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La contaminación que asfixia Europa

El aire de los núcleos urbanos europeos sigue siendo, a nuestro pesar, uno de los grandes protagonistas de la actualidad. A pesar de la reducción del tráfico y la producción contaminante en gran parte del continente durante el año pasado, la polución aérea se mantiene en niveles preocupantes. Así, al menos, lo indican los datos recogidos durante los años 2019 y 2020 por la Agencia Europea del Medio Ambiente (EEA por sus siglas en inglés). Ni siquiera el masivo confinamiento efectuado durante varios meses ha podido reducir de forma considerable la contaminación ambiental, lo que ofrece una perspectiva preocupante acerca de un problema que se prevé solucionar durante los próximos años. 

Según este informe, tan solo 127 ciudades de las 323 analizadas (una cifra que se sitúa alrededor del 40%) por la Agencia Europea del Medio Ambiente logran situarse por debajo del nivel máximo de partículas finas (conocidas como PM 2.5) establecidas por la Organización Mundial de la Salud. Esta clase de contaminación acaba prematuramente con la vida de 400.000 personas al año en el continente europeo, según datos de la EEA. La relación de la calidad del aire con el impacto humano es evidente: en las ciudades de Europa del Este, donde el carbón aún mantiene su rol principal como mayor fuente energética, la contaminación se torna extrema. Es el caso de Nowy Sącz, una ciudad del sudeste de Polonia que hoy ocupa el último puesto del ranking elaborado a raíz de estos datos.

El coste económico relativo al impacto de la contaminación aérea en la salud de los europeos se calcula en 940 billones de euros al año

Solo una ciudad española, Salamanca, entra dentro de las 10 ciudades menos contaminadas de Europa. A pesar de la mejora experimentada durante los últimos diez años en torno a la calidad del aire que respiramos, lo cierto es que aún quedan múltiples aspectos que mejorar en Europa. Más allá de lo estrictamente sanitario, y según los datos de la Agencia Europea del Medio Ambiente, el coste económico del impacto en la salud de los europeos se calcula en 940 billones de euros al año: obliga a acudir más al médico, a tomar más bajas laborales o incluso a no poder trabajar. Los núcleos urbanos están obligados, por tanto, a un cambio que afecta a su propia concepción. Mantenernos en el estado en que nos mantenemos hoy solo convertirá las ciudades en espacios hostiles para la salud física y mental de cada uno de sus habitantes. 

Un futuro de color verde

Por este motivo, según Dogan Öztürk, de la EEA, «el Pacto Verde Europeo sitúa nuevas prioridades para las ciudades con la ambición de polución cero». Para la Unión Europea las ciudades del futuro han de ser sostenibles y respetuosas con el medio ambiente en todos los sentidos. Por eso, destacan la configuración orgánica de la ciudad que está por venir: una mezcla de espacios urbanos y verdes, combinando así de la mejor forma posible las esencias urbanas y aquellas que uno solo puede encontrar en la naturaleza. 

Esta clase de contaminación acaba prematuramente con la vida de 400.000 personas al año en el continente europeo

Uno puede imaginar que esto responde tan solo a la ampliación de espacios verdescomo parques. Pero nada más lejos de la realidad. Incluso los edificios son algo que debe cambiar. Un ejemplo es el proyecto Lugo+Biodinámico. El acero y el hormigón no son ingredientes a tener en cuenta en la construcción del futuro, ya que son ineficientes —cuentan con un fuerte porcentaje de emisiones de dióxido de carbono en todo el continente— en el ámbito energético. En este ejemplo se prevé, así, el uso de madera noble en los edificios lucenses, lo que representaría un paso adelante dentro de la arquitectura ecológica. A esto también se sumarían cambios a nivel urbanístico, algo ejemplificado con la futura gestión del agua no apta para consumo, reciclada en la medida de lo posible.

Las perspectivas son múltiples, como demuestran los proyectos de implementación de tejados verdes —es decir, tejados con la presencia no solo de paneles solares, sino también de jardines—, las plataformas de limpieza y aprovechamiento de las precipitaciones, las granjas urbanas o las zonas de tránsito regionales monopolizadas por las vías ferroviarias. A ello se añaden otros factores: monitorización medioambiental, la preferencia por edificios no excesivamente altos, el uso de productos locales o el intento de evitar la aplicación de sistemas de irrigación. Las ciudades parecen ser llamadas, por tanto, a convertirse en protagonistas de una revolución total en la planificación urbana, con una enorme cantidad de factores interrelacionados que, no obstante, se hallan unidos por un solo hilo: el de la absoluta eficiencia en cada uno de los recursos.

La próxima pandemia: la desertificación amenaza al ser humano

El agua parecía infinita. Los ríos recorrían, incansables, su curso y creíamos que bastaría con abrir un grifo para que el río desembocase siempre en un vaso. Al menos, así ha sido hasta ahora en aquellos países que aún pueden permitirse el lujo de seguir accediendo a este recurso esencial para la vida, puesto que, como advierte el ránking de riesgos del World Resources Institute, ya hay nueve países en riesgo de sufrir una grave escasez de agua: Bahréin, Kuwait, Palestina, los Emiratos Árabes, Arabia Saudí, Omán y el Líbano deben asumir que pronto se verán obligados a enfrentarse a largos periodos de ausencia de lluvias y repentinas precipitaciones momentáneas capaces de provocar graves inundaciones. No hay término medio en la desertificación.

A nivel mundial, ya hay casi 40 países que se encuentran en un riesgo máximo de escasez de agua, y España no se queda lejos de estas predicciones: las previsiones apuntan hacia un 40-80% de los depósitos afrontarán dificultades para suministrar agua a los habitantes en los próximos años. De hecho, en 2040, una quinta parte del mundo padecerá agudos recortes en el suministro del agua.

Casi 40 países en el mundo se encuentran en riesgo máximo de escasez de agua

¿Nos encontramos ante una nueva pandemia (climatológica)? Las Naciones Unidas no tienen reparo alguno en afirmarlo. «La sequía está a punto de convertirse en la próxima crisis mundial, y para esta no existe una vacuna», aseguraba Mami Mitzouri, representante del Secretario General para la Reducción del Riesgo de Desastres de las Naciones Unidas, en el informe Análisis especial sobre la sequía 2021. «La humanidad ha convivido con la sequía durante 5.000 años, pero esto es distinto. Nuestras actividades están exacerbando e incrementando el impacto más allá de lo que el planeta puede soportar».

Los cambios en las frecuencias de las lluvias –en España, por ejemplo, llueve menos que hace 50 años–, la gestión ineficiente de los recursos hídricos, la degradación del suelo a causa de la ganadería extensiva, la deforestación, el uso de pesticidas y la explotación de agua para la producción agrícola son los principales detonantes de este problema. Al menos un millón y medio de personas, según las Naciones Unidas, se han visto afectadas por la sequía durante este siglo; un daño que se traduce en un coste económico de más de 124.000 millones de euros, un resultado, no obstante, estimado, ya que no incluye el precio exacto que los países más vulnerables y empobrecidos deberán pagar por el cambio climático, a pesar de tener menos responsabilidad su incremento que sus vecinos más ricos. En 2018, estima el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC), más del 16,1% de migraciones estuvieron relacionadas con el clima. Y en las próximas décadas, hasta 60 millones de personas se verán obligadas a abandonar el África Subsahariana debido a la desertificación.

Una vacuna contra la escasez de agua

La desertificación es un punto de no retorno al que nadie debe llegar y en el que incide especialmente el ODS 15. Nuestra última crisis, la provocada por el coronavirus, ha demostrado que las respuestas para socorrer a los países vulnerables llegan tarde, un error que la humanidad no puede volver a permitirse, especialmente en algo tan crítico como la sequía, capaz de provocar daños irreversibles en su subsistencia agrícola y ganadera ampliando, en consecuencia, la sombra de la inseguridad alimentaria que lleva años sobrevolando a sus poblaciones. «Si queremos acabar con la pobreza y garantizar un mundo justo, es un imperativo poder gestionar los impactos de la variabilidad climática extrema en los países en vías de desarrollo», declaraba ya en 2016 el Banco Mundial.

La inversión internacional pública debe empoderar a los países más vulnerables en la resiliencia contra la sequía

La inmunización contra la sequía es urgente. Por ello, el mapeo de las zonas de alto riesgo de sequía, la mejora de las tecnologías para el cultivo agrícola, el incremento de la fertilidad de los suelos y el cultivo de árboles a las granjas locales se presentan como medidas rápidas y directas capaces de marcar la diferencia en estos territorios. Sin embargo, la ciencia debe venir acompañada la inversión internacional pública para empoderar a los países más vulnerables en la resiliencia a través del aumento de la protección social de las comunidades locales, el desarrollo de soluciones basadas en la naturaleza que no dañen los ecosistemas, servicios financieros que permitan desarrollar estudios de análisis de riesgo y marcos colaborativos que aúnen a agentes públicos, privados y civiles bajo el mismo paraguas permitiendo conocer todas las necesidades para dar lugar a un cambio sistémico.

En el ámbito más social, en las profundidades de un mar de cientos de medidas, es fundamental, como defienden las Naciones Unidas, establecer –y, si ya existen, mejorar– todas aquellas estrategias que promuevan el ahorro de agua, la sostenibilidad del territorio y la protección del medio ambiente. «Los sistemas para prevenir los principales riesgos de la sequía permiten evitar otros más complejos que puedan derivar de ella, incluyendo la amenaza del cambio climático. Es posible reducir el riesgo de desertificación si nos esforzamos en entender su naturaleza compleja y buscamos medidas adaptativas para afrontarla», concluyen los expertos de las Naciones Unidas. Una acción coordinada capaz de reducir al mínimo los efectos de una crisis, de nuevo, inminente.

¿Una isla artificial contra la subida del nivel del mar?

El mar se presenta como uno de los principales atractivos turísticos del mundo, dando la costa múltiples oportunidades para las actividades recreativas más variadas. Es un paisaje completamente distinto al conglomerado urbano al que está acostumbrada la mayoría de la población. Especialmente en verano, la costa se convierte en un lugar en el que se busca la tranquilidad, la diversión y la evasión de los problemas cotidianos. Sin embargo, el mar podría ser una de nuestras principales preocupaciones este siglo.

Uno de los efectos más preocupantes de la subida de la temperatura global es la expansión de las masas de agua oceánicas y el deshielo de los casquetes polares, habiendo aumentado el nivel del mar hasta 20 centímetros en algunas zonas desde 1900. Esto afecta principalmente a las playas, costas y poblaciones que viven en asentamientos cerca del mar. Para 2050 podrían ser 300 millones de personas los afectados por esta subida, con apenas un aumento en altura de 20-30 centímetros; y en 2100 podría superar la barrera de los 400 millones y los 100 cm. Aunque consiguiéramos frenar de golpe las emisiones de gases de efecto invernadero, la inercia frente al cambio que muestran los fenómenos climáticos haría que aun así el mar subiera otro medio metro durante este siglo.

600 millones de personas, el 10% de la población mundial, vive en zonas costeras por debajo de los 10 metros sobre el nivel del mar

En total, 600 millones de personas, el 10% de la población mundial, vive en zonas costeras por debajo de los 10 metros sobre el nivel del mar. El país con más población amenazada por este problema antropogénico es China con más de 90 millones de personas afectadas. Y en el caso de España podría tener que reubicar a más de 2 millones de personas

Medidas para paliar el impacto de la subida del mar

Ante esta amenaza, el pasado mes de junio Dinamarca anunció la aprobación de un proyecto para construir una isla artificial que albergará a 35.000 personas. No es un recurso turístico o una simple ampliación de fronteras: es una medida que trata de dar solución a los problemas a los que se enfrentará el país debido a la subida del nivel del mar este siglo. El 17% de la población de Dinamarca podría perder sus hogares en los próximos años bajo las aguas y el Gobierno ha decidido comenzar a elaborar una solución antes de que ese momento llegue. 

En España, hasta 2 millones de personas podrían verse afectadas por la subida del nivel del mar

Dinamarca no es el único país que se ha planteado este tipo de solución—otros incluso ya la han llevado a cabo. Kiribati, un archipiélago ubicado en el Pacífico con 100.000 habitantes también planteó en 2011 una solución similar: plataformas flotantes en forma de anillo donde la población esté a salvo ante este fenómeno. Esta podría ser la solución para otras naciones asiáticas y oceánicas como Tonga, la Maldivas o la Isla de Cook. En el caso de Las Maldivas, en un intento también por desarrollarse económicamente, son varias las ocasiones en las que han construido nuevas islas, como Hulhumalé. Esta isla fue inaugurada en 2004 y en 2019 ya estaba habitada por 50.000 personas, aunque se estima que albergue hasta 240.000. Con estos métodos estas regiones tratan de mantener y fomentar el turismo del que viven actualmente, mientras luchan contra el cambio climático, ya que adaptación y desarrollo económico van de la mano. Y es que la subida del nivel del mar provocará grandes pérdidas económicas, que incluso ya se están haciendo notar en algunos sectores: los precios de la vivienda en zonas cuya afectación por la subida es innegable ya ven cómo el precio de sus viviendas se devalúa: es el caso de Florida, en Estados Unidos, con pérdidas de hasta 14.000 millones de dólares.

Iniciativas innovadoras como las islas artificiales no son nuevas, a lo largo de la historia encontramos otros ejemplos como las islas flotantes del Titikaka, donde vive el pueblo de los Uros, en Perú; o la predecesora de México D.F., Tenochtitlan, isla que habitaban 250.000 personas y estaba rodeada de otras islas artificiales. 

En lo concerniente a las islas artificiales contemporáneas, existen proyectos futuros para hacer de ellas un medio ecológicamente equilibrado y con menor impacto ambiental, como el Lylipad de Vicente Callebaut (proyecto diseñado para recibir refugiados climáticos), o el proyecto BioHaven, donde balsas de plástico reciclado podrían ser repobladas y ubicadas en humedales y pantanos. Sin embargo, estas medidas no están exentas de críticas debido al posible impacto ecológico que este tipo de construcciones pueden conllevar por las cantidades de arena que deberían movilizarse para llevarlas a cabo. Por ello, medidas adaptativas como la construcción de estas islas artificiales siempre deben ir acompañadas de un exhaustivo estudio de impacto ambiental para evitar que la solución se convierta en un nuevo problema.

Un soplo de tranquilidad para la vida marina

Panamá ha podido demostrar su firmeza en la conservación ambiental durante el pasado mes de junio. La protección de sus mares no solo es una victoria nacional; es, ante todo, una victoria de la humanidad. Al fin y al cabo, el país centroamericano ha decidido crear una reserva marina que prácticamente iguala —la cifra se sitúa alrededor del 90%— la superficie terrestre del país. La zona protegida, un espacio rico en recursos pesqueros, es también un importante punto de encuentro para la multitud de especies marinas que pueblan los fondos acuáticos. Junto con las reservas marinas establecidas por Colombia, con las cuales comparte sus zonas limítrofes, la zona es de facto la tercera reserva marina más grande del área tropical del Océano Pacífico.

Los océanos captan alrededor del 30% del dióxido de carbono liberado a la atmósfera

La nación panameña, junto con la ayuda del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales, cumple así con dos objetivos fundamentales para su porvenir: proteger la fauna y flora amenazadas y preservar unos recursos pesqueros considerados críticos en cuanto a su importancia. La reserva —ampliada desde los más 17.000 kilómetros cuadrados establecidos en 2015 a casi 70.000— incluye hasta nueve cadenas montañosas marinas conocidas como la Cordillera de Coiba en las que habitan numerosas especies: tortugas, tiburones, ballenas, peces vela. Al fin y al cabo, las cordilleras submarinas son uno de los elementos físicos más relevantes no solo para la biodiversidad, sino que su protagonismo incluye otros fenómenos bien distintos, como es la generación de movimientos de corrientes. La zona, de hecho, incluye actualmente especies exclusivas de las más hondas profundidades que, por ello, aún son desconocidas para la ciencia a causa de la gran dificultad para estudiarlas.

La ampliación de la reserva eleva a alrededor de un tercio el total protegido relativo al territorio marino panameño

En el área protegida se prevé también establecer un sistema de monitoreo, control y vigilancia de la pesca ilegal, así como la promoción de la sostenibilidad en el uso de los recursos naturales —véase, por ejemplo, la práctica de pesca selectiva— para disminuir la incidencia humana en los distintos hábitats. El mar, además, es particularmente importante para un país como Panamá, considerado como uno de los puntos neurálgicos del comercio mundial a causa de su posición geográfica. Casi 5.000 barcos cruzaron la vía interoceánica —el canal de Panamá— durante 2019, el último año en que los datos no fueron alterados debido al impacto de la pandemia. Este tráfico ininterrumpido puede ser particularmente dañino en el caso de las naves petroleras y los pesqueros internacionales, algunos de los cuales realizan capturas de múltiples especies con redes de cerco, hoy consideradas ilegales. Desde el mes pasado, no obstante, la ampliación de la reserva eleva al 30% el total protegido relativo al territorio marino panameño. Aún queda, eso sí, implementar diversas acciones, algo por lo que el gobierno panameño continúa manteniendo conversaciones con diversos organismos internacionales.

Una oportunidad para las reservas marinas en España 

Tal como explicaba a El País el chileno Maximiliano Bello, conservador de la organización Mission Blue, «si cada país hiciera su parte, como lo hace Panamá, se podría proveer de un mejor futuro a estos ecosistemas marinos». Y en realidad, efectivamente, esto debería ser la norma: hasta 196 países han llegado a ratificar el Convenio sobre la Diversidad Biológica promovido por las Naciones Unidas.

En el caso de España, por ejemplo, no hay una reserva de un tamaño similar al de la panameña, sino más bien múltiples reservas de menor extensión. Véase, por ejemplo, la reserva almeriense de Cabo de Gata-Níjar, que cuenta con cuarenta y seis kilómetros cuadrados. La zona marina más protegida del territorio nacional, de hecho, cuenta con poco más de 700 kilómetros cuadrados y se halla localizada al norte de la isla de Lanzarote y alrededor de la isla de la Graciosa. Más allá del efecto que esto puede tener en las aguas españolas, lo cierto es que estas áreas repercuten en toda la estrategia medioambiental del planeta, al igual que si se tratase de sucesivas fichas de dominó: los océanos captan alrededor del 30% del dióxido de carbono liberado a la atmósfera.

 
Así, España, a pesar de ser el país con más Reservas de la Biosfera del mundo, contiene poco más de 1.000 kilómetros cuadrados de reservas acuáticas. Esto deja entrever una oportunidad para proteger aún más nuestros mares. De ello parece ser consciente el propio Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, cuya promesa de declarar nueve áreas marinas nuevas protegidas antes de 2024 se antoja hoy más necesaria que nunca.

¿Por qué habrá más eventos climatológicos extremos?

Australia ardió durante meses entre junio del 2019 y mayo del 2020. La temporada de huracanes del pasado año (entre mayo y noviembre) se cebó con la región del Atlántico hasta tal punto que la Organización Meteorológica Mundial (OMM) tuvo que tirar de letras del alfabeto griego para denominar a los ciclones, tras quedarse sin nombres en la lista (fue el año en el que más huracanes se formaron desde que se tienen registros). En ese mismo año, China e India sufrieron intensas inundaciones durante la temporada de monzones por las ingentes cantidades de lluvia… La lista podría continuar, pero con esto queda suficientemente claro que las catástrofes climáticas son cada vez más fuertes y frecuentes, y ninguna zona del planeta parece librarse de ellas. 

En los últimos 30 años los fenómenos naturales extremos se han triplicado

En los últimos 30 años este tipo de fenómenos naturales se ha triplicado, según los datos de Oxfam. Uno de los grandes culpables de esto es el cambio climático. La presión a la que los seres humanos hemos sometido al planeta afecta a la temperatura global y altera los patrones de precipitación. Estos cambios tienen consecuencias, que se traducen en tormentas, ciclones, huracanes, incendios, inundaciones, sequías, … Su frecuencia e intensidad son cada vez mayores y los expertos vaticinan un aumento de este tipo de desastres naturales. 

Según las previsiones del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS, por sus siglas en inglés), las distintas regiones del mundo pueden sufrir diferentes cambios climáticos. Por ejemplo, en América del Norte, es posible que disminuya la capa de nieve en las montañas occidentales; en África, que aumente la sequía; Asia puede experimentar más inundaciones; lo mismo en las zonas costeras de Europa (por el aumento del nivel del mar), además existir un riesgo de mayor erosión por tormentas.

El Mediterráneo, zona roja

Aunque ningún lugar del planeta se salva, el Mediterráneo es, según un reciente estudio realizado por Jorge Olcina de la Universidad de Alicante, una de las regiones donde estos problemas se harán cada vez más evidentes. Sobre todo, en el litoral. “Los extremos atmosféricos del clima de esta zona suponen un reto para la ordenación territorial y, en particular, para la planificación del ciclo urbano del agua. Las ciudades mediterráneas deben estar preparadas para soportar meses de escasa precipitación y, en sentido contrario, para aguantar lluvias torrenciales que originan anegamientos e inundaciones”, rezan las conclusiones del trabajo. Desastres climáticos que, a diferencia de otras épocas, no se pueden esperar en un periodo determinado del año, es decir, pueden ocurrir en cualquier momento. 

Los extremos atmosféricos del clima en el Mediterráneo “suponen un reto para la ordenación territorial y la planificación del ciclo urbano del agua”

Por ello, el autor del estudio considera necesaria una eficaz planificación urbana en la que serán necesarias la construcción de colectores de agua pluvial de gran capacidad, la adecuación de los sistemas tradicionales de alcantarillado a lluvias intensas, la creación de espacios públicos —como parques o explanadas— que sean indudables, y un sistema efectivo de alerta a las poblaciones que vivan en zonas con riesgo a inundaciones. 

“Las soluciones a esta cuestión deben plantearse y desarrollarse sin dilación para minimizar los impactos actuales de eventos de lluvia abundante y de intensidad horaria. Pero, además, estas condiciones tenderán a agravarse si se cumplen las previsiones de los modelos de cambio climático para el ámbito Mediterráneo, al prever un incremento en los episodios de precipitación intensa. Un aspecto que ya se manifiesta en los últimos años y que está originando elevados daños económicos y víctimas humanas en este sector peninsular”, concluye el estudio. 

Las claves de la Ley Europea del Clima

El clima es, para Europa, la última gran frontera. Al menos, este es el horizonte más cercano que se puede vislumbrar desde Bruselas. La propuesta de la Comisión Europea, aprobada oficialmente el pasado jueves 24 de junio por el propio parlamento, busca convertir los objetivos del Pacto Verde Europeo en fines legalmente vinculantes. Es decir, que la búsqueda de una sociedad climáticamente neutra —no liberar más gases de efecto invernadero de los que se pueden absorber— en 2050 es, hoy, un compromiso que se debe cumplir a ojos de la ley, dejando atrás la voluntariedad que habitualmente definía este tipo de acciones. Es lo que ya se conoce como Ley Europea del Clima, en la cual han llegado a participar incluso los propios ciudadanos (con hasta casi 1.000 contribuciones particulares).

La Ley Europea del Clima marca un nuevo hito con la nueva obligatoriedad de los límites y objetivos asentados en el Pacto Verde Europeo

«Celebro con gran satisfacción la conclusión de esta última fase de la adopción de la primera ley climática de la UE, que establece en la legislación el objetivo de neutralidad climática para 2050», expresaba la pasada semana João Pedro Matos Fernandes, ministro portugués de Medio Ambiente y Acción por el Clima. Para el continente es una conquista que marca un antes y un después en una batalla que ya se antoja dura: en menos de nueve años, la Unión Europea debe reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero en al menos un 55% respecto a los niveles de 1990. A todo ello se suma, además, un objetivo intermedio fechado para 2040 y, si bien aún sus cifras y metas están pendientes de hacer públicas, tal parada en el camino parece concebirse como una etapa de transición (así como, un termómetro de la situación) hacia la neutralidad que se debe alcanzar en 2050. Es por esta serie gradual de pasos por la que hoy se reconoce, a su vez, la necesidad de aumentar los sumideros de carbono en todo el continente. Así, se prevé promover una legislación más ambiciosa, preparándose ya proposiciones en este campo para el verano de este mismo año. 

Según reza la nueva ley, cada cinco años se examinarán los progresos registrados, en consonancia con el balance mundial del Acuerdo de París. De hecho, en una fecha tan cercana como 2023, la Comisión Europea evaluará la coherencia de las medidas nacionales y de la Unión con la meta de cumplir con la trayectoria de la forma más directa y sencilla posible. Cabe recordar que, de hecho, desde enero de este mismo año los Estados miembro de la Unión Europea participan en el programa CORSIA, un plan de compensación de carbono centrado en el recorte de emisiones derivado de la aviación internacional. En julio de este mismo año se prevé que la Comisión proponga revisar con celeridad todos los instrumentos políticos pertinentes para poder cumplir, así, las reducciones adicionales de emisiones para 2030.

En menos de nueve años, la UE debe reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero en al menos un 55% respecto a 1990

Esta nueva legislación, no obstante, tiene un objetivo evidente: garantizar que la transición hacia la neutralidad climática sea irreversible, ofreciendo así, además, una mayor previsión a los inversores y al resto de potenciales agentes económicos. Las ambiciones continentales, por tanto, son inéditas. La ley muestra incluso la existencia de un compromiso a favor no solo de la neutralidad, sino de las emisiones negativas a partir del año 2050. Otras de las disposiciones que prevén ayudar a la consecución de todas estas metas, además de la aplicación de políticas más estrictas, es la creación de un consejo científico consultivo de carácter continental, que proporcionaría asesoramiento científico independiente acerca del cambio climático y sus efectos. 

Según resumen desde Europa, esta ley «se focaliza en la efectiva transición alrededor de una sociedad próspera y justa, con una economía moderna, competitiva y eficiente en la gestión de los recursos». No obstante, esto no es algo que pueda lograr el poder ejecutivo europeo de una forma aislada. Es por ello que se prevé una colaboración activa con los sectores de la economía que opten por elaborar hojas de ruta voluntarias indicativas para alcanzar el objetivo de neutralidad climática en menos de tres décadas.
Fran Timmermans, vicepresidente de la Comisión Europea para el Pacto Verde Europeo, ya aseguró hace días que con esta nueva ley el continente «estará liderando el mundo no solo con palabras». Para el político neerlandés, la legislación es un gran paso adelante gracias a la disciplina que proporciona, ya que ahora los límites fijados en la propia legislación, lógicamente, serán obligatorios. Y si bien es consciente de que las metas climáticas promoverán discrepancias políticas, también avisa de que «esto no es el final, no es ni siquiera el principio del fin. Esto es, en el mejor de los casos, el final del principio».

¿Cómo afecta el cambio climático a los bosques del planeta?

Nuestro planeta es más verde que hace 60 años. Suena sorprendente. ¿Cómo es posible que la Tierra tenga más vegetación si la deforestación provocada por la actividad humana terminó con la vida de más de 10 millones de hectáreas entre 2015 y 2020? La explicación es compleja -y extensa- pero puede resumirse en una frase: los cambios en el uso y la cobertura del suelo están transformando una gran parte de la superficie de la tierra en nuevos bosques. El éxodo rural que tuvo como consecuencia el abandono de los cultivos, los cambios de temperatura en algunas zonas del planeta, la sustitución de especies naturales por especies agrícolas y, en definitiva, la transformación del globo a manos humanas, enverdecen cientos de zonas en el mundo.

No es una buena noticia. Aunque, como bien demostraron los científicos de la Universidad de Maryland (Estados Unidos) en un estudio publicado en la revista Nature, hemos sumado un total de 2,24 millones de kilómetros cuadrados de vegetación –lo que equivale al 7% de la superficie terrestre– nos encontramos ante bosques cada vez más enfermos que corren el riesgo de desequilibrar por completo y de forma definitiva la balanza de la vida en el planeta. En un futuro no muy lejano, pueden pasar de absorber el dióxido de carbono de la atmósfera a convertirse en una fuente de emisiones, provocando una aceleración desmesurada del cambio climático.

La absorción de carbono realizada por los bosques tocó techo en la década de los noventa. En 2010, ya se había desplomado un tercio

Así lo demuestra el nuevo estudio realizado por la Universidad de Leeds, que presenta la primera prueba a gran escala de que la absorción de carbono de los bosques tropicales ha iniciado ya un preocupante descenso. La investigación, publicada también en la revista Nature, describe el seguimiento de 300.000 árboles de más de 560 selvas tropicales durante 30 años y revela que la absorción de carbono llevada a cabo por estos bosques tocó techo en los años noventa para desplomarse un tercio en 2010. La causa: la degradación de las especies vegetales.

Hasta hoy, las emisiones derivadas de las actividades humanas nos ‘salían gratis’ gracias a los sumideros de carbono de los bosques y océanos. Sin embargo, ya nos enfrentamos a una fecha de caducidad: a mediados de 2030, calculan los científicos en su estudio, los bosques dejarán de absorber carbono para pasar a emitirlo. De hecho, el Amazonas –considerado como uno de los mayores sumideros de dióxido de carbono– ya ha dejado de ser el pulmón del planeta: después de casi una década de sequías, incendios y deforestación, este bosque acabó liberando casi un 20% más de dióxido de carbono a la atmósfera de lo que absorbió (un total de 16,6 mil millones de toneladas). 

«Hemos empezado a entender ahora por qué los bosques están cambiando. Los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera, la temperatura, las sequías y la dinámica forestal son factores clave», explica Wannes Hubau, uno de los investigadores encargados del proyecto que ha analizado ese medio centenar de bosques. «Los mayores valores de dióxido de carbono aceleran el crecimiento de los árboles; sin embargo, año tras año, este efecto se ve contrarrestado por los impactos negativos que ocasionan las temperaturas más altas y las sequías, que reducen su tasa de crecimiento y aumentan su mortalidad».

La solución: ¿plantar más árboles?

El dióxido de carbono es una parte esencial del proceso de alimentación de las plantas. A través de la fotosíntesis, lo transforman en nutrientes esenciales liberando toneladas de oxígeno como residuo a la atmósfera. En un contexto de cambio climático como el actual, cuantos más cambios sufran las condiciones de su entorno –aumento de temperatura, acidificación del suelo–, más despacio crecerán y más débiles serán. Otra investigación, esta vez liderada por la Universidad Western Sydney (Australia), decidió exponer a un bosque tropical maduro (sin grandes perturbaciones antrópicas como incendios o talas) a una concentración artificial de CO2 que simulaba las condiciones atmosféricas que se darían entre 2030 y 2040 para concluir que, de cara a elaborar planes para mitigar nuestras emisiones de gases efecto invernadero, tenemos que poner sobre la mesa el hecho –científicamente demostrado– de que los árboles del planeta no tienen la fórmula mágica para resolver el calentamiento global. En el estudio, los bosques jóvenes sí eran capaces de absorber dióxido de carbono ‘extra’, lo que demuestra que el efecto poco a poco se va amortiguando.

De no resolverse el daño que el cambio climático provoca en los bosques, en 2030 estos dejarán de absorber dióxido de carbono para comenzar a emitirlo

¿Cuáles son las posibles soluciones? Las respuestas suelen apostar por lo matemático, por una simple resta. De hecho, a principios de año, un estudio aseguraba que una gran reforestación podría reducir en un 25% las emisiones de dióxido de carbono. El resultado, sin embargo, no fue bien recibido por gran parte de la comunidad científica. «Son estudios enormemente conflictivos. Muchos dirigentes se alegraron al leerlo porque pensaron: ‘Fantástico, ya no tengo que reducir mis emisiones porque si planto miles de árboles lo voy a neutralizar’... y no es así», criticaba en una entrevista Teresa Gimeno, una de las científicas que llevó a cabo la investigación de la universidad australiana. «Ya hemos demostrado que la capacidad de sumidero de CO2 de nuestros sistemas es menor de lo que pensábamos y que, además, se amortigua con el tiempo. Si encima mantenemos nuestro ritmo y acabamos destruyendo los ecosistemas que nos quedan, emitiremos más carbono a la atmósfera de golpe que lo que luego vamos a ser capaces de absorber plantando árboles».

Motivado por este tipo de estudios, el mismo Foro de Davos propuso la iniciativa Trillion Trees (Un Billón de Árboles) que buscaba plantar ese número para luchar contra el cambio climático. Sin embargo, para compensar tan solo una pequeña parte de las emisiones globales, asegura James Temple, del MIT Technology Review, «deberíamos plantar y proteger una cantidad enorme de árboles durante décadas haciendo frente a sequías, incendios forestales, plagas y deforestación». Y no tenemos un buen historial en esta materia: solo en España, más de siete millones de hectáreas forestales han sido calcinadas, con sus correspondientes emisiones a la atmósfera. 


En este contexto, la solución pasa –inevitablemente– por reducir la presión que nuestras actividades ponen sobre los ecosistemas. Según las Naciones Unidas, cada año se pierden más de 4,7 millones de hectáreas de bosque. Aunque parezca que el planeta es más verde que hace 60 años, su salud está mucho más dañada y sus pulmones se dirigen hacia un trágico final. ¿De qué sirve tener bosques si no pueden respirar?

Las claves de la COP26 de Glasgow

Superado el momento más duro de la pandemia en muchos países, poco a poco, toca volver a poner el foco en dar respuesta a otra gran emergencia: la climática. Recientemente, las Naciones Unidas recordaron que aún estamos muy lejos de alcanzar el objetivo de limitar el aumento de la temperatura mundial a 1,5 grados, una meta que la mayor parte de los estados firmaron en el Acuerdo de París. 

«Necesitamos ser más ambiciosos en la mitigación, en nuestra adaptación y, también, en la financiación», afirmaba en febrero de este año António Guterres, titular de la ONU. «Este año es crucial en la lucha contra el cambio climático». Las declaraciones no perseguían otro objetivo que el de animar a los Estados miembros a aprovechar el impulso en el camino hacia la Conferencia anual de la ONU sobre el clima (COP26), el evento climático mundial por excelencia, encuentro obligado a frenar en seco el pasado mes de noviembre y esperar a que las restricciones de la crisis sanitaria permitieran llevarlo a cabo. 

ONU: «Este año es uno crucial en la lucha contra el cambio climático»

Ahora, si todo va bien, la COP26 se celebrará en Glasgow (Reino Unido) del 1 al 12 de noviembre de 2021 y reunirá a más de 200 representantes de gobiernos de todo el mundo para trabajar a toda velocidad en la acción climática y encontrar un consenso que permita el cumplimiento del Acuerdo de París a tiempo. Para hacerlo, ya está elaborado el conocido como Paris Rulebook, un documento donde se recogen todas las medidas que deben ser implementadas para cumplir con el acuerdo y llevar la economía hacia la neutralidad. Toda una declaración de intenciones sobre la apuesta por la cooperación internacional que hará frente a los principales retos a los que se enfrenta la humanidad: fin de la pobreza, hambre cero, salud y bienestar, energía asequible, igualdad, ciudades sostenibles y ecosistemas protegidos, entre otros.

Para pavimentar el camino, los líderes de las naciones participantes en la COP26 están realizando a lo largo de mayo negociaciones virtuales para dar las primeras pinceladas de ese nuevo compromiso y llegar a noviembre con un papel lleno de propuestas concretas que poner sobre la mesa (virtual). Esta ‘Pre-cop’, no obstante, no es nueva. Viene realizándose siempre unas semanas antes de cada Conferencia del Clima y esta vez se adelanta de forma virtual. Además, tendrá como cada año su encuentro previo presencial, que tendrá lugar en Milán entre el 30 de septiembre y el 2 de octubre.

¿Qué nos jugamos en Glasgow?

Las líneas de acción de esta COP26 responderán a algo tan evidente como la propia realidad. El año pasado no solo será recordado por la pandemia, también por recibir el triste premio del tercer año más caluroso desde que se tiene constancia, un ejemplo de las rápidas alteraciones que está sufriendo el planeta y que necesitamos frenar. Patricia Espinosa, secretaria ejecutiva de la ONU de Cambio Climático, va directa al grano: «2021 será el año más importante para el cambio climático desde la adopción del Acuerdo de París». Así lo aseguró a principios de febrero, cuando se anunció que la cumbre se celebraría en noviembre en lugar de abril debido a las restricciones anti-covid.

De esta forma, enumeró lo que ella considera las claves del éxito para la Conferencia del Clima: que se cumplan las promesas hechas a los países en desarrollo, especialmente la de movilizar 100.000 millones de dólares anuales en financiación climática; que los gobiernos concluyan los temas pendientes y las negociaciones para aplicar plenamente el Acuerdo de París; que los países disminuyan las emisiones y aumenten la ambición climática, tanto en la reducción de CO2 como en la adaptación a los –inevitables– impactos del cambio climático y, por último, que no se deje de lado ninguna voz o solución, firmando un nuevo compromiso con los observadores e, incluso, los interesados que no formen parte de la COP26. 

El objetivo final de la COP26 es actualizar los compromisos de los Estados para acelerar el cumplimiento con el Acuerdo de París

En este sentido, la Cumbre del Clima de Glasgow pondrá el foco sobre lo que considera prioridades a resolver urgentemente, como la descarbonización o la transformación verde del sistema financiero, de manera que todos los países puedan impulsar inversiones limpias. Además, los líderes mundiales tendrán que llegar a un consenso de cara a ser más transparentes y ayudar a las sociedades y economías a adaptarse al cambio climático (especialmente las más vulnerables), comprometiéndose a alcanzar las emisiones netas lo antes posible a través de recortes notables antes de 2030. Para ello, como marca el planning de la COP26, los líderes deberán comprometerse a acelerar la transición real hacia el transporte sin emisiones de carbono, eliminando motores de gasolina y diésel, y apostando por la innovación y el compromiso, tanto de inversores como de ciudadanos.

Todas estas líneas de actuación irán recogidas en un paquete de medidas equilibrado que establezca los pasos para cumplir con el Acuerdo de París. Si todo va como se espera, este será el producto final de la reunión y afianzará más la lucha climática. Por si no fuera suficiente, el Reino Unido, como país organizador, se ha comprometido a reforzar los lazos institucionales con los países, implicando también a actores sociales como las redes ciudadanas o los colectivos activistas. De hecho, en colaboración con Chile, ha lanzado una serie de consultas mensuales para cubrir los principales puntos de las negociaciones, facilitando el trabajo de los técnicos para así poder incluir hasta la más ínfima preocupación en relación con el planeta. Nadie lo duda: es hora de ponerse las pilas, y, esta vez, de verdad. 

Y es que, a ojos de Espinosa, a pesar de la doble crisis de la COVID-19 y el cambio climático, «la humanidad nunca antes había tenido el poder de determinar consciente y colectivamente su trayectoria futura y su destino final». Hay que verlo como una oportunidad dorada para construir «un futuro resiliente, sostenible y próspero para todos».

¿Cómo son las leyes de cambio climático y transición energética europeas?

La nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética que ha aprobado el Congreso de los Diputados sienta las bases para construir un futuro más verde. Con ella se prevé cumplir los compromisos internacionales marcados para alcanzar antes de 2050 lo que se conoce como neutralidad climática, es decir, que el país solo pueda emitir los gases de efecto invernadero que se puedan equilibrar y sean iguales (o menores) a los que se eliminan a través de la absorción natural del planeta. 

Pero los beneficios de este nuevo marco normativo se notarán mucho antes. En el año 2030, las medidas que marca esta ley permitirán realizar grandes cambios, entre los que se hallan la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero en un mínimo de un 23% respecto a las de 1990, una penetración de energías renovables de un 42% y la configuración de un mix de generación eléctrico con al menos un 74% del total producido a partir de energías de origen renovable.

En 2030 habrá una penetración de energías renovables de un 42%

Se trata, por tanto, de un firme paso hacia adelante que anticipa una revolución económica largamente esperada. Véanse, por ejemplo, las acciones relativas al actual parque móvil en España—casi el 30% de las emisiones de gases invernadero en 2019 cifran su origen en el sector transportes—: en 2040, como muy tarde, no será posible vender turismos y vehículos comerciales ligeros nuevos que emitan dióxido de carbono. Esto no solo incluye la promoción de vehículos eléctricos, sino también multitud de planes de movilidad sostenible. Algo similar ocurre con la industria, que aún ha de transformarse en gran medida. Unos avances que no solo tendrán un impacto positivo en la naturaleza, sino que también significarán la construcción de una economía más competitiva y resiliente.

Recientemente Teresa Ribera, vicepresidenta cuarta y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, señalaba que “se aprueba una ley de clima enormemente ambiciosa como resultado de un trabajo conjunto sobre el que todavía, seguro, queda margen para seguir mejorando en una trayectoria que no es lineal, sino que debe incrementarse progresivamente conforme vayamos alcanzando velocidad de crucero en el tiempo por venir, porque en el cambio climático llegamos tarde”.

Un problema global, un problema europeo

Los estándares de la nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética son a día de hoy más altos que aquellos marcados por la propia Unión Europea. Mientras desde Bruselas consideran necesario un aumento de la eficiencia energética entre el 36% y el 37% para el año 2030, el objetivo español se sitúa en un 39,5%. La nueva ley española, de hecho, se enmarca dentro de la nueva oleada legislativa que está experimentando todo el continente.

Mientras desde Bruselas consideran necesario un aumento de la eficiencia energética entre el 36% y el 37% para el año 2030, el objetivo español se sitúa en un 39,5%

Si miramos hacia el centro de Europa, Alemania, por ejemplo, coincide plenamente con España —y con sus compromisos internacionales— en el hecho de situar como objetivo la neutralidad climática en el año 2050. Los países más cercanos también dejan constancia de una cultura climática cada vez más asentada. Reino Unido, por ejemplo, cifra su reducción de emisiones en un 68% para el año 2030, algo que escalaría hasta el 78% en el año 2035. Su neutralidad, como es habitual a causa de los compromisos internacionales, también sería en el 2050. Francia se antoja como uno de los países más similares a España —junto con Hungría e Irlanda— en este sentido, con un 40% previsto en relación a la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.


La legislación general, no obstante, es común a cada uno de los países, que siguen líneas más o menos compartidas: la limitación a los combustibles fósiles, el impulso a las energías renovables y hasta la promoción de viviendas energéticamente eficientes. Incluso la prohibición del fracking —técnica de fractura hidráulica para aumentar la extracción de gas y petróleo— se antoja común: Alemania, Italia, Francia o Suiza ya lo han prohibido también. Un camino que se inicia con la nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética en nuestro país que no solo se plantea como interesante comienzo, sino que se dibuja como una evolución positiva sin marcha atrás.

La cumbre del clima de Joe Biden

Joe Biden ha cumplido en el mes de mayo sus primeros 100 días como Presidente de Estados Unidos. Una agenda política descrita como «una de las más ambiciosas de Estados Unidos», y en la que Biden ya dejó entrever el giro ambiental que daría el país después de anunciar su vuelta al Acuerdo de París. A este compromiso se han sumado otros como la reducción de subvenciones para el sector de los combustibles fósiles, el bloqueo de nuevas concesiones para extracciones o la protección del 30% de las tierras y áreas marítimas del país antes del año 2030.

Y ahora ha llegado uno de esos planes transversales que anunció al principio de la investidura: el American Jobs Plan, un paquete económico para reconstruir infraestructuras y reformular la economía con el que el Gobierno de Estados Unidos espera, tras invertir más de dos billones de dólares, «crear la economía más resiliente e innovadora del mundo», en palabras del propio presidente. Entre otras medidas, como la renovación de puentes o la retirada de las contaminantes tuberías de plomo en los sistemas sanitarios, este paquete da vida al llamado Clean Electricity Standard, un decreto federal que obligará a generar por ley un cierto porcentaje de electricidad a partir de energías renovables.

Siguiendo esta línea, se espera que la Administración Biden también invierta 46 millones de dólares en la adquisición de vehículos eléctricos y 35 millones en el desarrollo nuevos programas tecnológicos de cara a fomentar la sostenibilidad. La proyección también incluye otros 50 millones para «garantizar la resiliencia de las infraestructuras» frente a incendios forestales, inundaciones y huracanes. Haciendo uso de la transversalidad, el programa también reserva 16 millones para ubicar a los trabajadores de plantas de combustibles fósiles en nuevos puestos de energías renovables. Cientos de objetivos bajo una misma misión: abordar, de una vez por todas, la transición energética.

Siguiente paso: la ‘cumbre del clima de Biden’

«Juntos podemos hacerlo». Con estas palabras, Joe Biden puso punto y final delante de la webcam de la Casa Blanca a la conocida como ‘Cumbre del Clima de Biden’, un encuentro que reunió alrededor de las pantallas de todo el mundo a más de 40 líderes mundiales como antesala a la COP26 planificada en Glasgow a finales de este año. La convocatoria, celebrada el 24 y el 25 de abril, sirvió para afianzar públicamente el nuevo –y ambicioso– compromiso de Estados Unidos con la lucha climática.

Estados Unidos se marca un drástico objetivo: disminuir las emisiones entre el 50 y el 52% respecto a los niveles de 2005 para 2030

Al evento, que llevó cuatro meses de preparación, no solo se presentaron los jefes de estado, incluido el presidente Pedro Sánchez, sino también ministros, activistas, filántropos y diversos sectores medioambientales con la ambición de generar una conversación transversal capaz de relanzar los compromisos adoptados en el Acuerdo de París. «Nuestros compromisos deben hacerse realidad, de otro modo, no son más que humo», aseguraba Joe Biden en su intervención. «Las naciones que trabajen conjuntamente invirtiendo en una economía más limpia recogerán los beneficios para sus ciudadanos».

Esta línea económica ha sido, precisamente, uno de los aspectos vertebradores del guión de esta cumbre. Para el presidente estadounidense, al igual que para el resto de representantes políticos que se han dado cita en el evento, la transición energética y el desarrollo de tecnologías innovadoras son los ingredientes básicos para frenar a tiempo el cambio climático. «Que alguien me diga una forma con la que podamos crear tantos puestos de trabajo y generar tanta riqueza como en esta lucha climática», retó Biden a sus invitados. 

El guante lo recogió el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, al centrar su discurso en las oportunidades económicas que representa la transición verde y terminar poniendo dos promesas sobre la mesa: «España os escucha alto y claro. Desde el Gobierno movilizaremos más de 230.000 millones de euros para crear hasta 350.000 empleos, la mayor parte de ellos en el sector de la manufacturación y la construcción», aseguró, para terminar añadiendo que en 2022, nuestro país habrá reducido en un 85% la energía eléctrica procedente de combustibles fósiles. Un paso más para evitar llegar a ese aumento de 1,5 grados en la temperatura global, conocido como el  ‘punto de no retorno’ en la crisis climática.

España habrá reducido en un 85% la energía eléctrica procedente de combustibles fósiles en 2022

Los compromisos del resto de países

Tras dos días de intervenciones y debates, esta particular cumbre del clima se cerró con media docena de compromisos. Empezando por los del anfitrión, Estados Unidos, que se ha marcado a sí mismo un drástico objetivo: disminuir las emisiones entre el 50 y el 52% respecto a los niveles de 2005 para 2030 con el objetivo de descarbonizar la economía estadounidense en 2050. La promesa llega como una bocanada de aire fresco en el reto climático, ya que este país es el segundo mayor responsable de las emisiones mundiales de CO2. «Es un imperativo moral, y no hay otra opción», aprovechó para subrayar Biden.

«Estoy encantada de ver que Estados Unidos ha vuelto», aplaudió la canciller alemana Ángela Merkel tras conocer los nuevos compromisos del país. Precisamente, la Unión Europea anunció que reducirá sus emisiones en al menos el 55% para 2030 con relación a 1990, aprovechando también el avance de Reino Unido tras comprometerse a disminuir las suyas un 78% en 2035 respecto a la misma referencia. Además, la entidad europea aprovechó para recalcar la importancia de mecanismos como los bonos verdes o la imposición de un precio al carbono.

China, el mayor emisor a nivel mundial (responsable del 28% de las emisiones globales), no anunció nuevos compromisos climáticos, pero sí hizo hincapié en su objetivo de llegar al tope de las emisiones de carbono antes de 2030 y alcanzar la neutralidad a partir de 2060. «El tiempo que le tomaría a China cumplir esos objetivos es más corto que en los países desarrollados y requiere un arduo trabajo», argumentó Xi Jiping, el presidente del país, para acabar prometiendo que «China aumentará sus contribuciones previstas mediante la adopción de políticas y medidas más enérgicas».  

Japón, por su parte, aumentó su esfuerzo para evitar el colapso climático marcándose una reducción del 46% para 2030 con respecto a 2013. Corea del Sur, el tercer mayor inversor en plantas de carbón a nivel mundial, se comprometió a dejar de financiar estos proyectos en el extranjero. Por otro lado, Canadá marcó la línea de meta en la reducción entre el 40 y 45% de emisiones para 2030, aunque en comparación con los niveles de 2005. India, por otro lado, se comprometió a instalar 450GW de tecnología renovable para el año 2030 y a iniciar conversaciones con Biden para impulsar la inversión verde en el país.

No faltaron tampoco las promesas para apostar por combustibles alternativos como el hidrógeno verde por parte de China, Australia, Rusia y Brasil. Este último país se ha convertido, de hecho, en uno de los protagonistas de la cumbre después de que su presidente Jair Bolsonaro, con un tono más moderado, se comprometiera a alcanzar la neutralidad para 2050, diez años antes del anterior compromiso medioambiental del país, y acabar con la deforestación ilegal de la Amazonía en 2050, a pesar de que Latinoamérica es solo responsable de menos del 3% de los gases de efecto invernadero.

El compromiso político escuchado estos días marca una nueva era en la Agenda 2030 con los países más influyentes del mundo aunando conversaciones y alcanzando ambiciosos acuerdos para enfrascarse en una lucha climática más intensa que permita frenar el daño que le estamos provocando al planeta.