Las estrellas que en la actualidad admiramos por su belleza etérea, eran hace siglos una guía para nuestros ancestros. A partir de los puntos que iluminaban el firmamento, los nómadas averiguaban cómo regresar al hogar o buscar uno mejor, y así lo acreditan hallazgos como el colmillo de mamut con la constelación de Orión tallada que se descubrió en Alemania el pasado siglo –y al que se le estima una antigüedad de 32.500 años–. También encontramos cartas estelares rudimentarias en las cuevas de Lascaux, Francia, pues cuenta con las estrellas de las Pléyades dibujadas en sus paredes, y más cerca, en Cantabria, la constelación Corona Borealis en la cueva de El Castillo. Ambos atlas se remontan 15.000 años atrás.
A medida que pasaron los siglos, estos mapas de estrellas se volvieron más complejos y, sobre todo, próximos a la ciencia. Se añadieron progresivamente nuevas constelaciones que se vislumbraban durante las expediciones en barco y en 1843, el astrónomo alemán Friedrich Argelander dio a luz a la Uranometria Nova, un atlas que contiene 3.256 estrellas y todas las constelaciones vigentes en la actualidad.
Desde 2011 se ha reducido el brillo del cielo en un 10% cada año
Han pasado casi dos siglos y los humanos ya no nos guiamos por las estrellas. Con suerte, miramos la señalización de la carretera, pues lo que nos orienta es el GPS del teléfono móvil. Pero ¿qué dirías si descubrieses que hay seres vivos que todavía usan el firmamento como una hoja de ruta para encontrar cobijo o comida?
Las focas comunes son el ejemplo perfecto. Habitan las costas atlántica y pacífica del hemisferio norte y buscan alimento durante las horas sin luz, a veces alejándose de la orilla, pero volviendo a ella gracias a las estrellas –pues no cuentan con referentes terrestres–. En el caso de los azulillos índigos, una especie de ave que habita Norteamérica, sucede algo parecido: a la hora de migrar al sur durante el invierno, se orientan gracias a las constelaciones del firmamento.
Ambas especies se enfrentan a un acuciante problema: las estrellas se difuminan por culpa de la contaminación lumínica (según un reciente estudio publicado por la revista Science, desde 2011 se ha reducido el brillo del cielo en un 10% cada año).
«Muchos de los procesos fisiológicos y de comportamiento de la vida en la Tierra están relacionados con ciclos diarios y estacionales», explica Christopher Kyba, autor principal de la investigación, y es que la falta de luz en el cielo afecta no solo a plantas y animales, sino también a la cultura humana, el arte o la ciencia. La causa de este apagón natural, como ya vaticinábamos, es la emisión de luz artificial, la cual altera la oscuridad del medio ambiente durante la noche.
«Muchos de los procesos fisiológicos y de comportamiento de la vida en la Tierra están relacionados con ciclos diarios y estacionales»
Antaño, esta contaminación lumínica se asociaba exclusivamente a medios urbanos, pero las investigaciones han confirmado un alcance generalizado. En España, por ejemplo, es imposible encontrar ninguna zona desprovista de la luz artificial, tal y como señala el estudio The new world atlas of artificial night sky brightness. Este fenómeno se remonta a los años 90 y ha propiciado la degradación del paisaje, como sucedió en la Devesa de l'Albufera valenciana –en la cual se implementó en 2019 un alumbrado que solo se activa en presencia de viandantes– o el Parque Nacional de Doñana –que estrenó un sistema de control de la contaminación lumínica allá por 2010–. Quedan, sin embargo, parajes privilegiados de observación estelar, como es el caso del Lago de Sanabria, en Zamora.
A mayores, el mal uso de la luz artificial está poniendo en jaque a nuestros recursos. El consumo energético de España ha crecido imparable en las últimas décadas, convirtiéndonos en el segundo país europeo que más dinero dedica a iluminar sus municipios –con un gasto anual de aproximadamente 950 millones de euros– según los datos de la Universidad Complutense de Madrid.
Es imperativo recuperar las estrellas y, como se ha visto en la Albufera o en Doñana, tenemos clara la vía para lograrlo. «Se conocen los métodos eficaces para reducir la contaminación lumínica y muchos de ellos también reducen el consumo de electricidad», sostiene Kyba en la investigación de la revista Science, «pero estas medidas se han aplicado a escala local, no se han generalizado».
Ha llegado el momento de apagar el interruptor (o al menos, no encenderlo más de lo estrictamente necesario) para que, el día de mañana, la Tierra siga contando con su guía estelar.