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¿Hemos avanzado en la lucha global contra la pobreza?

La humanidad llevaba un buen ritmo en la erradicación de la pobreza hasta que llegó el coronavirus, ese enemigo que lo cambió todo. Ahora, Naciones Unidas calcula que el legado directo de la pandemia son 700 millones de personas viviendo en la pobreza extrema, lo que se traduce en la pulverización de cuatro años de progreso. ¿Por dónde podemos seguir para alcanzar la meta de pobreza cero? 

No hay dos mundos iguales. Tampoco dos realidades similares. Basta con prestar atención a la situación socioeconómica de los ciudadanos de países desarrollados y países en vías de desarrollo para encontrar las múltiples diferencias (y escasas similitudes) entre el bienestar de unos y otros. Como otros desafíos, la pobreza también marca su propia línea sobre la que nos movemos. Linde que, según el último informe elaborado por el Laboratorio Mundial de la Desigualdad, queda marcada por una sangrante descompensación de ingresos: el 10% de la población mundial recibe actualmente el 52% de los ingresos globales, mientras que más de la mitad de la población gana el 8,5%. En otras palabras, la mitad más pobre posee el 2% de toda la riqueza.

El 10% de la población mundial recibe actualmente el 52% de los ingresos globales, mientras que más de la mitad de la población gana el 8,5%

Hay otra cifra sobre la mesa: actualmente, 1.300 millones de personas viven por debajo del umbral de la pobreza (con menos de 2,15 dólares al día) y 700 millones lo hacen en la pobreza extrema (con menos de 1,90 dólares al día). Ante estos números, los expertos barajan la cada vez más cercana posibilidad de que no se puedan alcanzar los objetivos de erradicación de pobreza marcados por la Agenda 2030 puesto que, antes de que termine la década, tan solo deberían contabilizarse 600 millones de personas subsistiendo con menos de 2,15 dólares al día. “Los avances básicamente se han detenido, a lo que se suma un escaso crecimiento de la economía mundial”, valoraba recientemente David Malpass, presidente del Grupo Banco Mundial.

Esta misma interpretación la corrobora Naciones Unidas en su barómetro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que analiza cada año los avances (o atrasos) de las 17 metas para alcanzar la justicia social y climática para concluir que el acelerador ha dejado de funcionar y la pobreza vuelve a adelantar por la derecha. La pregunta cae por su propio peso: si organizaciones, empresas y ciudadanía llevan décadas trabajando por erradicar esta lacra, ¿por qué parece que no hay avance posible? ¿Acaso no hemos conseguido nada en este último tiempo? 

Los datos, desglosados, muestran una historia diferente. Antes incluso de que se escuchara hablar de la Agenda 2030, la pobreza extrema ya se había convertido en una carrera contrarreloj: en 1981, Naciones Unidas dibujó sobre el mapa el llamado “centro de gravedad extrema —el lugar exacto donde se acumularían más personas con grandes privaciones socioeconómicas—, un punto que, según las previsiones, avanzaría desde Asia meridional hasta el sur de África, pasando por Oriente Medio y el norte del continente. Precisamente en ese año, el trabajo público y privado consiguió pulverizar las cifras, convirtiendo (como si de magia se tratara) el 43,6% de personas con menos de 2,15 dólares al día en 1981 en un pequeño 8,4% de personas en 2019. 

“En 2015, la pobreza extrema global se había reducido a la mitad y en las últimas tres décadas más de un millón de personas habían conseguido escapar de ella”, afirmaba el Banco Mundial. Todo iba viento en popa —con algunos años más exitosos que otros—, pero llegó un inesperado enemigo: el coronavirus. En un momento de incertidumbre absoluta, ni siquiera una reputada institución como esta se veía capaz de predecir el desenlace. Según sus cálculos, en el peor de los casos, la pandemia dejaría de recuerdo 676 millones de personas con menos de 1,90 dólares al día. En un enfoque más optimista, podría resolverse con 656 millones, número que, si bien menos serio, se situaba muy lejos de los 518 millones que se vislumbraban antes de que la pandemia entrara en nuestras vidas. Pero, como ya se ha mostrado al inicio del artículo, el legado inmediato de la pandemia ha superado todas las previsiones (de forma negativa).

 

“Tan solo en 2020, el número de personas viviendo en la pobreza extrema alcanzó los 70 millones. Es el crecimiento global más excesivo desde que se empezara monitorizar en 1990”, explica el Banco Mundial en su informe más reciente. En total, la pérdida de ingresos del 40% más pobre de la población mundial fue el doble que las del 20% más rico. Los confinamientos, la eliminación de puestos de trabajo y el propio padecimiento de la enfermedad generó un impacto más extremo en aquellos países donde el centro de gravedad de la pobreza ya alcanzaba a millones de personas. Naciones de las que, precisamente, ya hablaba la ONU en 1981.

Y es que tal y como demuestran las cifras de Our World in Data, el porcentaje de personas viviendo con menos de 2,15 dólares al día fue mucho mayor en 2021 que hace más de cincuenta años. Madagascar es una de las naciones más afectadas, con un 80% de las personas bajo este umbral, frente al 40% de 1961. En una situación similar se encuentra Uzbekistán, aunque, con un enfoque más macro, es en la mayor parte de África (especialmente en el centro y en el sur) donde más de la mitad de la población no consigue desprenderse de la pobreza. 

La diferencia entre países desarrollados y países en vías de desarrollo es evidente: en Europa, ningún país alcanza el 1% de ciudadanos afectados. Esta evolución a la inversa es aún más fácil de observar si tomamos un indicador más extremo, el de 1,90 dólares al día, donde apenas se observan avances antes y después de la pandemia. En África subsahariana, las personas en este umbral han pasado de un 36,7% a un 37,9% entre 2019 y 2021; una tendencia que se observa igualmente en el Norte de África, América Latina y, en general, a lo largo y ancho de todo el mundo. 

 

¿Y ahora, qué?

Cuando se habla de pobreza no se habla únicamente de privaciones económicas. Va más allá de la falta de ingresos y recursos para garantizar unos medios de vida sostenibles. Es un asunto de derechos humanos, porque también se trata de hambre, malnutrición, falta de una vivienda digna y acceso limitado a servicios básicos como la educación o la salud. Y se suma el problema del cambio climático, cuyas consecuencias más directas afectan, como es evidente, a los países con escasos recursos económicos. Además, tiene rostro de mujer: según Naciones Unidas, 122 mujeres de entre 25 y 34 años viven en pobreza por cada 100 hombres del mismo grupo y edad. 

Concretamente, el 15% de las personas en pobreza extrema sufren serias dificultades para acceder a combustible para cocinar alimentos básicos y conseguir un techo digno bajo el que vivir

Concretamente, el 15% de las personas en pobreza extrema sufren serias dificultades para acceder a combustible para cocinar alimentos básicos y conseguir un techo digno bajo el que vivir. El saneamiento y la alimentación son otras grandes carencias cuando el dinero no alcanza y que desemboca, como problema multidimensional que es la pobreza, en otros derechos básicos para garantizar la justicia social, como el tiempo de escolarización y la incapacidad para asistir a la escuela (la mayoría de los niños abandonan el colegio en edades tempranas para traer ingresos a casa). 

Naciones Unidas calcula que la pandemia ha acabado con cuatro años de progreso en la erradicación de la pobreza. Además, el aumento de la inflación y la guerra en Ucrania ralentizan aún más los avances. ¿Existe todavía margen para cambiar el relato? “En una época de endeudamiento récord y recursos fiscales escasos no va a ser sencillo avanzar. Los Gobiernos deben concretar sus recursos en la maximización del crecimiento”, advirtió Indermit Gill, vicepresidente de Economía del Desarrollo en esta institución. Una propuesta que debe superarse a sí misma y centrarse en los países más pobres, teniendo en cuenta que las prestaciones económicas de desempleo que se dieron durante la pandemia alcanzaron al 52% de la población mientras que, en los países de bajos ingresos, tan solo llegaron al 0,8%, cómo apunta el Barómetro de los ODS.

En lo que respecta a la fiscalidad dura, los expertos insisten en que los Gobiernos deben actuar sin demora en tres frentes para acelerar (de nuevo) la lucha contra la pobreza: aumentar las transferencias monetarias en los países más pobres, hacer inversiones en el crecimiento a largo plazo y, muy especialmente, movilizar los ingresos sin poner más presión sobre los países con bajos ingresos. Medidas complejas pero muy eficaces a la hora de ganarle tiempo a los últimos coletazos de la pandemia y evitar que sea la pobreza extrema el motivo por el que se juzgue al mundo cuando lleguemos a la última página de la Agenda 2030.

No más atentados contra los derechos humanos

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El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH). 74 años después sigue siendo necesaria la defensa de estos derechos en muchas partes del mundo. Por ese motivo, este año se llama a la acción con el lema #StandUp4HumanRights.

No más violencia contra la mujer

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Una de cada tres mujeres ha sufrido algún tipo de violencia de género y cada 11 minutos una mujer o niña muere asesinada por un familiar en algún lugar del planeta. Hechos y datos que todo el mundo debe conocer y que el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer se encarga de denunciar. 

Mandela, el líder conciliador

Cuando en 1994 Nelson Rolihlahla Mandela llegó al gobierno sudafricano, la historia del mundo cambió. Su irrupción en el poder, en un país aquejado por la segregación racial, supuso un antes y un después en la lucha contra el racismo a nivel internacional. Este hecho sumado a otras causas sociales en las que estuvo involucrado le ha posicionado como uno de los grandes líderes mundiales del siglo XX.

Madiba, nombre con el que sus compatriotas se dirigían a él en honor al clan al que pertenecía, fue hijo del líder de la tribu y su infancia transcurrió en el entorno rural sudafricano, donde conoció de cerca los usos y costumbres de su gente. Muchos rasgos del liderazgo y la enorme valoración de la justicia social los aprendió de su primo Jongintaba, uno de los jefes tribales, que lo tuteló una vez fallecido su padre.

Poco antes de cumplir la mayoría de edad, Mandela ya formaba parte del consejo tribal, en el que sus dotes de líder empezaban a vislumbrarse. Tras su negación a un matrimonio concertado en 1941 se fue a Johannesburgo donde comenzó a trabajar como ayudante para un despacho de abogados. El nombre clave en esos tiempos fue Walter Sisulu, un amigo íntimo que influyó en sus ideas políticas y lo ayudó a terminar sus estudios de Derecho. Tanto Sisulu, como toda la gente que trató directamente con Madiba, relató siempre que el poder de seducción, la confianza en sí mismo y su personalidad aplastante, eran rasgos innegables de la persona que pasó a la historia como la figura que derrocó el Apartheid en Sudáfrica. Sin embargo, su meteórica carrera política se vería dramáticamente interrumpida por su entrada en prisión.  Su fervorosa militancia en el Congreso Nacional Africano (CNA) y en el Partido Comunista de Sudáfrica, pero, sobre todo, la fundación de La Lanza de la Nación, una organización guerrillera y armada en 1961, le llevaron a un proceso judicial que le sentenció a cadena perpetua en 1962. Desde entonces, pasó 27 años privado de libertad. En concreto, su lucha fue contra los bantustanes: un plan del gobierno con el que se pretendía marginar a la población no blanca (el 70%) en Sudáfrica.

«Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada»

Igual que Pepe Mujica (ex presidente de Uruguay), Dilma Rouseff (ex presidenta de Brasil), y Lech Walesa (ex presidente de Polonia), Mandela fue uno de los líderes que excepcionalmente lograron pasar de la prisión a la silla presidencial. Sin embargo, para él el camino fue mucho más largo. Después de décadas luchando desde la sombra, en 1984 el gobierno le ofreció una libertad condicionada a establecerse en uno de los bantustanes, pero él no la aceptó. Durante el mismo tiempo, su esposa Winnie (con quien estaba casado desde 1958), abrazó con fervor la lucha contra el Apartheid así como la causa contra la liberación de Mandela (ya de dimensiones internacionales), y, finalmente, en 1990, tras la legalización del CNA, Madiba fue excarcelado.

Tres años más tarde, igual que le había sucedido a Lech Walesa, Mandela recibió el Premio Nobel de la Paz, que compartió con Frederik de Klerk, entonces presidente de la República. Ese gesto le convirtió en uno de los líderes más conciliadores de todos los tiempos. No en vano, un año más tarde, cuando se celebraron las elecciones generales de Sudáfrica, Mandela, como candidato del CNA, se convirtió en el primer presidente negro de un país conocido por el constante endurecimiento de su política segregacionista racial.

Hoy es recordado en su país natal como ‘El padre de Sudáfrica’, gracias al plan de reconstrucción y desarrollo con el que pudo mejorar el nivel de vida de la población que vivía en las condiciones más precarias. «Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada», aseguraba Mandela. Una visión que las nuevas generaciones tienen presente gracias a la película Invictus, el filme de Clint Eastwood en el que relata cómo ‘Madiba’, con su apoyo a la selección nacional de rugby durante la copa mundial de 1995, impulsó la inclusión social y la conciliación entre las dos Sudáfricas que habían permanecido segregadas durante décadas.

Rompiendo las barreras de la salud reproductiva

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Para afrontar y resolver los retos demográficos nació el Día Mundial de la Población, que se celebra cada 11 de julio. Uno de sus objetivos es asegurar los derechos de salud sexual y reproductiva en todos los países del mundo ya que según Naciones Unidas un 43% de las mujeres del planeta no puede tomar sus propias decisiones al respecto.

Los derechos humanos, bajo la lupa

Los períodos de crisis tienden a tener un efecto negativo en los derechos de la población. Los derechos humanos y sociales son un daño colateral de las situaciones problemáticas, como han ido demostrando las grandes vicisitudes de la historia reciente. La Gran Recesión de hace poco más de una década impactó profundamente en la sociedad, aumentando las desigualdades y precarizando derechos. La gran pregunta ahora es si la pandemia del coronavirus ha tenido un efecto similar.

La FRA alerta: «la pandemia ha tenido un tremendo efecto negativo en el disfrute por parte de la gente de los derechos sociales»

El último estudio de la Agencia de los Derechos Fundamentales (FRA, por sus siglas en inglés) ha abordado esa cuestión, analizando la factura del covid-19. Sus investigaciones confirman que la crisis sanitaria sí ha tenido un efecto directo sobre los derechos de la ciudadanía europea. El Informe de la FRA sobre los derechos fundamentales de 2022 concluye: «la pandemia ha tenido un tremendo efecto negativo en el disfrute por parte de la gente de los derechos sociales, afectando a todas las áreas de la vida».

Así, durante los últimos años se han hecho más abruptas tanto la desigualdad como la situación de vulnerabilidad de ciertos colectivos. Quienes estaban en una posición precaria antes de la crisis sanitaria, han salido de ella en una situación mucho peor. De hecho, el porcentaje de europeos que están en una situación delicada ha escalado. En febrero/marzo de 2021, el 23,7% de los habitantes de la Unión Europea reconocía que le costaba llegar a final de mes. En 2019, eran el 18,5.

También ha crecido el número de personas que siente que la sociedad europea las está dejando de lado. Es el 26% de los europeos, frente al 18,3% que aseguraba lo mismo en 2020. En este punto, la situación es más complicada para las mujeres que para los hombres. El 23,3% de los hombres asegura sentir esa percepción (frente al 17% de 2020), mientras que son el 27,7% de las mujeres (frente al 19,3% previo) quienes acusan esos efectos.  Por edades, los más jóvenes son –sin tener en cuenta el género– los más perjudicados. El 32,8% de los europeos de entre 18 y 34 años cree que la sociedad los está expulsando.

Los grandes puntos de tensión

Más allá de las percepciones de la ciudadanía y de lo que ha supuesto en términos de precariedad esta crisis, algunas áreas se han visto especialmente tensionadas. Entre todos los golpes que los derechos fundamentales han sufrido durante este último año, la FRA ha identificado tres áreas clave en las que los efectos han sido más duros.

La primera es la de los derechos de la infancia. Según las conclusiones del informe, la crisis ha aumentado el riesgo de exclusión y pobreza de aquellos menores europeos que ya estaban en entornos más desfavorecidos. Así mismo, la pandemia ha tenido un efecto directo –y para peor– sobre el bienestar infantil y el acceso a la educación. Por ejemplo, no toda la infancia contaba con los mismos recursos para acceder al e-learning.

Al 23,7% de los europeos les cuesta llega a fin de mes y el 26% siente que la sociedad los deja de lado

El siguiente punto en el que las cosas han empeorado ha sido en el racismo. Durante estos años pandémicos, tanto los delitos de odio como la discriminación han subido. De forma particular, la FRA destaca cómo ha aumentado «la incitación al odio en línea contra los migrantes y las minorías étnicas».

Por tanto, no sorprende que el otro gran punto en el que el organismo europeo ha identificado como tensionado haya sido el conectado con las migraciones. «Las personas migrantes fueron víctimas de violencia o expulsadas en las fronteras terrestres de la UE y más de 2.000 migrantes murieron en el mar», señala el comunicado en el que se aborda el estudio, recordando que el número de menores migrantes no acompañados que han llegado a las fronteras europeas en este período ha subido.

Por tanto, alerta la agencia comunitaria, es crucial que en los planes de recuperación europeos se tenga en cuenta el fomento de los derechos y, también, que se trabaje para la cohesión social. Por ahora, los fondos de recuperación ya han ido en esa dirección. «La respuesta a la pandemia del covid-19 y la guerra de Ucrania muestran cómo se forja la Unión Europea cuando se enfrenta a crisis», asegura el director de la FRA, Michael O’Flaherty, señalando que los planes de financiación «pueden y están marcando una diferencia significativa». La UE no debe perderlo de vista.

Nacer sin existir. La identidad como factor clave en la protección de los derechos humanos

Nacer, pero sin existir. Como si la vida dejase a alguien en el camino. Con una historia personal, pero sin un rostro oficial. Esa es la situación en la que se encuentra una cuarta parte de los niños y niñas en el mundo: en total, según cifras de las Naciones Unidas, 166 millones de menores de cinco años no están registrados oficialmente en sus países. Sin identidad, son invisibles a la hora de acceder a la educación, la atención médica y otros servicios básicos en cualquier sociedad.

Cada día nacen en el mundo miles de niños que quedan sin registrar y, por tanto, desprovistos de un nombre reconocido y de una nacionalidad. A pesar de que durante las últimas décadas la población mundial infantil ha crecido exponencialmente, cuando se pone la lupa sobre los registros de algunos países aparece ese agujero negro. A pesar de que lo establece la Convención de los Derechos Humanos del niño, en los países más vulnerables la identidad de los más pequeños a través de los certificados de nacimiento todavía hoy no está garantizada.

Según Unicef, en 2007, solo un 0,1% de los recién nacidos en las islas Salomón contaban con un certificado de nacimiento

«El registro de nacimiento es más que un derecho. Muestra cómo la sociedad reconoce y admite su identidad y existencia», explicaba la directora adjunta de UNICEF, Geeta Rao Gupta, en un informe que analiza el fenómeno en 174 países. «Es clave para garantizar que los niños no sean olvidados, que no se queden detrás del progreso de sus naciones».

Esa es precisamente una de las metas que se han propuesto –y que ha pasado más desapercibida que otras– los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Concretamente, es el ODS 16, que busca apuntalar la justicia y las instituciones sólidas, el que recoge esta meta, la 16.9: proporcionar una identidad jurídica a todas las personas, evitando así que la infancia pase por ese coladero de sistemas incapaz de ampararla. Según UNICEF, los porcentajes más bajos de registros de nacimiento se encuentran en Somalia (3%), Liberia (4%), Etiopía (7%), Zambia (14%) y Chad (16%).

En busca de los niños sin nombre

Si ningún ser humano es una isla entera por sí mismo, como ya se encargó de decir el poeta John Donne, sino que cada uno es una parte de una sociedad al completo, ¿por qué todavía nos encontramos con este alto número de personas invisibles? Los expertos apuntan como principal barrera a la dificultad de establecer sistemas de registro en países con pocas y malas infraestructuras de comunicación. Ese es el motivo por el que el fenómeno de la no-identidad se da, como indica UNICEF, principalmente en las zonas del África subsahariana y el sudeste asiático, donde al mismo tiempo encontramos la mayor parte de los conflictos armados activos: Afganistán, Siria, Yemen, las luchas en el Sahel o la guerra olvidada de Sudán del Sur.

Así, el descontrol de los registros es retroalimentado por la inseguridad de estos territorios y las instituciones débiles, que complican aún más la emisión de certificados de nacimiento de sus habitantes. Sobran los ejemplos: en 2007, en las islas Salomón, con más de seis millones de habitantes e importantes conflictos étnicos, solo el 0,1% de los menores del archipiélago contaron con un certificado de nacimiento. Y en Papúa Nueva Guinea, UNICEF encontró un único punto de registro civil para una población de siete millones de habitantes, lo que dificultaba a muchos el desplazamiento al no poder permitirse perder días de trabajo o afrontar los gastos de transporte correspondientes.

La falta de una identidad oficial sitúa en un punto delicado a las poblaciones de por sí vulnerables, como las mujeres, los migrantes o las minorías étnicas

Son las propias instituciones las que no se encargan de facilitar el registro a sus habitantes o de informarles adecuadamente sobre cómo proceder con el certificado de nacimiento, poniendo demasiadas trabas burocráticas. De hecho, como reveló un estudio de Data2X, la alta mortalidad de los menores de cinco años desmotiva a muchos padres a invertir tiempo en conseguirles una identidad, optando por destinar sus escasos ingresos a aspectos considerados más urgentes, como la alimentación o la vivienda.

La siguiente ficha del tablero la mueven los propios sesgos culturales de cada país, que suelen priorizar el registro de un género o una etnia, especialmente en las zonas rurales. Así, el problema se vuelve aún más complejo para las mujeres, los migrantes y las minorías, lo que a la vez hace su situación aún más delicada: desprovistos del amparo del sistema, se encuentran aún más indefensos frente a situaciones de trata y abuso, pero también ante problemas serios de salud –sin estar registrados no pueden acceder a tratamientos y vacunas– o la pobreza endémica.

Por último, los movimientos masivos de poblaciones, que cada vez superan más techos debido a los desplazamientos provocados por los conflictos armados y las consecuencias del cambio climático, hacen aún más invisibles a esas personas que nacieron sin identidad. Ante una llegada masiva de refugiados sin nombre, a cualquier país le resulta imposible asegurar su protección sin contar con un solo dato oficial de su vida. Y es un suma y sigue: de nacer nuevos bebés en los campos de refugiados y zonas de asilo, esta invisibilidad se hereda hacia el resto de las ramas del árbol genealógico.

Ante esta situación, y aprovechando los beneficios que ofrece la digitalización, países como Belice –donde gran parte de la población cuenta con teléfonos móviles– decidieron en plena pandemia buscar formas de incrementar las partidas de nacimiento, aprovechando los paquetes de ayuda contra la covid-19 para incluir folletos explicando cómo rellenar un formulario de registro en una app conectada directamente con el registro civil y centrándose en las comunidades más vulnerables, como los nacidos en comunidades indígenas o los solicitantes de asilo.

Otras estrategias como vincular el registro de las campañas de vacunación o las campañas de certificación itinerantes han mostrado también cierto éxito en países como Guinea y Sudán, recuperando algo fundamental en cada persona: la protección de sus derechos (que es la de su propia vida).

La igualdad de género, requisito fundamental para un mundo sostenible

En la lista de objetivos para un mundo más sostenible que la ONU fijó en la Agenda 2030, se encuentra, como uno de los puntos destacados, la igualdad de género. El objetivo 5 interpela a «lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas», recordando que, aunque se han logrado avances en los últimos años, «todavía existen muchas dificultades». La reciente crisis del coronavirus y los efectos del cambio climático –que está perjudicando más a las mujeres– hacen que la situación sea más precaria e, incluso, más urgente.

La importancia de la igualdad se explica, como apunta Naciones Unidas, por el impacto que esta tiene no solo en las mujeres sino en la sociedad en general. «Los retos a los que nos enfrentamos hoy –la pandemia del coronavirus, la crisis climática, el crecimiento y propagación de conflictos– son en gran parte el resultado de nuestro mundo y nuestra cultura dominados por el hombre», afirmaba este mes de marzo el secretario general de la ONU, António Guterres. Conseguir la igualdad de género y la paridad resultan cruciales para lograr un mundo «más seguro, más pacífico, más sostenible» para todos, alertaba Guterres.

La igualdad entre los géneros y el empoderamiento de mujeres y niñas es el objetivo 5 de la Agenda 2030

Los planes que ya han tenido en cuenta de forma específica a las mujeres demuestran que la igualdad tiene un eco directo sobre el bienestar de toda la sociedad. Así, de todas las acciones de mejora en seguridad alimentaria en los países en desarrollo, el 55% nacieron gracias al impulso de los programas que dan soporte a las mujeres de esas comunidades, según estadísticas de la ONU. Dar más recursos a las agricultoras y potenciar su papel permitiría aumentar la producción entre un 20% y un 30%, lo que ayudaría a reducir en cinco puntos porcentuales el nivel de hambruna global. Por tanto, se podría decir que impulsar la igualdad de la mujer en el campo ayudaría a acabar con el hambre en el mundo.

Del mismo modo, implicar más a las mujeres –y a todos los niveles– en la toma de decisiones ayuda a diseñar un mundo más sostenible, puesto que, como han demostrado varios estudios de Naciones Unidas, las mujeres tienden a pensar más en la comunidad cuando toman decisiones y también a ser más exigentes con las normativas medioambientales. Los parlamentos que aprueban normativas más proactivas en la lucha contra el cambio climático suelen tener un mayor porcentaje de diputadas.

Los beneficios de la igualdad de género no tocan solo a las mujeres: mejora la satisfacción y la riqueza general de la sociedad

Igualmente, alcanzar una mayor igualdad entre hombres y mujeres tendría un efecto dominó en otras cuestiones. En un mundo más igualitario, la brecha salarial sería más reducida o directamente desaparecería, lo que a su vez aumentaría la seguridad económica de las mujeres y reduciría la pobreza, que afecta –tanto economías desarrolladas como en vías de hacerlo– de forma más elevada a las mujeres. Un estudio estadounidense ha demostrado que la pobreza entre las mujeres se reduciría más de un 40% si se eliminase la brecha salarial. Datos de McKinsey pronostican que, si se logra alcanzar en 2025 el mejor escenario posible en igualdad, se podrían sumar 12 billones de dólares al año al producto interior bruto global. Solo en Europa, y según las estimaciones de la Unión Europea, mejorar la igualdad llevaría a hacer crecer el PIB comunitario entre un 6,1 y un 9,6% de aquí a 2050.

A esto hay que sumar que las empresas que presentan mejores datos en igualdad logran también mejores resultados económicos que sus competidoras. Es un 25% más probable que las compañías líderes en diversidad de género tengan beneficios por encima de la media, según McKinsey.

En resumidas cuentas, y como demuestran los planes que ha puesto en marcha el Banco Mundial, actuar genera resultados. Así, por ejemplo, una campaña en India demostró que empoderar a las mujeres rurales mejora su acceso a préstamos y a más educación, lo que tiene efectos sociales a medio y largo plazo.

Los cambios por realizar 

Alcanzar ese objetivo de igualdad es posible, por mucho que quede todavía camino por recorrer para lograrlo. Como recuerda el objetivo 5 de la Agenda 2030, la clave está en trabajar de forma directa sobre la desigualdad, cortando de raíz aquello que la mantiene activa.

Aumentar la presencia de las mujeres en los órganos de decisión –ahora mismo solo son el 23,7% de las personas presentes en los parlamentos nacionales de los diferentes países, según la ONU, o el 5% de los CEO globales, según las de Deloitte– o modificar las leyes para crear entornos más igualitarios son algunos de los primeros pasos que las administraciones públicas pueden tomar en ese camino hacia el cambio.

En juego está el lograr un mundo más justo e igualitario, con sociedades más resilientes y equilibradas.

Cinco científicas que han contribuido a la sostenibilidad

Durante los últimos dos años el mundo ha sido más consciente si cabe del importante papel que juega la ciencia en nuestras vidas, no solo para aminorar los efectos de una pandemia mundial, sino también para avanzar como sociedad. Precisamente, muchas mujeres han estado al frente de las investigaciones que han permitido desarrollar las vacunas frente a la Covid-19. Sin embargo, su menor presencia en el terreno científico sigue evidenciando una gran brecha de género. Según datos de la Unesco, las mujeres suponen menos del 30% en los equipos de investigación científica. Y otro dato más: de todos los premios Nobel otorgados, solamente el 6% llevan inscrito nombre femenino.

Alcanzar para 2030, la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas, pasa por reconocer la carrera de las científicas como merecen. De ahí que cada 11 de febrero se ponga en valor a todas las mujeres que han contribuido a la transformación del paradigma científico, al desarrollo de nuestra sociedad y al cuidado de nuestro planeta a través de la  investigación. Estos son cinco ejemplos:

Eunice Newton: Nos advirtió del efecto invernadero

Pocas mujeres del siglo XIX se atrevían a proponer ideas nuevas. Una de ellas fue Eunice Newton, sufragista, científica y climatóloga pionera en el descubrimiento del gas de efecto invernadero. Su experimento demostró que un cilindro de cristal con aire húmedo se calentaba más que uno con aire seco. Y un cilindro con dióxido de carbono no solo se calentaba todavía más, sino que le costaba notablemente enfriarse de nuevo. Por tanto, concluyó que una atmósfera con ese gas dentro provocaría altas temperaturas en la Tierra. Ahora bien, a pesar de la relevancia de su descubrimiento, Eunice Newton cayó rápidamente en el olvido.

 

Josefina Castellví: al cuidado de la biodiversidad polar

En nuestro país, la inspiración llegó con personas como la oceanógrafa catalana Josefina Castellví. Siempre ha estado  comprometida con los círculos polares, y ha sido, junto a la bióloga Marta Estrada, la primera española en participar en una expedición internacional en la Antártida. Además, fue la primera mujer en dirigir una base antártica. También ha dirigido el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC durante varios años. La propia “Pepita”, a sus 86 años, recuerda la situación de las mujeres en los laboratorios. No hace tanto de aquel entonces, corrían los años 80, cuando la tarea de ellas se limitaba a limpiar tubos y hacer facturas, pero muy pocas eran científicas.

 

Rose Mutiso: Activista contra el déficit energético

Desde joven decidió ayudar a las generaciones futuras de mujeres académicas africanas, y tras acabar la universidad optó por buscar soluciones al déficit energético que se esparce por África y Asia. Apasionada de la ciencia y la tecnología, la keniata Rose Mutiso es ingeniera, doctora en Ciencias de Materiales y fundó en Nairobi, con otros compañeros, el Instituto Mawazo ("Ideas") de investigación. Su trayectoria destaca por haber contribuido enormemente en decisiones medioambientales, en política energética e innovación sostenible en tres continentes distintos: América, Asia y África. Actualmente, también ayuda a mujeres en países subdesarrollados a convertirse en académicas y líderes políticos.

 

Kate Raworth: Best-seller en economía circular

Economista centrada en los retos sociales y ecológicos del siglo XXI. El prestigio de Raworth viene de su idea de la Doughnut Economics (economía del donut). Es una metáfora visual en la que combina conceptos de límites planetarios y sociales para replantear nuevas metas económicas. Su propuesta ha dado la vuelta al mundo y ha sido presentada en espacios como la Asamblea General de la ONU. Además, Kate Raworth trabaja como investigadora en el Environmental Change Institute de la Universidad de Oxford y es socia del Cambridge Institute for Sustainability Leadership.

 

Neri Oxman: Fundadora de la ecología de materiales

Está llamada a ser arquitecta del cambio, mezclando su conocimiento en diseño computacional, biología sintética y fabricación digital. Oxman fue de las primeras personas en investigar sobre ecología de materiales, una rama desconocida hasta hace menos de 20 años. Su labor consiste en informar sobre la composición material de los edificios que nos rodean y cómo estos pueden convivir con los ecosistemas cercanos. Con mucho esfuerzo y algo de suerte, la israelí Neri Oxman espera pasar de consumir naturaleza a aumentarla.