estudios sugieren un cierto aumento del caudal en las estaciones de primavera e invierno, las proyecciones para el horizonte más lejano, situado entre 2060 y 2090, están determinadas por el seguro descenso de los caudales en todas las estaciones del año. 

Así afecta el aire del Sahara al clima y a nuestra salud

En febrero y marzo de este año Europa, y con especial intensidad España, cambió repentinamente de color: los cielos del continente, como las lentes de unas gafas, se de  un tono naranja debido a sucesivas oleadas de polvo proveniente del Sahara. La particular belleza que azotó el territorio europeo, sin embargo, era peligrosa; el aire era nocivo para la salud. Según los observatorios universitarios de Londres, Manchester y Birmingham el polvo saharaui que había traído el viento contenía principalmente partículas de silicio, aluminio, calcio y hierro. Sin embargo su impacto no solo afecta a la salud, sino también a la total organización de la sociedad y su economía, llegando a cerrar aeropuertos y carreteras y dejando inútiles numerosos sistemas de energía.

Aunque estos fenómenos meteorológicos no son nuevos en nuestras sociedades, lo cierto es que sus impactos son cada vez más habituales y, por tanto, cada vez más preocupantes, ya que reducen significativamente la calidad del aire incrementando la contaminación atmosférica. Entre sus efectos climáticos más visibles destacan, por ejemplo, la reducción de precipitaciones o la condensación de nubes. Este polvo, si bien tiene efectos positivos —fertiliza, por ejemplo, los ecosistemas oceánicos— también puede resultar peligroso para las personas. Diferentes estudios realizados en nuestro país a lo largo de los años, concretamente en Barcelona, Madrid y las Islas Canarias, concluían que durante los días en los que se daba una elevada concentración de polvo en el aire se daba un incremento de las visitas hospitalarias, así como de la mortalidad diaria. Un estudio realizado en Miami también lo constata, demostrando la amenaza que supone para la salud con un mayor ratio de visitas a los hospitales —especialmente de gente con patologías respiratorias previas— durante fenómenos de este tipo. 

Contaminación atmosférica y salud

Según la prestigiosa revista científica The Lancet, la contaminación atmosférica causa 3,2 millones de muertes al año. Estas cifras son una de las razones principales por las que la Organización Mundial de la Salud ha señalado este problema como una de sus prioridades a nivel mundial. En los adultos, el asma, la EPOC y el cáncer de pulmón son tres de las enfermedades respiratorias epidemiológicamente más prevalentes relacionadas con los efectos de la polución atmosférica. A esto puede sumarse la alteración de la función pulmonar, el incremento de las afecciones alérgicas, las alteraciones inmunitarias e incluso un aumento general del riesgo de mortalidad. 

La contaminación atmosférica causa 3,2 millones de muertes al año

Más allá de situaciones habituales, los contextos extraordinarios creados por el cambio climático también se muestran especialmente peligrosos. Las transformaciones bruscas en el equilibrio ambiental, como los cambios de temperatura, precipitaciones o humedad, afectan sobremanera al impacto de la contaminación, al igual que sus consecuencias más inmediatas. El aumento de temperatura, de hecho, está estrechamente relacionado con el aumento de la concentración del ozono troposférico, un contaminante secundario cuyas consecuencias se materializan no solo en la causa de enfermedades respiratorias, sino también en el agravamiento de patologías respiratorias previas. 

Sin embargo, las enfermedades respiratorias no son las únicas. Según alertan desde la Agencia Estatal de Meteorología, “estas partículas al ser inhaladas cruzan la barrera alveolar, se incorporan al torrente sanguíneo y provocan estrés oxidativo, proinflamatorio y protrombótico, esto produce hipertensión gestacional e hipoperfusión placentaria, lo cual altera las funciones de la placenta y se relacionaría con causas de prematuridad y bajo peso al nacer”, así como otro tipo de alteraciones en mujeres embarazadas. 

Un fenómeno cada vez más frecuente

La visibilidad de este tipo de fenómenos atmosféricos es cada vez mayor. Los datos sugieren una mayor frecuencia en el tiempo, algo que se confirma tras los análisis en los núcleos nevados alpinos, que muestran un aumento de la concentración de polvo desértico durante los últimos 100 años. Ante esta situación, España ya parece empezar a tomar medidas al respecto, comenzando a instalar —junto con Portugal— sistemas que alerten de este particular fenómeno, que parece que va a acrecentarse tanto en frecuencia como en intensidad en el futuro: la presencia de un clima más seco en el norte de África así parece indicarlo, si bien la distribución del polvo también se halla sujeta a los vaivenes de los patrones de distribución creados por el cambio climático.

El polvo del Sahara ha aumentado su frecuencia de llegada a Europa durante los últimos 100 años

Con el cambio climático creando y aumentando nuevas zonas desérticas, es de esperar que los episodios de polvo saharaui sean no solo cada vez mayores, sino que entrañen un mayor riesgo: cuanta mayor concentración de partículas haya, más peligro existirá para la salud. El futuro ya no solo implica frenar el cambio climático, sino también obtener sistemas de rastreo meteorológico para esta clase de eventos, entre cuyos beneficios no solo está la protección preventiva sanitaria, sino también el uso y ahorro de los recursos energéticos (prevé, por ejemplo, si las placas solares serán bloqueadas durante un determinado número de días).