Categoría: Cambio climático

Dos años de Von der Leyen: lucha a destajo contra el cambio climático

A las pocas semanas de ocupar, en julio de 2019, la presidencia de la Comisión Europea, la alemana Ursula Von der Leyen hizo toda una declaración de intenciones con la presentación del Pacto Verde Europeo. El texto se detalló a finales de ese año y supone, sin duda, la iniciativa más ambiciosa y decidida en la historia de la Unión Europea para ganar la batalla contra el cambio climático.

En el horizonte, un objetivo titánico: eliminar por completo la emisión de gases de efecto invernadero en 2050, esto es, alcanzar la “neutralidad climática” en un tiempo récord. Para lograrlo, Von der Leyen y su equipo en la Comisión insisten sin cesar en que hace falta un andamiaje legislativo robusto y una secuencia de etapas realista que nos conduzcan a la plena descarbonización en la fecha fijada. Pero más importante aún, serán necesarias altas dosis de voluntad por parte de los países miembros. Un afán de acción coordinada entre políticos, empresas y ciudadanos que se origine y alimente en la conciencia de lo mucho que nos jugamos.

“La lucha contra el cambio climático es la prioridad absoluta de nuestra época”

En una charla TED pronunciada tras darse a conocer el pacto, Von der Leyen no escatimó en retórica contundente al desglosar el gran desafío que la Unión Europea se ha marcado para la mitad de este siglo. “La lucha contra el cambio climático es la prioridad absoluta de nuestra época”, sentenció. La presidenta de la Comisión apeló al pasado de un continente que se levantó “sobre las cenizas de dos guerras mundiales” para garantizar “una paz duradera”. Dijo esto para recordar que la UE cuenta “con un buen historial a la hora de concretar con éxito proyectos ambiciosos”. Antecedentes que animan al optimismo frente a lo que implica el pacto: “liderar a todo un continente hacia la transición a la energía limpia, reinventar nuestra infraestructura y mucho, mucho más”. Algo que, admitió, “puede sonar abstracto y enorme”, aunque para ella resulta a todas luces “posible”.

Durante el debate sobre el Estado de la Unión, celebrado a mediados del pasado mes de septiembre, Von der Leyen añadió enfatizó que el “cambio climático supone la mayor crisis planetaria de todos los tiempos”, aunque trazó un horizonte de esperanza sustentado en el pacto y la ley que ella misma ha promovido y en una juventud que da muestras crecientes de “solidaridad, empatía y responsabilidad”.

Prioridad absoluta de nuestra época

El pasado mes de julio, el Consejo Europeo dio a propuesta de la Comisión un paso definitivo al aprobar la Ley Europea del Clima, que otorga un carácter vinculante a los objetivos del pacto. La ley prevé la creación de un consejo consultivo científico que supervise el proceso, exhaustivas evaluaciones y toda una batería de opciones que aterricen la transición energética en el contexto de cada país: incentivos, medidas de apoyo, inversiones... De aquí a 2030, las emisiones de gases de efecto invernadero tendrán que reducirse un 55% respecto a los niveles de 1990. Y en 2050, cero emisiones. La nueva legislación también asegura que el cambio hacia la energía limpia sea irreversible.

Con la Ley Europea del Clima las emisiones de gases de efecto invernadero tendrán que reducirse un 55% en 2030 respecto a los niveles de 1990

Con la mirada puesta en 2030, la Unión Europea ha diseñado además un paquete de medidas conocido como Fit for 55, nombre relativo a la reducción de emisiones que se pretende alcanzar ese año. Lo componen 13 reformas legislativas y un amplio abanico de campos de acción, desde la ampliación del comercio de emisiones hasta la instauración de un impuesto ecológico en las fronteras externas de la Unión Europea.

También se va a establecer mayor presión fiscal a los combustibles fósiles (petróleo, gas) y menor a la electricidad. Con ello, se prevé que la venta de motores de combustión en la industria automovilística caiga drásticamente debido al fuerte incremento de los precios y que se establezcan limitaciones a la proliferación de vuelos cortos y altamente contaminantes en el sector aeronáutico. El incremento masivo de los surtidores de carga vehículos eléctricos y el fomento de las casas ecológicas son otros aspectos contemplados en Fit for 55. Cuando llegue 2030, será el momento de poner en marcha, con la vista en 2050, el Fit for 100.

Glaciares de sangre: ¿qué hay detrás de este fenómeno cada vez más común?

El clásico manto blanco de nieve y hielo de los glaciares está registrando escenas  que podrían inspirar cualquier película de terror, donde una larga lengua de color sangre se desplaza lentamente hacia el mar, cubriendo todo a su alrededor. En 2020, los científicos de la Base de Investigación Vernadsky de Ucrania se encontraron, nada más levantarse, con esta dantesca imagen que les llevó a plantearse cualquier escenario –¿una masacre de pingüinos? ¿restos de un volcán?–. Aristóteles se preguntó lo mismo en sus Tratados sobre la Naturaleza en el siglo III a.C., así como numerosos alpinistas que en otros rincones del mundo que también se han topado a lo largo de la historia con esta imagen.

En 1911, el geólogo australiano Griffith Taylor también dejó constancia de ello en sus anotaciones aludiendo a una serie de algas rosadas como responsables de la coloración. Años más tarde, sin embargo, varios estudios llegaron a la conclusión de que estas lenguas de sangre –cataratas, en algunos casos– eran el resultado de una acumulación de óxido de hierro del agua de un lago salado subterráneo que emana del glaciar y, al mezclarse con el oxígeno, toma este característico color.

Pero el asunto se repite durante la primavera en múltiples rincones del mundo cubiertos de nieve, y especialmente en los Alpes franceses, que están siendo testigos de este fenómeno con más frecuencia de la que debieran. Poco tiene que ver ya con un lago subterráneo. Nos referimos ahora a la ‘nieve de sangre’ (o ‘nieve de sandía’, como se llama en algunos lugares), una imagen similar en la que la nieve parece estar tintada con sangre roja o rosada. Tiene una explicación biológica que, esta vez, sí implica a una especie de alga microscópica, la Chlamyodomas Nivalis, que supera los millones de ejemplares por centímetro de nieve.

La C. Nivales podría provocar un círculo vicioso en el calentamiento global: a más nieve derretida, más presencia de la especie y menor emisión de la energía a la atmósfera

Durante el invierno, esta especie mantiene su color verde y vive latente en la nieve y el hielo hasta que llegan las altas temperaturas estivales y el consecuente derretimiento, lo que provoca que este alga florezca extendiendo sus esporas rojas para protegerse de los rayos ultravioleta y pintando el manto blanco de este particular color.  Cuando da lugar a densas floraciones, la microalga provoca que la nieve se derrita más rápido y, en consecuencia, pase a un estado acuoso que resulta óptimo para que la especie pueda reproducirse.

Este no supondría sino otro extraordinario fenómeno de la naturaleza de no ser porque cabe la posibilidad de que el calentamiento global lo esté convirtiendo en algo demasiado frecuente, tal y como ha analizado ya la comunidad científica francesa, que asegura haber registrado un ‘boom’ de esta nieve sangrienta en los últimos años.  «Las algas necesitan agua líquida para la floración, por lo tanto, el derretimiento de la nieve y el hielo crean un círculo vicioso de calentamiento global», explicaba Steffi Lutz, autora de la investigación. Como ocurre con cualquier proceso en la naturaleza, un fenómeno es inocuo para la vida si se da en el periodo de tiempo naturalmente establecido. Pero si el ser humano altera este ritmo, puede volverse un peligro para él y el resto de especies.

De hecho, según ha podido demostrar recientemente un estudio que ha recogido hasta 40 muestras de este alga en 16 glaciares en Groenlandia, Noruega, Islandia y Suecia, su presencia reduce hasta en un 20% el albedo de la nieve (la capacidad para reflejar luz y, así, devolver parte de la energía a la atmósfera), un fenómeno que resulta esencial esencial a la hora de mantener a raya la temperatura del planeta.

El 25% de la isla de King George (Antártida) ya se ha oscurecido debido a la presencia de estas algas

De continuar aumentando, predicen ya estos científicos (aunque todavía en estudios preliminares), el efecto de la C. Nivalis podría influir de forma directa en el calentamiento del planeta. Dado que la ‘nieve de sangre’ se ha identificado ya en glaciares de todo el mundo, desde la Antártica hasta los Himalayas o el Ártico, otro estudio reveló a través de imágenes tomadas desde satélites que en la isla de King George –cercana a la Antártida– el 26% de la nieve se había oscurecido debido a la presencia de estas algas.

A la espera de ahondar más en los factores que influyen a este fenómeno, por el momento los glaciares de sangre atraen a los turistas tanto como lo hicieron con Aristóteles o Griffith Taylor. La expectación es tal, que incluso Marvin Kren, director austriaco, rodó en 2013 Blutglestcher, una película de terror en la que varios científicos se desplazan a los Alpes precisamente a estudiar un ‘líquido rojo extraño sobre la nieve’ que provoca la alteración de las especies locales. Una imagen que la comunidad científica espera se quede solo ahí, en el mundo de la fantasía.

Proteger los bosques, la nueva prioridad de Europa

El continente europeo parece destinado a ver cubierta su superficie de un intenso color verde. Más allá de un concepto retórico, esta vez su literalidad es absolutamente precisa, y es que la Unión Europea prepara, con esta perspectiva, su futura estrategia forestal. Un proyecto que centra su horizonte en el año 2030, una fecha en la que se ha de cumplir también una profunda reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero respecto a los niveles de 1990. La adopción de una nueva estrategia de tal calibre –sustituyendo la aprobada en el año 2013– da fe de la ambición del continente en términos ecológicos.

En la actualidad las superficies boscosas ya ocupan más del 43,5% del suelo europeo absorbiendo, a través de ella, el 10% de las emisiones generadas. Aunque con la predominancia del estilo de vida urbano, las áreas forestales son imprescindibles para el desarrollo de la vida tal y como todos la conocemos. De hecho, así lo defiende el propio texto elaborado por la Comisión Europea: «Dependemos de los bosques para el aire que respiramos y el agua que bebemos, y su rica biodiversidad y su sistema natural único son el hogar y el hábitat de la mayoría de las especies terrestres del mundo. Son un lugar en el que conectar con la naturaleza, lo que nos ayuda a reforzar nuestra salud física y mental, y son fundamentales para conservar zonas rurales dinámicas y prósperas».

Bruselas se ha comprometido a plantar más de tres mil millones de árboles antes de 2030 y a proteger las superficies boscosas actuales, que ocupan más del 43,5% del suelo y absorben el 10% de las emisiones generadas

Más allá del componente ético que se halla en la salvaguardia de la naturaleza, ha de tenerse en cuenta que los bosques desempeñan un papel protagonista no solo en la salud, sino también en la economía: proporcionan alimentos, medicinas, materiales y agua limpia. La situación actual, sin embargo, no es especialmente halagüeña. La salud forestal es cada vez más frágil, con una creciente exposición al calor que aumenta constantemente y que, a su vez, incrementa el riesgo de incendios. Según defiende Frans Timmermans, vicepresidente ejecutivo de la Comisión Europea responsable del Pacto Verde Europeo, «los bosques europeos están en peligro. Por ello trabajaremos para protegerlos y restaurarlos, mejorar la gestión forestal y apoyar a los silvicultores y a los guardianes forestales. A fin de cuentas, todos formamos parte de la naturaleza». La industria relativa a estos ecosistemas es clave para los Estados miembro: alrededor de un 20% de todas las empresas manufactureras de Europa están vinculadas con la industria maderera. A ello se suma que su buen mantenimiento es también fundamental con la ambición principal de la Unión Europea: la de convertirse en el primer continente climáticamente neutro en el año 2050.

Una estrategia a largo plazo

Entre los pasos a seguir desde Bruselas se encuentra la plantación de más de tres mil millones de árboles hasta el año 2030. Con acciones como esta, la nueva estrategia forestal pretende ser uno de los ejes principales del Pacto Verde europeo (el plan de ruta continental que marca los objetivos en torno a la biodiversidad y el clima).

España, con un 55% de la superficie ocupada por bosques, será uno de los países más favorecidos por las medidas tomadas por la UE

No obstante, no solo se trata de promover la ampliación del territorio forestal; se trata, también, de proteger el que aún permanece en pie. Por ello, gran parte de la estrategia recoge el compromiso, esgrimido en diversas ocasiones, de proteger los bosques primarios y antiguos de la Unión Europea. La conservación, claro, no implica la construcción de decorados forestales. Los bosques seguirán alimentando las necesidades económicas de los Estados miembro, si bien exclusivamente a través de principios sostenibles y eficaces como la reutilización y el reciclaje.

Así, el enfoque pretende ser total en lo que respecta tanto a su uso como a su protección, lo que conllevará, tal como está estipulado, una armonización entre todos los países europeos. España, por su parte, es uno de los países más favorecidos con este paquete de medidas, ya que actualmente más de la mitad de su superficie –exactamente, un 55%– se halla ocupada por bosques.

El objetivo, en definitiva, es otorgar una nueva vida a las áreas forestales, lo que implica obtener beneficios como un mayor sumidero de carbono y un aire más puro, entre otros. Es el inicio de una larga lucha contra el cambio climático cuyos efectos, hoy, ya se pueden ver. Es el caso de los incendios particularmente agresivos o la creciente llegada de especies invasoras. La nueva estrategia pretende fijar, así, las nuevas raíces del futuro continente: un lugar que, parece, será más justo.

Las políticas contra el cambio climático ponen a prueba el frágil equilibrio del planeta

¿Puede el remedio ser peor que la propia enfermedad? En el caso del esfuerzo por proteger nuestro planeta de la crisis climática, probablemente no llegue a tal extremo. Pero sí que es posible que éste también cause perjuicios negativos: así, al menos, lo indica parte de la comunidad científica en relación al cambio climático. De este modo, algunas de las políticas implementadas para frenar la degradación ambiental tienen potentes efectos colaterales –y riesgos propios– que hemos de comenzar a supervisar.

Entre las medidas potencialmente dañinas se encuentran acciones tan comunes como las plantaciones masivas de árboles –para atrapar el exceso emitido de dióxido de carbono– o la expansión de los biocarburantes. Tal como señala el primer informe realizado conjuntamente por el IPBES y el IPCC –organizaciones científicas internacionales asociadas a las Naciones Unidas–, «las medidas basadas en la tecnología que son eficaces para la mitigación del cambio climático pueden plantear graves amenazas a la diversidad biológica». Y se entra entonces en un círculo vicioso. «El cambio climático, con origen en las actividades humanas, amenaza cada vez más a la naturaleza y las contribuciones que ésta hace a la sociedad. Los cambios en la biodiversidad afectan al clima, especialmente mediante los impactos en los ciclos de nitrógeno, carbono y agua», rezan las líneas del documento.

Según los cálculos realizados por el IPBES y el IPCC, las áreas naturales protegidas deberían ascender hasta el 30% o el 50%

Uno de los ejemplos más evidentes de actuaciones que pueden resultar aparentemente benignas es el uso de metales vinculado a las baterías y las tecnologías renovables: si bien su uso final está destinado a la lucha contra la crisis climática, el resto del proceso vinculado a su aprovechamiento –como la extracción– puede ser profundamente nocivo para el medio ambiente, especialmente cuando aún el reciclaje de esta clase de tecnología es muy escaso.

La forma de proceder debería ser, en realidad, mucho más sencilla. El informe recomienda que cualquier medida enfocada estrecha y directamente a mitigar la subida de temperatura del planeta sea evaluada en términos de riesgos y beneficios; y lo mismo ocurriría con medidas de adaptación, tales como la construcción de presas y muros marinos. Esto no solo sugiere la necesidad de un enfoque holístico, sino que también demuestra la fragilidad sobre la que actualmente se asienta nuestro hábitat, en un estadio relativamente avanzado del proceso de cambio climático.

Comenzar a analizar (para poder solucionar)

Algunas de las soluciones más efectivas para frenar la crisis climática parecen ser, en realidad, algunas de las más sencillas. Es el caso de la restauración de ecosistemas –una de las alternativas más rápidas basada en la propia naturaleza– y de la agricultura sostenible. Todas las propuestas mencionadas, no obstante, se caracterizan por el respeto a la naturaleza no solo mirando hacia a su futuro, sino también hacia su pasado. ¿Qué había antes del impacto humano y cuán posible es recuperarlo? Es por esto, en parte, por lo que la reforestación masiva puede ser dañina: si el ecosistema en cuestión no contaba con la presencia histórica de bosques, su implantación puede dañar no solo la biodiversidad, sino otros elementos que recaen posteriormente en manos humanas, como en el caso de la producción alimentaria o el desplazamiento de parte de la población a causa de la competición por la posesión de terreno.

Actividades como la reforestación masiva, a pesar de ser aparentemente positivas, pueden conllevar la degradación de algunos ecosistemas

Y es que en el centro del origen del cambio climático se halla la concepción de la naturaleza por parte de la humanidad como una fuente de recursos ilimitados. Es por ello por lo que dentro de estas nuevas soluciones se encuentran acciones que buscan cambiar nuestra actitud, como la eliminación de los subsidios otorgados a actividades empresariales que puedan incurrir  en daños  a la biodiversidad, es decir, a aquellas en las que aún persiste la concepción de la naturaleza como algo infinito al servicio del ser humano. A ello se sumarían otras prácticas, como la agricultura sostenible o la adaptación planificada para climas susceptibles a los cambios.  Solo así conseguirmeos evitar, por ejemplo,  la deforestación y la sobrefertilización en la agricultura intensiva o los excesos relacionados con la pesca.

Según los cálculos realizados por ambas asociaciones científicas, las áreas naturales protegidas en nuestro planeta deberían ascender a cifras situadas entre el 30% y el 50%–actualmente se hallan al 15% y el 7,5% en zonas terrestres y oceánicas respectivamente–. La preservación, en esta lucha, se torna clave: no salvaremos el planeta si no salvamos la naturaleza.

Un planeta en ebullición

«Es intolerable. Hemos intentado quedarnos en casa todo lo posible. Estamos acostumbrados al calor seco, pero a 30 grados, no a temperaturas de 47». Así resumía Megan Fandrich, una vecina del este de Vancouver (Canadá), la ola de calor que azotó a finales de junio el norte de América y que llevó a los termómetros de este país y de Estados Unidos a temperaturas nunca vistas, como los 49,6 grados que alcanzó el pueblo de Lytton, en la Columbia Británica (Canadá), el 29 de junio; o los 47 grados de máxima en Portland (Estados Unidos). Como resultado, esta ola de calor extrema se cobró la vida de más de 200 personas.

La excepcionalidad de este último evento vuelve a evidenciar que el cambio climático ya está aquí. Sin embargo, esta conclusión no puede leerse sin considerar otro dato que ha pasado más desapercibido por haberse desarrollado de forma paulatina. Tal y como advierten los científicos de la NASA en la publicación Geophysical Research Letters, según los últimos datos registrados en los océanos y en los satélites, la Tierra acumula cerca del doble de calor que en 2005, lo que puede derivar en un fenómeno climatológico sin precedentes de no resolverse adecuadamente.

De aumentar la temperatura en 1,5 grados, un 14% de la población mundial se verá expuesta a olas de calor severas cada cinco años

El documento científico, publicado en colaboración con la Agencia Espacial estadounidense y la National Oceanic and Atmospheric Administration (Noaa) demuestra que, entre 2005 y 2019, la cantidad de calor atrapado por el planeta se ha duplicado. Es lo que se conoce como desequilibrio energético –la diferencia entre la cantidad de energía solar que absorben la atmósfera y la superficie de la Tierra frente a la cantidad de esa radiación que se devuelve al espacio. En otras palabras, si la Tierra absorbe alrededor de 240 vatios por metro cuadrado de energía solar, en 2005 era capaz de irradiar 239,5 de esos vatios, acumulando tan solo medio vatio. Ahora, sin embargo, al duplicarse la irradiación a causa del debilitamiento de la atmósfera, la cantidad de calor que se acumula ya asciende a un vatio por metro cuadrado.

¿Por qué deberíamos preocuparnos?

Los eventos de Canadá y Estados Unidos fueron fruto de lo que se conoce como ‘cúpula de calor’, un fenómeno climatológico que funciona con el mismo mecanismo que una tapa sobre una olla en ebullición: atrapa el calor y lo mantiene. Así, cuantas más olas de calor sofocantes surjan debido al cambio climático, más cúpulas de calor acabarán formándose. Aunque siempre han existido récords y extremos, el cambio climático aumenta la probabilidad de este tipo de fenómenos. El hecho de que se acumule calor dentro de nuestras fronteras espaciales provoca cambios como el derretimiento de la nieve y el hielo de los polos, el aumento del vapor de agua y los cambios de las nubes, como explican los expertos. Esto se traduce en un desequilibrio climático a todos los niveles. La disminución de las nubes, por ejemplo, facilita mayor radiación solar sobre el planeta, lo que incrementa las temperaturas, favorece las sequías y afecta, consecuentemente, a numerosos ecosistemas. También al ser humano, ya que la salud de la Tierra es una espiral y lo que ocurre en un punto provoca consecuencias en el situado al otro extremo.

Aunque este estudio es tan solo una instantánea borrosa de lo que podría ocurrir –la comunidad científica no tiene actualmente la capacidad para dar una aproximación más certera–, es innegable que la temperatura del planeta ha aumentado. Concretamente, un grado más que hace 22 años. De seguir esta tendencia, en 2040, la temperatura media global habrá alcanzado ya los 1,5 grados, como advierte el informe del Panel de Científicos de la ONU sobre Cambio Climático. 

En la actualidad, la Tierra acumula un vatio de la energía solar que absorbe, mientras que en 2005 sólo asumía medio vatio del total

¿Y si la temperatura crece sin límites como si de una olla de presión se tratara? Los pronósticos actuales alcanzan a predecir las consecuencias de que la temperatura del planeta aumente hasta seis grados. A partir de ahí, poco más puede predecirse. La NASA ya trabajó en 2019 en una investigación en profundidad para concienciar sobre los posibles cambios que el planeta sufriría con tan solo 1,5 grados de aumento en la temperatura global: un 14% de la población mundial se verá expuesta a olas de calor severas cada cinco años (un 37% si la temperatura aumenta 2 grados), el estrés hídrico (la falta de agua) incrementará para la mitad de la población, las precipitaciones extremas y los ciclones aumentarán considerablemente, numerosas especies (el 6% de los insectos y el 4% de los vertebrados) verán muy reducidos sus ecosistemas y , la vez, las especies invasoras cobrarán protagonismo. Además, la acumulación del exceso de calor en los océanos provocará que estos se expandan, con los consecuentes efectos sobre los animales y el ser humano.

A pesar de lo preocupante de esta variación en la temperatura, expertos como el periodista ambiental Mark Lynas se han propuesto ir más allá en la previsión de lo que espera a un planeta en ebullición. Basándose en la franja de referencia del IPCC –que marca un aumento mínimo de 1,4 grados y un máximo de 5,8–, unificó todas las previsiones de la comunidad científica en su libro Seis Grados. El futuro en un planeta más cálido para dilucidar, grado a grado, cómo se iría transformando el globo terráqueo según empiece a aumentar la temperatura global. Estos son sus cálculos:

  • A partir de los dos grados: el nivel del mar subiría hasta unos 5,5 metros y el incremento de los incendios forestales provocaría más erosión, más sequía y mayores problemas de suministro de agua, incidiendo también en el suministro energético
  • A partir de los tres grados: el hambre afectaría a gran parte de la población mundial y la subida del mar provocaría migraciones hacia el interior de más de la mitad de los habitantes
  • A partir de los cuatro grados: el hielo se habría fundido, provocando el consecuente desequilibrio de temperaturas en el globo. Además, supondría el aumento del nivel del mar en 50 metros en todo el planeta, lo que transformaría por completo la geografía costera. Con el calor, las capas de permafrost también desaparecerían, liberando cientos de toneladas de metano a la atmósfera
  • A partir de los cinco grados: estaríamos ante un planeta completamente diferente. Las selvas tropicales habrían desaparecido y el mar se habría adentrado en el interior, dejando a los humanos aislados en zonas pequeñas
  • A partir de los seis grados: el límite para la vida. En ese punto, solo algunas bacterias podrían sobrevivir. Pero aún queda tiempo para encontrar un final alternativo.

La contaminación que asfixia Europa

El aire de los núcleos urbanos europeos sigue siendo, a nuestro pesar, uno de los grandes protagonistas de la actualidad. A pesar de la reducción del tráfico y la producción contaminante en gran parte del continente durante el año pasado, la polución aérea se mantiene en niveles preocupantes. Así, al menos, lo indican los datos recogidos durante los años 2019 y 2020 por la Agencia Europea del Medio Ambiente (EEA por sus siglas en inglés). Ni siquiera el masivo confinamiento efectuado durante varios meses ha podido reducir de forma considerable la contaminación ambiental, lo que ofrece una perspectiva preocupante acerca de un problema que se prevé solucionar durante los próximos años. 

Según este informe, tan solo 127 ciudades de las 323 analizadas (una cifra que se sitúa alrededor del 40%) por la Agencia Europea del Medio Ambiente logran situarse por debajo del nivel máximo de partículas finas (conocidas como PM 2.5) establecidas por la Organización Mundial de la Salud. Esta clase de contaminación acaba prematuramente con la vida de 400.000 personas al año en el continente europeo, según datos de la EEA. La relación de la calidad del aire con el impacto humano es evidente: en las ciudades de Europa del Este, donde el carbón aún mantiene su rol principal como mayor fuente energética, la contaminación se torna extrema. Es el caso de Nowy Sącz, una ciudad del sudeste de Polonia que hoy ocupa el último puesto del ranking elaborado a raíz de estos datos.

El coste económico relativo al impacto de la contaminación aérea en la salud de los europeos se calcula en 940 billones de euros al año

Solo una ciudad española, Salamanca, entra dentro de las 10 ciudades menos contaminadas de Europa. A pesar de la mejora experimentada durante los últimos diez años en torno a la calidad del aire que respiramos, lo cierto es que aún quedan múltiples aspectos que mejorar en Europa. Más allá de lo estrictamente sanitario, y según los datos de la Agencia Europea del Medio Ambiente, el coste económico del impacto en la salud de los europeos se calcula en 940 billones de euros al año: obliga a acudir más al médico, a tomar más bajas laborales o incluso a no poder trabajar. Los núcleos urbanos están obligados, por tanto, a un cambio que afecta a su propia concepción. Mantenernos en el estado en que nos mantenemos hoy solo convertirá las ciudades en espacios hostiles para la salud física y mental de cada uno de sus habitantes. 

Un futuro de color verde

Por este motivo, según Dogan Öztürk, de la EEA, «el Pacto Verde Europeo sitúa nuevas prioridades para las ciudades con la ambición de polución cero». Para la Unión Europea las ciudades del futuro han de ser sostenibles y respetuosas con el medio ambiente en todos los sentidos. Por eso, destacan la configuración orgánica de la ciudad que está por venir: una mezcla de espacios urbanos y verdes, combinando así de la mejor forma posible las esencias urbanas y aquellas que uno solo puede encontrar en la naturaleza. 

Esta clase de contaminación acaba prematuramente con la vida de 400.000 personas al año en el continente europeo

Uno puede imaginar que esto responde tan solo a la ampliación de espacios verdescomo parques. Pero nada más lejos de la realidad. Incluso los edificios son algo que debe cambiar. Un ejemplo es el proyecto Lugo+Biodinámico. El acero y el hormigón no son ingredientes a tener en cuenta en la construcción del futuro, ya que son ineficientes —cuentan con un fuerte porcentaje de emisiones de dióxido de carbono en todo el continente— en el ámbito energético. En este ejemplo se prevé, así, el uso de madera noble en los edificios lucenses, lo que representaría un paso adelante dentro de la arquitectura ecológica. A esto también se sumarían cambios a nivel urbanístico, algo ejemplificado con la futura gestión del agua no apta para consumo, reciclada en la medida de lo posible.

Las perspectivas son múltiples, como demuestran los proyectos de implementación de tejados verdes —es decir, tejados con la presencia no solo de paneles solares, sino también de jardines—, las plataformas de limpieza y aprovechamiento de las precipitaciones, las granjas urbanas o las zonas de tránsito regionales monopolizadas por las vías ferroviarias. A ello se añaden otros factores: monitorización medioambiental, la preferencia por edificios no excesivamente altos, el uso de productos locales o el intento de evitar la aplicación de sistemas de irrigación. Las ciudades parecen ser llamadas, por tanto, a convertirse en protagonistas de una revolución total en la planificación urbana, con una enorme cantidad de factores interrelacionados que, no obstante, se hallan unidos por un solo hilo: el de la absoluta eficiencia en cada uno de los recursos.

La próxima pandemia: la desertificación amenaza al ser humano

El agua parecía infinita. Los ríos recorrían, incansables, su curso y creíamos que bastaría con abrir un grifo para que el río desembocase siempre en un vaso. Al menos, así ha sido hasta ahora en aquellos países que aún pueden permitirse el lujo de seguir accediendo a este recurso esencial para la vida, puesto que, como advierte el ránking de riesgos del World Resources Institute, ya hay nueve países en riesgo de sufrir una grave escasez de agua: Bahréin, Kuwait, Palestina, los Emiratos Árabes, Arabia Saudí, Omán y el Líbano deben asumir que pronto se verán obligados a enfrentarse a largos periodos de ausencia de lluvias y repentinas precipitaciones momentáneas capaces de provocar graves inundaciones. No hay término medio en la desertificación.

A nivel mundial, ya hay casi 40 países que se encuentran en un riesgo máximo de escasez de agua, y España no se queda lejos de estas predicciones: las previsiones apuntan hacia un 40-80% de los depósitos afrontarán dificultades para suministrar agua a los habitantes en los próximos años. De hecho, en 2040, una quinta parte del mundo padecerá agudos recortes en el suministro del agua.

Casi 40 países en el mundo se encuentran en riesgo máximo de escasez de agua

¿Nos encontramos ante una nueva pandemia (climatológica)? Las Naciones Unidas no tienen reparo alguno en afirmarlo. «La sequía está a punto de convertirse en la próxima crisis mundial, y para esta no existe una vacuna», aseguraba Mami Mitzouri, representante del Secretario General para la Reducción del Riesgo de Desastres de las Naciones Unidas, en el informe Análisis especial sobre la sequía 2021. «La humanidad ha convivido con la sequía durante 5.000 años, pero esto es distinto. Nuestras actividades están exacerbando e incrementando el impacto más allá de lo que el planeta puede soportar».

Los cambios en las frecuencias de las lluvias –en España, por ejemplo, llueve menos que hace 50 años–, la gestión ineficiente de los recursos hídricos, la degradación del suelo a causa de la ganadería extensiva, la deforestación, el uso de pesticidas y la explotación de agua para la producción agrícola son los principales detonantes de este problema. Al menos un millón y medio de personas, según las Naciones Unidas, se han visto afectadas por la sequía durante este siglo; un daño que se traduce en un coste económico de más de 124.000 millones de euros, un resultado, no obstante, estimado, ya que no incluye el precio exacto que los países más vulnerables y empobrecidos deberán pagar por el cambio climático, a pesar de tener menos responsabilidad su incremento que sus vecinos más ricos. En 2018, estima el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC), más del 16,1% de migraciones estuvieron relacionadas con el clima. Y en las próximas décadas, hasta 60 millones de personas se verán obligadas a abandonar el África Subsahariana debido a la desertificación.

Una vacuna contra la escasez de agua

La desertificación es un punto de no retorno al que nadie debe llegar y en el que incide especialmente el ODS 15. Nuestra última crisis, la provocada por el coronavirus, ha demostrado que las respuestas para socorrer a los países vulnerables llegan tarde, un error que la humanidad no puede volver a permitirse, especialmente en algo tan crítico como la sequía, capaz de provocar daños irreversibles en su subsistencia agrícola y ganadera ampliando, en consecuencia, la sombra de la inseguridad alimentaria que lleva años sobrevolando a sus poblaciones. «Si queremos acabar con la pobreza y garantizar un mundo justo, es un imperativo poder gestionar los impactos de la variabilidad climática extrema en los países en vías de desarrollo», declaraba ya en 2016 el Banco Mundial.

La inversión internacional pública debe empoderar a los países más vulnerables en la resiliencia contra la sequía

La inmunización contra la sequía es urgente. Por ello, el mapeo de las zonas de alto riesgo de sequía, la mejora de las tecnologías para el cultivo agrícola, el incremento de la fertilidad de los suelos y el cultivo de árboles a las granjas locales se presentan como medidas rápidas y directas capaces de marcar la diferencia en estos territorios. Sin embargo, la ciencia debe venir acompañada la inversión internacional pública para empoderar a los países más vulnerables en la resiliencia a través del aumento de la protección social de las comunidades locales, el desarrollo de soluciones basadas en la naturaleza que no dañen los ecosistemas, servicios financieros que permitan desarrollar estudios de análisis de riesgo y marcos colaborativos que aúnen a agentes públicos, privados y civiles bajo el mismo paraguas permitiendo conocer todas las necesidades para dar lugar a un cambio sistémico.

En el ámbito más social, en las profundidades de un mar de cientos de medidas, es fundamental, como defienden las Naciones Unidas, establecer –y, si ya existen, mejorar– todas aquellas estrategias que promuevan el ahorro de agua, la sostenibilidad del territorio y la protección del medio ambiente. «Los sistemas para prevenir los principales riesgos de la sequía permiten evitar otros más complejos que puedan derivar de ella, incluyendo la amenaza del cambio climático. Es posible reducir el riesgo de desertificación si nos esforzamos en entender su naturaleza compleja y buscamos medidas adaptativas para afrontarla», concluyen los expertos de las Naciones Unidas. Una acción coordinada capaz de reducir al mínimo los efectos de una crisis, de nuevo, inminente.

Cuatro claves para unas vacaciones sostenibles

Según la Organización Mundial de Turismo, y en línea con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de Naciones Unidas, para ser sostenible, el turismo debe regirse por un equilibrio entre los aspectos medioambientales, económicos y socioculturales. 

En este sentido la organización indica que “el turismo sostenible debe dar un uso óptimo a los recursos medioambientales, que son un elemento fundamental del desarrollo turístico, manteniendo los procesos ecológicos esenciales y ayudando a conservar los recursos naturales y la diversidad biológica”. Además, debe “respetar la autenticidad sociocultural de las comunidades anfitrionas, conservar sus activos culturales y arquitectónicos y sus valores tradicionales y contribuir al entendimiento y la tolerancia intercultural. Y, por último, “asegurar unas actividades económicas viables a largo plazo, que reporten a todos los agentes unos beneficios socioeconómicos bien distribuidos, entre los que se cuenten oportunidades de empleo estable y de obtención de ingresos y servicios sociales para las comunidades anfitrionas, y que contribuyan a la reducción de la pobreza”.

Pero más allá de lo que respecta al sector, como turistas también tenemos en nuestras manos la posibilidad de plantear vacaciones más sostenibles. Existen algunas claves para conseguirlo: 

Viajar en los transportes menos contaminantes. Los vuelos en avión suponen en torno al 2% de las emisiones de CO2 en el mundo (uno de los principales causantes del calentamiento global y la crisis climática). Es, de hecho, el medio de transporte más contaminante. Existen páginas web en las que es posible comparar las emisiones que genera un viaje en avión frente al mismo desplazamiento en coche o en tren. Por ejemplo, el trayecto desde Madrid a Barcelona en avión supone emitir 114,9 kilos de CO2, en coche 89 kilos, mientras que en tren las emisiones de gases de efecto invernadero se reducen a 17,3 kilos, según ecopassenger.org

El turismo sostenible debe dar un uso óptimo a los recursos medioambientales, un elemento fundamental del desarrollo turístico

Elegir alojamientos sostenibles. El lugar donde nos quedamos durante las vacaciones también tiene un impacto ambiental. Cada vez existen más opciones sostenibles en este sentido. Los hoteles sostenibles son aquellos alojamientos que, independientemente de su clasificación, categoría o ubicación, están diseñados y gestionados en base a los principios económico-estratégicos, medioambientales, sociales y culturales. Entre otras cosas, tienen un menor uso de plásticos, reciclan, obtienen la energía de fuentes renovables, compran la comida y los productos a comerciantes locales…

Comer local. Precisamente la comida es otra de las claves que puede marcar la diferencia entre unas vacaciones más o menos sostenibles. Hacerlo lo mejor posible pasa por una pequeña investigación sobre qué restaurantes utilizan productos de proximidad. Otra opción es cocinar la propia comida aprovechando los mercados de proveedores locales que haya en nuestro destino vacacional. 

Limpia la basura allí donde vayas. Más allá de no dejar ningún tipo de residuo tirado en los parajes naturales (ni en ningún sitio) que visitemos, una buena acción es la de recoger aquello que veamos, aunque no sea nuestro. A día de hoy, es prácticamente imposible visitar una playa o algún campo sin toparse con una buena cantidad de desechos (sobre todo plásticos) tanto en la arena como en el agua. Tener unas vacaciones más sostenibles pasa por recogerlos y tirarlos en el contenedor correspondiente para su reciclaje. 

Más allá de esto, hay que procurar consumir la menor cantidad de plásticos posible, reciclar todo aquello que desperdiciemos y evitar derrochar recursos naturales como el agua. 

¿Una isla artificial contra la subida del nivel del mar?

El mar se presenta como uno de los principales atractivos turísticos del mundo, dando la costa múltiples oportunidades para las actividades recreativas más variadas. Es un paisaje completamente distinto al conglomerado urbano al que está acostumbrada la mayoría de la población. Especialmente en verano, la costa se convierte en un lugar en el que se busca la tranquilidad, la diversión y la evasión de los problemas cotidianos. Sin embargo, el mar podría ser una de nuestras principales preocupaciones este siglo.

Uno de los efectos más preocupantes de la subida de la temperatura global es la expansión de las masas de agua oceánicas y el deshielo de los casquetes polares, habiendo aumentado el nivel del mar hasta 20 centímetros en algunas zonas desde 1900. Esto afecta principalmente a las playas, costas y poblaciones que viven en asentamientos cerca del mar. Para 2050 podrían ser 300 millones de personas los afectados por esta subida, con apenas un aumento en altura de 20-30 centímetros; y en 2100 podría superar la barrera de los 400 millones y los 100 cm. Aunque consiguiéramos frenar de golpe las emisiones de gases de efecto invernadero, la inercia frente al cambio que muestran los fenómenos climáticos haría que aun así el mar subiera otro medio metro durante este siglo.

600 millones de personas, el 10% de la población mundial, vive en zonas costeras por debajo de los 10 metros sobre el nivel del mar

En total, 600 millones de personas, el 10% de la población mundial, vive en zonas costeras por debajo de los 10 metros sobre el nivel del mar. El país con más población amenazada por este problema antropogénico es China con más de 90 millones de personas afectadas. Y en el caso de España podría tener que reubicar a más de 2 millones de personas

Medidas para paliar el impacto de la subida del mar

Ante esta amenaza, el pasado mes de junio Dinamarca anunció la aprobación de un proyecto para construir una isla artificial que albergará a 35.000 personas. No es un recurso turístico o una simple ampliación de fronteras: es una medida que trata de dar solución a los problemas a los que se enfrentará el país debido a la subida del nivel del mar este siglo. El 17% de la población de Dinamarca podría perder sus hogares en los próximos años bajo las aguas y el Gobierno ha decidido comenzar a elaborar una solución antes de que ese momento llegue. 

En España, hasta 2 millones de personas podrían verse afectadas por la subida del nivel del mar

Dinamarca no es el único país que se ha planteado este tipo de solución—otros incluso ya la han llevado a cabo. Kiribati, un archipiélago ubicado en el Pacífico con 100.000 habitantes también planteó en 2011 una solución similar: plataformas flotantes en forma de anillo donde la población esté a salvo ante este fenómeno. Esta podría ser la solución para otras naciones asiáticas y oceánicas como Tonga, la Maldivas o la Isla de Cook. En el caso de Las Maldivas, en un intento también por desarrollarse económicamente, son varias las ocasiones en las que han construido nuevas islas, como Hulhumalé. Esta isla fue inaugurada en 2004 y en 2019 ya estaba habitada por 50.000 personas, aunque se estima que albergue hasta 240.000. Con estos métodos estas regiones tratan de mantener y fomentar el turismo del que viven actualmente, mientras luchan contra el cambio climático, ya que adaptación y desarrollo económico van de la mano. Y es que la subida del nivel del mar provocará grandes pérdidas económicas, que incluso ya se están haciendo notar en algunos sectores: los precios de la vivienda en zonas cuya afectación por la subida es innegable ya ven cómo el precio de sus viviendas se devalúa: es el caso de Florida, en Estados Unidos, con pérdidas de hasta 14.000 millones de dólares.

Iniciativas innovadoras como las islas artificiales no son nuevas, a lo largo de la historia encontramos otros ejemplos como las islas flotantes del Titikaka, donde vive el pueblo de los Uros, en Perú; o la predecesora de México D.F., Tenochtitlan, isla que habitaban 250.000 personas y estaba rodeada de otras islas artificiales. 

En lo concerniente a las islas artificiales contemporáneas, existen proyectos futuros para hacer de ellas un medio ecológicamente equilibrado y con menor impacto ambiental, como el Lylipad de Vicente Callebaut (proyecto diseñado para recibir refugiados climáticos), o el proyecto BioHaven, donde balsas de plástico reciclado podrían ser repobladas y ubicadas en humedales y pantanos. Sin embargo, estas medidas no están exentas de críticas debido al posible impacto ecológico que este tipo de construcciones pueden conllevar por las cantidades de arena que deberían movilizarse para llevarlas a cabo. Por ello, medidas adaptativas como la construcción de estas islas artificiales siempre deben ir acompañadas de un exhaustivo estudio de impacto ambiental para evitar que la solución se convierta en un nuevo problema.