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La primavera, ¿otra especie en peligro de extinción?

La actriz Elsa Pataky fue la elegida este año por los grandes almacenes más conocidos de España para protagonizar su mítica campaña de moda primaveral bajo el lema ‘Ya es primavera’. Lo que no se imaginaba la empresa es que su campaña sería objeto de una acción de Greenpeace   para sensibilizar sobre el calentamiento global con motivo del Día Meteorológico Mundial. ‘Ya nunca es primavera’, se podía leer tras el despliegue de una lona por parte de los activistas de la ONG sobre el cartel del gran almacén. Ese “nunca” denuncia que el cambio climático provocado por las emisiones de gases de efecto invernadero generados por la acción humana está acabando precisamente con la primavera.

El verano les está ganando terreno a la primavera y al otoño. La Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) ya daba el aviso hace unos años: los estíos de hoy duran cinco semanas más que en la década de los 80. Además, según los registros de sus estaciones, las temperaturas medias suben especialmente en los periodos primaveral y estival.

Los veranos en España duran cinco semanas más hoy que lo que lo hacían en la década de los 80, comiendo terreno al periodo primaveral

Como referencia para aterrizar la magnitud del fenómeno, el organismo señala que mientras en los años 70 el cambio entre estaciones solía ocurrir entre mediados de julio y septiembre, en la actualidad se ha adelantado casi un mes y finaliza una semana más tarde.

Aunque esto pueda hacer pensar que el verano está devorando a la primavera (en parte por la extensión de los periodos con temperaturas más cálidas), lo que ocurre en realidad es que se adelanta el proceso, según una investigación de la Universidad de Cambridge.

Desajuste ecológico

Los periodos de floración se están alterando y, al menos en el Reino Unido, ya se ha adelantado un mes (de mediados de mayo a mediados de abril) en el periodo 1987-2019 respecto al de 1753-1986. El estudio también concluye que las hierbas se ven más afectadas por este cambio que los arbustos y árboles, si bien ninguna especie vegetal queda indemne.

Uno de los símbolos de la llegada de la primavera es el florecimiento de los cerezos, y en Japón lo saben desde tiempos inmemoriales. En ese país los japoneses han esperado habitualmente a que llegue abril para contemplar el rosa pálido de estos árboles, pero en 2021 no tuvieron tiempo de reacción: el 26 de marzo los pétalos ya estaban abiertos. Algo que no había ocurrido en 1.200 años, según los anales nipones.

Todo lo anterior impacta en las especies polinizadoras, como las abejas. El investigador principal del estudio británico, Ulf Büntgen, recuerda que las flores son especialmente sensibles a las heladas y, si brotan antes, un descenso acusado de temperaturas puede matarlas. No obstante, pone el foco sobre el conjunto del ecosistema: “Las plantas, los insectos, las aves y otros animales salvajes han coevolucionado hasta el punto de sincronizarse en sus etapas de desarrollo”, explica. Y si ahora uno de los organismos acelera sus procesos, provocará que las especies que no puedan adaptarse corran el riesgo de extinguirse.

¿Cómo afectan a la biodiversidad estos cambios?

La sequía que estamos viviendo actualmente amenaza a la biodiversidad. De ello dio buena muestra el pasado mes de abril, el más seco y cálido nunca antes registrado según la Aemet: llovió tan solo un 22% de la media y hubo tres grados por encima.

Hasta el punto de que, recientemente, un grupo de científicos ha publicado en la revista Science un artículo que urge a tomar medidas más contundentes contra el cambio climático, y alertan de que hay más especies en peligro de extinción que en ningún otro momento de la historia de la humanidad.

Por esta razón, el grupo compuesto por 18 expertos internacionales (entre ellos, al menos un experto del IPCC de Naciones Unidas) aboga por incluir la mayor protección de la biodiversidad en los objetivos para luchar contra el cambio climático.

Grupos de científicos reclaman que la protección de la biodiversidad tenga la misma relevancia que el objetivo de limitar el calentamiento global a 1,5 grados

En concreto, los autores aconsejan proteger y restaurar al menos el 30% de paisajes de agua dulce, oceánicos y terrestres mediante una red interconectada de áreas protegidas. Y es que la disminución de las poblaciones de animales salvajes entre 1970 y 2018 alcanza el 69%, según el Índice Planeta Vivo global 2022 de la ONG WWF.

Ante esta situación, Hans-Otto Pörtner (coautor en el artículo y autor principal de varios informes para el IPCC y), sentenció que si tan solo se restaurase el 15% de las zonas convertidas para el uso de la tierra “sería suficiente para prevenir el 60% de los eventos de extinción previstos”.

¿Se puede modificar de forma artificial el tiempo?

Ni los periodos de sequía, ni los fenómenos extremos tienen una intencionalidad provocada por el ser humano. Si bien el cambio climático a causa de la actividad continuada desde la primera Revolución Industrial con la quema de combustibles fósiles ha tenido un efecto innegable sobre la temperatura del planeta (el panel de expertos del IPCC de la ONU ya da por sentado que se incrementará 1,5 grados en este siglo), no parece que sea así en lo que atañe a las técnicas de modificación del tiempo.

Las técnicas de modificación del tiempo, más posibles hoy por el desarrollo de la nanotecnología, buscan estimular el interior de una nube

Estos procedimientos van orientados, según explica la Organización Meteorológica Mundial (OMM), principalmente a tres fines: estimular la cantidad de las precipitaciones de lluvia o de nieve, disipar las nieblas (que pueden afectar al tráfico aéreo, por ejemplo) y disminuir el granizo. Y que se lleven a buen puerto, o no, tiene mucho que ver con un compuesto químico: el yoduro de plata.

Su poder ‘oculto’, basado en la formación de cristales de hielo en el vapor de agua, se descubrió a finales de la década de 1940 y desde entonces han sido varios los lugares donde se han probado pequeños proyectos con mayor o menor éxito. En la actualidad, asegura la divulgadora científica y exdirectora de comunicación de la OMM Lisa M. P. Munoz, “están teniendo lugar en más de 50 países a lo largo del mundo”, como se puede leer en una publicación en la web de la OMM.

Y donde más énfasis se está poniendo es en conseguir una siembra eficaz de las nubes. El éxito dependerá de descifrar la manera en la que el agua se forma y se mueve dentro de ellas para después determinar las condiciones geográficas y climatológicas en las que se aplica el yoduro de plata. La nanotecnología cubre hoy ese vacío que predominaba hasta hace unos años, al aportar una mayor precisión a las investigaciones que van en este sentido.

En busca de las nubes-cosecha 

En países como Emiratos Árabes Unidos saben bien lo que es la escasez de lluvias. Desde 2016 llevan invirtiendo millones de dólares en programas científicos que afiancen fuentes de agua seguras (el 40% de la que consume el país arábigo es desalinizada, técnica cuyo coste es muy elevado).

El yoduro de plata es una sustancia química que permite formar cristales de hielo en el vapor de agua nuboso y con la que se han obtenido resultados modestos

Pero no todas las nubes valen para tal fin. La propia Munoz cita a Roelof Bruintjes, presidente del Equipo de Expertos sobre Modificación Artificial del Tiempo de la OMM, quien es tajante a la hora de exponer la realidad: "Nadie puede fabricar o disipar una nube". También desmonta que esta técnica vaya a acabar con las sequías.

En esencia, se trata de localizar aquellas nubes en el cielo que tienen el potencial pluvial y estimularlas de manera artificial para que llueva. De ahí que se investigue en siembras glaciogénicas (con yoduro de plata para formar hielo en nubes frías, aquellas por debajo de cero grados y presencia de agua subfundida), o higroscópicas (con sal simple en nubes convectivas con grandes extensiones por encima de los -10 grados).

Efectos en el cambio climático

Ante las diversas teorías conspiratorias que hablan de una alteración intencionada de las condiciones climatológicas para afectar de alguna manera a la salud pública o influir en el comportamiento social (últimamente de moda por aquellas voces que alertan de las estelas de los aviones), la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) desgranó en un artículo de hace unos años los efectos de la modificación artificial del tiempo.

En concreto, se refería al uso de yoduro de plata, un compuesto químico “tóxico y perjudicial para el medio ambiente” en grandes cantidades, que no es el caso en los intentos puestos en marcha para generar lluvias o nieve. “Se ha estimado que la siembra de nubes anual en todo el mundo representa el 0,1% de la cantidad de yoduro de plata incorporada a la atmósfera por las actividades humanas en Estados Unidos” y, además, se calcula que un gramo de este compuesto distribuido de forma amplia en una nube podría suponer una precipitación de un litro por metro cuadrado en un área de 1.000 kilómetros cuadrados.

Frenar el cambio climático (todavía) es posible

“Pisar el acelerador”. Es, una vez más, el diagnóstico del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que ahora refrenda en su último informe, si queremos evitar que la temperatura global suba más de 1,5 grados centígrados este siglo. Y abre una puerta al optimismo: la transición hacia una sociedad descarbonizada, además de necesaria, es perfectamente posible si tomamos las medidas necesarias.

La transición a las fuentes renovables es uno de los pilares ineludibles de esta transformación en una sociedad con cero emisiones netas. Su presencia en el mix energético es cada vez mayor, al tiempo que decrecen sus costes, como demuestra un estudio de la Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA), según el cual, de las que entraron en funcionamiento en 2020, casi dos tercios (62 %) eran más baratas que sus equivalentes de combustibles fósiles.

«El precio de las tecnologías renovables como la eólica y la solar está cayendo significativamente, lo que está impulsando su auge como la fuente de energía más barata del mundo»

La Agencia Internacional de la Energía (AIE), por su parte, prevé que las fuentes no contaminantes alternativas al carbón representen casi el 95 % del aumento de la capacidad energética mundial hasta 2026, y solo la solar fotovoltaica supondrá más de la mitad de este incremento. La cantidad de capacidad renovable agregada entre 2021 y 2026 será un 50% más alta que entre 2015 y 2020.

A largo plazo, los costes podrían ser incluso más bajos que los niveles de 2020, en función de las innovaciones en las tecnologías de energía, el diseño de la red y la capacidad para gestionar los problemas de flexibilidad. En el Foro Económico Mundial señalan que «el precio de las tecnologías renovables como la eólica y la solar está cayendo significativamente, lo que está impulsando su auge como la fuente de energía más barata del mundo», y aportan datos: «El coste de los proyectos solares a gran escala se ha desplomado un 85% en una década, y retirar las costosas plantas de carbón sería un ahorro a medio plazo y reduciría alrededor de tres gigatoneladas de CO2 al año».

Otra de las claves de esta transformación es la implantación definitiva de la movilidad eléctrica: el transporte, aún hoy dominado por los combustibles fósiles, aporta más de una cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero, según advierte la Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA). Con todo, no vamos por el mal camino. Un estudio de Delotitte señala que en España deberían circular, al menos, 300.000 coches eléctricos para cumplir con los objetivos de reducción de emisiones marcados por la Unión Europea. En 2022, según datos de Carwow, ya había unos 200.000 automóviles de este tipo matriculados. Vamos algo retrasados y para 2030 se deberían alcanzar los seis millones, pero lo cierto es que la venta de coches eléctricos aumenta cada año exponencialmente.

«Se necesitan transiciones rápidas y de gran alcance en todos los sectores y sistemas para lograr reducciones de emisiones profundas y sostenidas y asegurar un futuro habitable y sostenible para todos»

Los motivos son claros: si bien hasta hace no demasiado la compra de un coche eléctrico suponía un desembolso elevado reservado a unos pocos, la ciudadanía cada vez tiene una percepción mayor del ahorro que puede suponer a medio plazo. Según una encuesta realizada por el Gobierno de Estados Unidos, la razón principal para considerar comprar un coche es proteger el medio ambiente, pero la segunda motivación es económica: «Además del menor precio de la electricidad frente al combustible, el mantenimiento durante la vida útil del vehículo puede suponer un ahorro de en torno a 10.000 dólares (unos 9.200 euros)».

Acelerar la acción por el clima es necesario y factible, y debe basarse en tres pilares, según el estudio: son las finanzas, la tecnología y la cooperación, e insiste en que «hay suficiente capital para cerrar las brechas de inversión global». En esto es clave la pronta adopción generalizada de tecnologías y prácticas para que alcancen cuanto antes economías de escala, al tiempo que se mejora la cooperación internacional.

Desde el IPPC alertan de que «se necesitan transiciones rápidas y de gran alcance en todos los sectores y sistemas para lograr reducciones de emisiones profundas y sostenidas y asegurar un futuro habitable y sostenible para todos», y añaden que ya existe un amplio abanico de opciones de mitigación y adaptación que son «factibles, efectivas y de bajo coste» aunque, eso sí, «con diferencias todavía amplias entre regiones».

En este sentido, el informe destaca que en este proceso transformador se debe «priorizar la equidad, la justicia climática y social, la inclusión y los procesos de transición justa que permitan acciones de adaptación y mitigación ambiciosas y un desarrollo resiliente al clima». Para ello, se deben destinar más recursos a las regiones más vulnerables a los peligros climáticos. Y concluye: «Hay muchas opciones disponibles para reducir el consumo intensivo de emisiones, incluso a través de cambios de comportamiento y estilo de vida, con beneficios colaterales para el bienestar social, y también para la economía a largo plazo».

Europa refuerza sus acciones para reducir la huella de carbono

El ser humano se ha preocupado del medio ambiente mucho antes de que existieran leyes para protegerlo, pero a medida que la civilización ha avanzado –y con ella la economía, la tecnología o la ciencia–, ha sido necesario diseñar y aplicar una legislación con un objetivo esencial: cuidar del planeta en el presente para evitar su colapso en el futuro.

Fue así como surgió el código de Hammurabi en el año 1700 a.C, el cual estipulaba que quien tala un árbol de un huerto ajeno debe indemnizar al dueño con media mina de plata o, ya lejos de ese quid pro quo de recursos, la primera propuesta de ley para proteger el norteamericano valle de Yosemite y sus bosques de sequoias en 1872. Paralelamente, algo cambió en el medio ambiente durante esta época, y es que según un estudio publicado en la revista científica Nature Sustainability, la influencia humana sobre el cambio climático se remonta a la década de 1860. Sin embargo, hizo falta más de un siglo para aprobar un tratado internacional que frenase las emisiones de gases de efecto invernadero, tal y como propugnó el Protocolo de Kioto en 2005.

Desde entonces, la legislación ambiental ha avanzado a pasos agigantados de la mano de la investigación, la cual ha asegurado por activa y por pasiva que, de no actuar con urgencia, la temperatura media mundial seguirá subiendo a niveles excesivos para el clima, la producción de alimentos o la salud de la población, entre otras consecuencias.

En este arduo viaje hacia el equilibrio medioambiental, el Parlamento Europeo ha avanzado un paso más mediante la aprobación del nuevo Reglamento de Reparto del Esfuerzo en marzo de 2023.

El Parlamento Europeo considera imperativo reducir las emisiones hasta un 40% antes de 2030

Con 486 votos a favor, 132 en contra y 10 abstenciones, la revisión del reglamento trae consigo una serie de novedades entre las que se incluye una drástica reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero en todos los países de la Unión Europea. Así pues, en 2030 es imperativo haber reducido entre un 30% y un 40% las emisiones en comparación con los niveles de 2005 y, hasta llegar a dicha fecha, los Estados miembros no podrán superar su asignación anual de emisiones al año vinculadas al transporte por carretera, la calefacción de edificios, la industria de agricultura, las pequeñas instalaciones industriales y la gestión de residuos.

Si bien el cambio afecta a toda la Unión Europea, el reglamento ha estipulado unos objetivos diferentes para cada país en función de dos factores: su Producto Interior Bruto per cápita y la relación coste-eficacia. De este modo, a Estados miembros como Bulgaria o Rumanía se les ha asignado una reducción de emisiones cercana al 10%, mientras que España, Francia o Alemania, se encuentran cercanas al 40%.

Otra de las actualizaciones fijada por el nuevo reglamento es la limitación de las posibilidades de guardar en reserva las emisiones, pedirlas prestadas o comerciar con ellas.

Cada país tendrá un objetivo de reducción de emisiones en función de su PIB per cápita y la relación coste-eficacia

Según la versión previa del Reglamento de Reparto del Esfuerzo adoptada en mayo de 2018, durante los años en los que las emisiones son inferiores al objetivo asignado, los Estados miembros pueden acumular el excedente para usarlo posteriormente. Igualmente, cuando las emisiones superan el límite, era posible pedir prestada una cantidad limitada de asignaciones. Además, los países de la Unión Europea pueden realizar con gran libertad acciones de compra y venta entre ellos. Y si bien este comercio de emisiones plantea ventajas para cada nación en particular –concretamente la rentabilidad de poder adquirir reducciones cuando son más baratas y utilizar los beneficios para invertir en tecnología–, también conlleva un gran riesgo a gran escala: los intereses individuales podían obstaculizar el cumplimiento del objetivo climático general de la Unión Europea.

Por este motivo, el nuevo marco regulador ha fijado un tope en el comercio de derechos de emisión de gases de efecto invernadero, una decisión que fomenta la transparencia, pues a partir de ahora la información sobre las acciones nacionales de los Estados miembros pasará a ser pública en un formato accesible para cualquier ciudadano, pero también se salvaguardará la flexibilidad para poder seguir invirtiendo en el medio ambiente.

La votación de estas nuevas medidas es solo un anticipo de lo que está por llegar, pero, en palabras de Jessica Polfjärd, diputada y ponente del reglamento, «es un paso de gigante», ya que «las nuevas normas sobre los recortes nacionales de emisiones harán que todos los Estados miembros contribuyan y permitirán colmar las lagunas existentes», lo que sitúa a la Unión Europea en la cima de la agenda climática.

¿Qué podemos aprender de los anteriores cambios climáticos?

"Quien olvida su historia, está condenado a repetirla". La frase es del filósofo español Jorge Ruiz de Santayana y resume a la perfección la idiosincrasia del ser humano, una especie, quizás la única, con una tendencia intrínseca y desproporcionada a atender al presente y al futuro por encima del pasado. Como si el mundo no hubiera enseñado muchas veces que sus cartas son cíclicas, que el orden de la naturaleza es circular y que, en definitiva, todo lo que ha ocurrido alguna vez tiene grandes posibilidades de suceder de nuevo.

Durante la era conocida como Paleoceno Superior, la temperatura ascendió en La Tierra hasta seis grados en tan solo 20.000 años

En el caso del cambio climático -seguramente el mayor reto que ha afrontado nuestra especie-, tener una visión retrospectiva se revela como una de las claves a la hora de entender lo que le ocurre al planeta y, a todas luces, para ponerle solución. Y es que no es la primera vez que la Tierra se encamina hacia un cambio radical producto de una suerte de autodestrucción periódica, una renovación que devuelve al planeta a la primera base. A lo largo de la historia, el mundo que ahora habita el ser humano ha ido experimentando cambios de 180 grados. Eran cambios que obligaban a replantear las condiciones de la vida y que, en muchos casos, implicaban la extinción de especies que, incapaces de evolucionar a la velocidad necesaria, no encontraban manera de sobrevivir. Sin embargo, si algo diferencia a estos cambios climáticos pasados del que actualmente enfrentamos es su origen. Ya no es la naturaleza la que en su tendencia cíclica replantea la vida, sino el efecto de la actividad de una especie: el ser humano.

De hecho, ni siquiera es la primera vez que el planeta afronta un cambio climático originado por gases de efecto invernadero. Tal y como han ido revelando las investigaciones al respecto, hace millones de años, hubo en la Tierra períodos en los cuales se registraron altas concentraciones de gases como dióxido de carbono y metano, cuya acumulación marcó, como ahora ocurre, alteraciones drásticas en la temperatura y la llegada de períodos ultra cálidos.

Esta situación se equilibró a través del propio proceso natural con la aparición de las cianobacterias, origen de la fotosíntesis oxigénica, proceso a través del que los organismos capturan dióxido de carbono y emiten en su lugar oxígeno. A partir de ese hecho, se redujeron considerablemente las concentraciones de C02 y se generó un planeta mucho más propicio para la vida tal y como ahora lo conocemos.

Actualmente, ya no es la naturaleza la que en su tendencia cíclica replantea la vida, sino el efecto de la actividad del ser humano

Tras este cambio, otro de los más contundentes tuvo lugar en la época de los dinosaurios. Durante la era conocida como Paleoceno Superior, la temperatura ascendió en la Tierra hasta seis grados en tan solo 20.000 años (muy poco tiempo para un cambio de clima). Estas variaciones afectaron de lleno a la situación marina y a la atmósfera, generando la desaparición de multitud de especies cuyas formas de vida dejaron de ser compatibles con la realidad del momento.

Justo lo contrario ocurrió durante uno de los cambios climáticos más conocidos y con mayor relevancia a la hora de explicar nuestra era. El proceso conocido como las Glaciaciones del Pleistoceno fue un periodo en el cual las temperaturas medias globales descendieron de forma acelerada y, como consecuencia, se produjo la expansión de los hielos continentales, casquetes polares y glaciares que, en buena parte, dieron lugar al orden geográfico actual.

Mucho más reciente es el fenómeno conocido como Mínimo de Maunder, un periodo que va desde mediados del siglo XVII hasta principios de XVIII durante el que desaparecieron las manchas solares de la superficie del Sol casi por completo. Por este motivo, la principal fuente de luz del Sistema Solar generaba menor radiación, lo que conllevó un periodo frío que obligó a replantear la forma de vida tanto para el ser humano como para el resto de especies.

Además de las citadas, han sido muchas las ocasiones en las que la naturaleza y su comportamiento ha generado micro cambios climáticos como consecuencia de huracanes, terremotos o fenómenos meteorológicos extremos y complicados de predecir. Y es que justo ahí reside la clave del cambio climático actual: que ha sido previsto y, por tanto, existen opciones para frenarlo. No se trata de una alteración de las condiciones de vida provocadas por la propia naturaleza, sino por la actividad de la especie humana. Entender los procesos anteriores y, sobre todo, sus consecuencias, puede ser de gran ayuda a la hora de tomar conciencia sobre la importancia del reto que afronta el ser humano y el privilegio que ostenta. Entender la historia para no volver a repetirla.

Un cielo sin estrellas

Las estrellas que en la actualidad admiramos por su belleza etérea, eran hace siglos una guía para nuestros ancestros. A partir de los puntos que iluminaban el firmamento, los nómadas averiguaban cómo regresar al hogar o buscar uno mejor, y así lo acreditan hallazgos como el colmillo de mamut con la constelación de Orión tallada que se descubrió en Alemania el pasado siglo –y al que se le estima una antigüedad de 32.500 años–. También encontramos cartas estelares rudimentarias en las cuevas de Lascaux, Francia, pues cuenta con las estrellas de las Pléyades dibujadas en sus paredes, y más cerca, en Cantabria, la constelación Corona Borealis en la cueva de El Castillo. Ambos atlas se remontan 15.000 años atrás.

A medida que pasaron los siglos, estos mapas de estrellas se volvieron más complejos y, sobre todo, próximos a la ciencia. Se añadieron progresivamente nuevas constelaciones que se vislumbraban durante las expediciones en barco y en 1843, el astrónomo alemán Friedrich Argelander dio a luz a la Uranometria Nova, un atlas que contiene 3.256 estrellas y todas las constelaciones vigentes en la actualidad.

Desde 2011 se ha reducido el brillo del cielo en un 10% cada año

Han pasado casi dos siglos y los humanos ya no nos guiamos por las estrellas. Con suerte, miramos la señalización de la carretera, pues lo que nos orienta es el GPS del teléfono móvil. Pero ¿qué dirías si descubrieses que hay seres vivos que todavía usan el firmamento como una hoja de ruta para encontrar cobijo o comida?

Las focas comunes son el ejemplo perfecto. Habitan las costas atlántica y pacífica del hemisferio norte y buscan alimento durante las horas sin luz, a veces alejándose de la orilla, pero volviendo a ella gracias a las estrellas –pues no cuentan con referentes terrestres–. En el caso de los azulillos índigos, una especie de ave que habita Norteamérica, sucede algo parecido: a la hora de migrar al sur durante el invierno, se orientan gracias a las constelaciones del firmamento.

Ambas especies se enfrentan a un acuciante problema: las estrellas se difuminan por culpa de la contaminación lumínica (según un reciente estudio publicado por la revista Science, desde 2011 se ha reducido el brillo del cielo en un 10% cada año).

«Muchos de los procesos fisiológicos y de comportamiento de la vida en la Tierra están relacionados con ciclos diarios y estacionales», explica Christopher Kyba, autor principal de la investigación, y es que la falta de luz en el cielo afecta no solo a plantas y animales, sino también a la cultura humana, el arte o la ciencia. La causa de este apagón natural, como ya vaticinábamos, es la emisión de luz artificial, la cual altera la oscuridad del medio ambiente durante la noche.

«Muchos de los procesos fisiológicos y de comportamiento de la vida en la Tierra están relacionados con ciclos diarios y estacionales»

Antaño, esta contaminación lumínica se asociaba exclusivamente a medios urbanos, pero las investigaciones han confirmado un alcance generalizado. En España, por ejemplo, es imposible encontrar ninguna zona desprovista de la luz artificial, tal y como señala el estudio The new world atlas of artificial night sky brightness. Este fenómeno se remonta a los años 90 y ha propiciado la degradación del paisaje, como sucedió en la Devesa de l'Albufera valenciana –en la cual se implementó en 2019 un alumbrado que solo se activa en presencia de viandantes– o el Parque Nacional de Doñana –que estrenó un sistema de control de la contaminación lumínica allá por 2010–. Quedan, sin embargo, parajes privilegiados de observación estelar, como es el caso del Lago de Sanabria, en Zamora.

A mayores, el mal uso de la luz artificial está poniendo en jaque a nuestros recursos. El consumo energético de España ha crecido imparable en las últimas décadas, convirtiéndonos en el segundo país europeo que más dinero dedica a iluminar sus municipios –con un gasto anual de aproximadamente 950 millones de euros– según los datos de la Universidad Complutense de Madrid.

Es imperativo recuperar las estrellas y, como se ha visto en la Albufera o en Doñana, tenemos clara la vía para lograrlo. «Se conocen los métodos eficaces para reducir la contaminación lumínica y muchos de ellos también reducen el consumo de electricidad», sostiene Kyba en la investigación de la revista Science, «pero estas medidas se han aplicado a escala local, no se han generalizado».

Ha llegado el momento de apagar el interruptor (o al menos, no encenderlo más de lo estrictamente necesario) para que, el día de mañana, la Tierra siga contando con su guía estelar.

Madrid respira algo mejor

Cuatro imponentes torres, la ciudad extendida a sus pies y una espesa boina de contaminación son desde hace tiempo la carta de presentación que ostenta Madrid para cualquier persona que acceda a la ciudad por carretera. Con el paso de los años, el aumento de la industria y la masificación del parque de vehículos motorizados, lo que en un principio se vislumbró como un 'skyline' privilegiado terminó por convertirse en la evidencia de una contaminación excesiva o, lo que es lo mismo, un peligro para la salud de los ciudadanos. Ponerle solución pasó de ser una opción a un aspecto esencial para el futuro de la urbe.

Los niveles de sustancias contaminantes mejoraron en Madrid un 22,7% de media

Bajo el paraguas de la concienciación y tras un intenso trabajo institucional, Madrid continúa hoy en día luciendo la espesura contaminante habitual pero comienza por fin a vislumbrar resultados que invitan al optimismo. Por primera vez, la capital española cumplió a principios de este año con las normas de calidad del aire fijadas por la Unión Europea. Un dato que respalda en cierta manera la gestión del Ayuntamiento, que se ha visto obligado a renovar un 60% de la flota de autobuses urbanos y a restringir la circulación en ciertas zonas de la ciudad a fin de reducir la tasa de contaminación en el aire, foco de numerosos problemas de salud y que, en el caso concreto de Madrid, se había visto altamente disparada en los últimos años. De hecho, durante la última década, tanto Madrid como Barcelona se habían saltado estas normas de forma habitual, lo que conllevó una condena por parte del Tribunal de Justicia de la UE el pasado mes de diciembre.

En este sentido, los niveles de sustancias contaminantes y nocivas para la salud mejoraron en Madrid un 22,7% de media desde el último año que la Unión Europea impuso la sanción hacia la capital madrileña. Una mejoría que también es tangible en zonas tradicionalmente consideradas como puntos negros de la contaminación y que por primera vez se han quedado por debajo del margen que fijan las instituciones europeas, en concreto 40 microgramos por metro cúbico.

Más allá de estos parámetros, Madrid también cumple por tercer año seguido en relación al Valor Límite Horario (VLH) de NO2, otra de las variables que la UE revisa con atención de forma anual. Es más, respecto a estos indicadores, la ciudad ha reducido sus valores a números por debajo incluso de los de 2020, el año de la pandemia y en el que la actividad económica y productiva se vio más mermada.

El Ayuntamiento se ha visto obligado a renovar un 60% de la flota de autobuses urbanos

Y es que las normas dictadas por Europa suponen un endurecimiento sobre la regulación establecida hasta la fecha respecto a los contaminantes del aire. Partiendo de la base de que la contaminación atmosférica provoca la muerte prematura de casi 300.000 europeos al año, las nuevas normas pretenden reducir en un 75% esa cifra de cara a los próximos diez años. De esta manera, la revisión velará por que las personas que sufran problemas como consecuencia de la contaminación atmosférica tengan derecho a ser indemnizadas en caso de infracción de las normas de calidad del aire de la UE.

Sin embargo, los avances en materia de contaminación de Madrid también suman opiniones que los consideran insuficientes. Es el caso de diferentes colectivos por la protección del medioambiente como Ecologistas en Acción, desde donde reconocen la bajada en los índices de contaminación pero advierten sobre el peligro de caer en el triunfalismo y evidencian ciertas dudas respecto a las mediciones y los datos aportados por la administración.

La realidad es que ambas posiciones tienen su parte de acierto. Mientras que es evidente que Madrid está en el buen camino para desprenderse definitivamente de esa boina de contaminación que corona la ciudad y amenaza la salud de sus ciudadanos, el trabajo por reducir los índices contaminantes puede, y debe ser, mucho más ágil. Es algo tan importante como las vidas que están en juego.

La recuperación de la capa de ozono

En 1985, el meteorólogo Jonathan Shamklin publicó, junto a otros dos colegas, un estudio que revelaba la pérdida de un tercio del espesor de la capa de ozono, que ya contaba con un enorme agujero sobre el Polo Sur. El análisis relacionaba este detrimento con el uso en aerosoles y sistemas de refrigeración por parte del ser humano, los compuestos químicos llamados clorofluorocarbonos (CFC).

La capa de ozono, que había pasado inadvertida para el común de los mortales hasta entonces, es una parte delgada de la atmósfera que absorbe las radiaciones ultravioletas del sol. Se crea en la atmósfera superior y su desaparición pondría en juego la vida en nuestro planeta.

En aquel entonces saltaron todas las alarmas. Científicos, Gobiernos e instituciones comenzaron en ese momento una tenaz batalla para frenar el deterioro de esa fina capa que nos separa de la extinción. Una inversión en investigación sin precedentes hasta la fecha y la acción política internacional favorecieron que se comenzase a prestar la debida atención a tan grave problema.

La desaparición del uso de clorofluorocarbonos en aerosoles ha logrado que la capa de ozono comience a recuperarse

En 1987 se firmó el Protocolo de Montreal con el único objetivo de proteger la capa de ozono de los productos químicos que la estaban mermando, y a día de hoy, es considerado uno de los mayores éxitos de la cooperación medioambiental internacional. Firmado por todos los países, impulsó la prohibición de los CFC como medida imprescindible para frenar el daño que sufría la capa de ozono. Pasados los años, comenzamos a ver los frutos de este histórico hito.

Cada cuatro años, el Grupo de Evaluación Científica del Protocolo de Montreal publica un informe que especifica la evolución en la eliminación de las 96 sustancias químicas usadas en aerosoles que provocaron el agujero en la capa de ozono. El último de estos informes no puede ser más esperanzador.

En dicho documento, presentado a primeros de año en la reunión anual de la Sociedad Meteorológica de Estados Unidos, se concluye que, de mantenerse las políticas actuales, la capa de ozono podría recuperar, en 2040, los valores con que contaba en 1980. No obstante, tendríamos que esperar a 2045 para su recuperación total en el Ártico y a 2066 para que sea efectiva en la Antártida.

El informe viene avalado por exigentes investigaciones desarrolladas por grupos científicos y expertos de ámbito internacional pertenecientes al Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA), la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA) y la Comisión Europea.

Los avances en la lucha contra los gases de efecto invernadero, podrían lograr que en 2066 haya desaparecido el agujero de la capa de ozono en la Antártida

No son únicamente las emisiones de CFC las responsables del deterioro de la capa de ozono, también el calentamiento global es un actor importante. El daño que sufre en la Antártida es más persistente justamente por la subida de temperaturas, provocada en gran medida por la emisión de gases de efecto invernadero. Entre estos se encuentran los hidrofluorocarbonos (HFC), que vinieron a sustituir a los CFC. Estos gases fueron los protagonistas de la Enmienda de Kigali al Protocolo de Montreal. Este acuerdo adicional, que entró en vigor en 2019, pone el punto de mira en los HFC y exige su progresiva desaparición.

Sin duda, el Protocolo de Montreal es un ejemplo de éxito de la cooperación internacional, y un indicio de lo que acuerdos similares pueden y deben llevarse a cabo para seguir avanzando en la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Es urgente acometer acuerdos para emprender la tarea pendiente de abandonar los combustibles fósiles y seguir enfrentando la urgencia climática. Los logros en la lucha contra la desaparición de la capa de ozono demuestran que es posible.

¿Vivimos en la era de los desastres?

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Inundaciones, huracanes, tsunamis, terremotos, erupciones volcánicas… La lista de desastres naturales es amplia y sus consecuencias se han visto agravadas con el cambio climático. Una de las principales acciones para conseguir reducir su impacto negativo pasa por garantizar que cada persona del planeta esté protegida por sistemas de alerta temprana.