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El pingüino emperador, en grave peligro de extinción

El Instituto Antártico de Argentina advierte de que, si las temperaturas siguen aumentando, es posible que en tan solo 30 años esta especie endémica de la Antártida se sume a las 581 que han desaparecido en las últimas dos décadas. De hecho, en 2016 desapareció la segunda colonia más importante de pingüinos emperador, con más de 10.000 polluelos perdidos.

Los pingüinos emperador no existen en ningún sitio más que en la inhóspita Antártida. Al igual que la especie de pingüino Adelia, este, el más grande del mundo —puede llegar a medir un metro y medio—, es endémico de la zona. Y está a punto de desaparecer por culpa del cambio climático: según el Instituto Antártico de Argentina (IAA), si las temperaturas siguen aumentando, es posible que en 30 años tan solo quede su recuerdo junto con las 581 especies y subespecies que se han extinguido en las dos últimas décadas.

Los pingüinos emperador dependen de las capas de hielo para alimentarse, reproducirse e interaccionar con el entorno

«Las proyecciones climáticas sugieren que las colonias de pingüinos emperador que se encuentran más al sur serán las más afectadas», advierte la bióloga del IAA, Marcella Libertelli, en el estudio. El principal motivo es la velocidad a la que están desapareciendo las superficies heladas de la Antártida. Tal y como apunta una investigación de la Universidad de California realizada con imágenes de satélites de la NASA, el deshielo en esta localización es seis veces más rápido que en la década de los ochenta, lo que pone en un serio aprieto a la especie, cuyas hembras necesitan hielo sólido desde abril a diciembre para construir los nidos de sus polluelos.

Si el mar se congela más tarde o se derrite prematuramente, no pueden completar su ciclo reproductivo. «Si el suelo se rompe y llega el agua a los pingüinos recién nacidos, que no están listos para nadar y no tienen un plumaje impermeable, mueren de frío y se ahogan», explica Libertelli. Y sin ir más lejos, los termómetros de la Antártida registraron una marca insólita la pasada primavera: en la zona más fría del planeta, donde la temperatura habitual ronda los −55 ºC, el 18 de marzo se alcanzaron −12 ºC (es decir, 40 grados por encima de la media). A pesar de que en esa ocasión el hielo se mantuvo a raya, una ola de calor de este calibre en la zona más fría del planeta no es buen síntoma.

Los pingüinos emperador están acostumbrados a pasar el largo invierno en pleno hielo. De hecho, las hembras ponen un único huevo que abandonan para zambullirse en una larga expedición en busca de alimento que puede alargarse durante meses, dejando la responsabilidad del cuidado en los machos, que los mantienen al calor de su plumaje. Un cambio en su hábitat significa una alteración a la hora de alimentarse, y aquí también juega un papel clave la actividad humana a través del auge del turismo y la sobrepesca, que ponen en peligro el krill, alimento base para la abundante biodiversidad de la península antártica y, por supuesto, del pingüino emperador.

Como afirman los expertos del IAA, estos factores provocados por la mano humana ponen en grave riesgo las 3R de esta especie tan dependiente del hielo: la resiliencia, la redundancia y la representación. De hecho, la segunda colonia más grande de pingüinos emperador de la Antártida ya colapsó en 2016, con más de 10.000 polluelos perdidos. Los que quedaron se reubicaron en lugares cercanos, pero la British Antarctic Survey, en el momento del estudio, calculaba entre 130.000 y 250.000 parejas de pingüinos emperador con capacidad de procrear viviendo en 54 colonias. Perderlos, como ocurre con cualquier otra especie, sería un fracaso para nuestro compromiso con el planeta.

El deshielo de la Antártida es seis veces más rápido que en la década de los ochenta: esta primavera, los termómetros marcaron 40 grados de temperatura por encima de la media

Sin embargo, el peligro que corre el pingüino emperador es aún más serio si cabe, ya que es una de las aves más antiguas del planeta y figura clave que ha inspirado el estudio de la cadena evolutiva durante siglos para arrojar luz sobre la estrecha relación que existe entre las aves y los reptiles. Ya en 1910, el capitán Robert Falcon Scott partió hacia la Antártida, de la mano del naturalista Edward Wilson y 65 expedicionarios a bordo del barco Terra Nova, con el único cometido de encontrar los huevos de este animal y poder estudiar sus embriones. Dieron la vida, literalmente, por recorrer durante 19 días glaciares y morrenas hasta dar con las aves en los acantilados del cabo Crozier. Los tres huevos que se llevaron de sus nidos se exponen en el Museo de Historia Natural de Londres. Asegurarnos de que sigan existiendo depende de nosotros.

Desperdicio alimentario: una cuestión humanitaria y ambiental

Casi un tercio de la producción alimentaria es desperdiciada cada año alrededor del mundo. Y ese no es el único problema: esta forma de malgastar supone, además, el 10% de la emisión de gases de efecto invernadero.

Nuestro país es testigo de cómo se tiran, cada año, más de 7,7 millones de toneladas de alimentos según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Lo que es lo mismo: 250 kilogramos de comida cada segundo. A nivel global, los números son capaces de impresionar aún más: se estima que se desperdicia aproximadamente el 30% de los alimentos que se producen en el mundo. Para paliar la situación, el Gobierno ha aprobado el proyecto de Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que obliga a cada uno de los agentes de la cadena alimentaria a contar con un plan de prevención contra el desperdicio. 

Alrededor de un 10% de la emisión de gases de efecto invernadero está asociado a los alimentos no consumidos

Según Luis Planas, ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, la ley no solo tiene un objetivo regulatorio, sino que también está pensada para «concienciar a la sociedad sobre la necesidad de disminuir el despilfarro de alimentos». El proyecto prevé no solo donaciones corporativas a las entidades sociales y oenegés, sino también la transformación de los alimentos que no se hayan vendido y que continúen siendo óptimos; en el caso de las frutas, por ejemplo, conllevaría crear mermeladas o zumos. A su vez, cuando las condiciones impidan el consumo, los materiales alimentarios pasarán a formar parte de la nutrición animal, el uso de subproductos industriales o la elaboración de compost o biocombustibles. A ello se suma una obligación particular para las empresas hosteleras: tendrán que facilitar que el consumidor pueda llevarse, sin coste adicional, los alimentos que no haya consumido.

Medidas como esta, influenciadas por ejemplos legislativos previos como el francés, van en consonancia con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) marcados en la Agenda 2030. Es el caso del número 12, que establece la aspiración de «reducir a la mitad el desperdicio de alimentos per cápita mundial en la venta al por menor y a nivel de los consumidores y reducir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, incluidas las pérdidas posteriores a la cosecha».

En la Unión Europea, pequeños gestos podrían cambiar el panorama actual: el etiquetado de fechas, por ejemplo, es el responsable del desperdicio del 10% de la comida, algo que también se aborda en la ley elaborada en nuestro país, donde se intenta incentivar la venta de productos con fecha de consumo preferente.

No obstante, no solo a través de la ley se pueden cambiar los hábitos establecidos durante años. Tal como reza el comunicado emitido desde el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, «para que la ley tenga éxito en la consecución de sus objetivos necesita de la implicación del conjunto de la cadena alimentaria y de la sociedad en general».

La Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario prevé la transformación de los alimentos no vendidos o destinarlos al consumo animal

Un problema para el planeta

A la cuestión humanitaria y moral que supone este problema —690 millones de personas sufrieron hambre en 2019, y se prevé un fuerte crecimiento—, se le suma que es un problema ambiental: según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), alrededor de un 10% de la emisión de gases de efecto invernadero está asociado a los alimentos no consumidos. 

A pesar de ello, no se suele abordar: en el Acuerdo de París, por ejemplo, no existe ninguna mención al desperdicio alimentario. Y no es el único obstáculo a la hora de tomar medidas similares a las recogidas en la legislación española: gran parte de los países ni siquiera cuenta con métricas adecuadas para recoger los datos correspondientes.

Mientras tanto, millones de kilos se desperdician cada día alrededor del mundo perjudicando no solo a sus habitantes, sino también a su hogar, el planeta. 

España ante el riesgo de la desertificación

La última década es la más cálida registrada en toda la historia. Y no solo eso: hay un 50% de probabilidades de que en uno de los años del período 2022-2026 el calentamiento global supere en 1,5°C los niveles de temperatura preindustriales. Al menos, así lo afirma la Organización Meteorológica Mundial. Para nuestro país, las consecuencias pueden ser especialmente graves, ya que pueden volverlo casi completamente árido. De acuerdo con los criterios marcados por la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, más de dos tercios del país se encuentran en peligro de desertificación. Se trata concretamente de un 74% del territorio: tan solo la cornisa cantábrica y la zona cercana a los Pirineos, junto con determinados puntos del centro y sur peninsular, se encuentran en niveles con menor riesgo.

Hay un 50% de probabilidades de que en uno de los años del período 2022-2026 el calentamiento global supere en 1,5°C los niveles de temperatura preindustriales

Más allá del rol del calentamiento global, lo cierto es que las razones son en cierta medida inherentes a gran parte de las condiciones de la Península Ibérica. Así, el dominio de un clima semiárido en grandes zonas, la extrema variabilidad de las lluvias en determinadas áreas y otros factores como un suelo pobre, un relieve desigual, la intensidad ganadera y agrícola y una explotación insostenible ocasional de los recursos hídricos subterráneos, crean condiciones especialmente propicias para los escenarios de desertificación. Otro de los factores esenciales son los incendios forestales, algo especialmente preocupante si tenemos en cuenta que los fuegos son cada vez más devastadores e intensos, lo que dificulta la recuperación de los ecosistemas.

Una de las herramientas diseñadas a nivel nacional, aprobada recientemente, es la Estrategia Nacional de Lucha contra Desertificación, cuyo objetivo es, entre otros, actualizar el antiguo Programa de Acción Nacional contra la Desertificación. Según el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO), los impactos son múltiples y profundos, entre los que se incluyen la pérdida productiva de los suelos, la disminución de los beneficios agrarios, el agravamiento de la despoblación, la disminución del patrimonio cultural o la pérdida de biodiversidad. La Estrategia, elaborada junto a ministerios, comunidades autónomas, instituciones científicas y ONG, se estructura en torno a acciones como el desarrollo de un plan de restauración de terrenos afectados por la desertificación, la elaboración de un inventario nacional de suelos e incluso la creación de un Consejo y un Comité Nacional de Lucha contra la Desertificación. Todo enfocado hacia una fecha límite coincidente con los Objetivos de Desarrollo Sostenible: el año 2030.

Un 74% del país se encuentra en riesgo de desertificación

La desertificación constituye un fenómeno que, además, favorece el abandono de la población: cuanto más se empobrezca un suelo, menos podrá aprovecharlo –a través de la ganadería, la agricultura o la simple residencia– la comunidad en cuestión. Como es lógico, esto conlleva a su vez la degradación de la zona. En este sentido, si se atiende a los datos, España es uno de los países de la Unión Europea con peores perspectivas: poco más de un millón de hectáreas agrícolas se encuentra actualmente en peligro, según la información de la Comisión Europea. Tal como señala el propio MITECO, la degeneración que causan la aridez, la sequía, la presión sobre la vegetación y el agua o la urbanización «afecta enormemente» a nuestro país. La duda, mientras tanto, permanece en el aire: ¿conseguiremos frenar este peligroso fenómeno antes de ocho años?

Cambio climático: un foco de desigualdad latente

Tras años en un segundo plano, la lucha contra el cambio climático ha pasado a ocupar, por fin, el centro del debate público. Décadas después de que comenzaran las alertas por parte de la comunidad científica y los colectivos ecologistas, la mayor parte de los gobiernos del mundo han entendido la urgencia del problema y la necesidad de colocar la protección del planeta como un eje esencial de la política nacional e internacional. Hasta ahora, la degradación de la Tierra, una situación provocada principalmente por la sobreactividad humana, siempre ha sido enfocada desde una perspectiva medioambiental o productiva, como un problema que perjudica principalmente al mundo natural y al sistema bajo el que se rige la sociedad actual. Se obvia el hecho de que los principales perjudicados están siendo las personas y, en concreto, aquellas con menos recursos o en situación de exclusión.

El cambio climático amenaza el disfrute de aspectos como la vida, el agua, el saneamiento, el acceso a alimentos, la salud, la vivienda o el propio desarrollo

Prueba de ello es el ascendente nivel de preocupación que este tema suscita entre la población, dado el impacto que esta percibe en su día a día. Según una encuesta realizada por el Eurobarómetro, casi ocho de cada diez europeos (78%) considera el cambio climático como un problema muy grave. Y es que el constante deterioro del planeta amenaza seriamente el disfrute efectivo de aspectos como la vida, el agua, el saneamiento, el acceso a alimentos, la salud, la vivienda o el propio desarrollo. Aspectos, todos ellos, que comparten un mismo denominador: son derechos humanos. Por este motivo, desde las instituciones internacionales se está instando a los gobiernos a tomar medidas urgentes contra el cambio climático desde un punto de vista de protección a los colectivos sociales más vulnerables. «Los Estados tienen la obligación de defender los derechos humanos para prevenir los efectos adversos predecibles del cambio climático y garantizar que aquellos a los que afecte, sobre todo los que estén en una situación de vulnerabilidad, tengan acceso inmediato a recursos y medidas de adaptación efectivos que les permitan vivir dignamente», se puede leer en un informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH).

«Es necesario que los Estados tomen medidas ambiciosas de adaptación y mitigación que sean inclusivas y respetuosas con las comunidades a las que afecte el cambio climático»

Con ello, desde el corazón de la ONU se abre un nuevo frente desde el que presionar a los gobiernos a tomar medidas efectivas y de calado contra el calentamiento global y los efectos adversos que ello genera. En este sentido, la realidad de la demanda queda reflejada en multitud de ejemplos, desde las prolongadas sequías en el África subsahariana, que han dejado sin agua potable a multitud de comunidades, hasta las devastadoras tormentas tropicales en el sudeste asiático que se han llevado casas y comercios, pasando por los incendios y las olas de calor en el hemisferio norte. Todos estos fenómenos afectan directamente a las personas y, más concretamente, a aquellas que menor acceso tienen a recursos que les permitan adaptarse a la situación actual. Un crecimiento de la desigualdad que tienen nombres y rostros y, como no puede ser de otra manera, reclama soluciones inmediatas. «Es necesario que los Estados tomen medidas ambiciosas de adaptación y mitigación que sean inclusivas y respetuosas con las comunidades a las que afecte el cambio climático», insisten desde la ACNUDH, desde donde se trabaja para potenciar aspectos como la inclusión de la sociedad civil en los procesos de tomas de decisiones medioambientales, la facilitación de mecanismos de derechos humanos para abordar los problemas medioambientales o la investigación y promoción para abordar vulneraciones de los derechos humanos causadas por la degradación del medio ambiente, en particular hacia grupos en situaciones de vulnerabilidad.

Si algo ha quedado demostrado a lo largo de los años es que el cambio climático es un problema de todos que tiene un impacto especial entre aquellos con menos recursos. Un foco de desigualdad que, al margen del daño que supone para el medio ambiente, también puede conllevar un desgaste de las sociedades y los derechos conquistados. Evitarlo es algo que está en nuestra mano.

El calor: un claro índice de desigualdad

Cada año que pasa, el verano se deja notar con más fuerza en todo el mundo. En los lugares en los que antes solo había un par de semanas de calor extremo, ahora son meses de altas temperaturas. De igual forma, países que anteriormente tendían a un equilibrio estacional más o menos estable, han visto como el mercurio ha subido de una forma radical en los meses estivales. No es una situación aislada, sino que está previsto sea el leitmotiv de los próximos años, resultado de una inacción prolongada en la lucha contra el desgaste del planeta que empieza a tener consecuencias realmente serias para la población global. Así se desprende de los últimos datos aportados por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), desde donde se calcula que las olas de calor serán 39 veces más frecuentes que en el siglo XIX, con una temperatura global que superará los 40 grados centígrados una media de casi siete días al año y fenómenos hasta ahora extremos como las sequías que dejarán de serlo dada la frecuencia con la que se sucederán.

Las olas de calor serán 39 veces más frecuentes que en el siglo XIX

Ante este horizonte, no solo se trata de acelerar una lucha contra el cambio climático que ya se ha vuelto prioridad política absoluta para la mayoría de los países del mundo, sino de abordar las desigualdades de  adaptación que las nuevas temperaturas están produciendo en todo el mundo. Y es que, en la diferencia a la hora de paliar el calor, ha surgido un nuevo foco de desigualdad que preocupa, y mucho, a gobiernos y ONG. Por un lado, la primera diferencia viene dada por los datos. Mientras que los estudios que se hacen al respecto suelen desarrollarse y tomar como referencia índices de los países desarrollados, los países con menor desarrollo –y que generalmente están expuestos a condiciones climáticas más extremas– apenas aparecen o gozan de relevancia en estos trabajos. De esta manera, una ola de calor en Canadá será noticia en todo el mundo mientras que esa misma ola en Etiopía no, situación que deja a la población etíope en un claro segundo plano con respecto a las medidas que se puedan tomar para paliar su situación. Es solo la punta del iceberg. El calor y su forma de combatirlo se ha revelado en los últimos años como uno de los grandes medidores de desigualdad.

Según un estudio desarrollado por la Universidad de Berkeley, puede trazarse un mapa racial según sea la proximidad de la población a árboles

Un claro ejemplo de esta brecha está en la proximidad a zonas verdes de la población, atenuante para las altas temperaturas. Según un estudio desarrollado en Estados Unidos por la Universidad de Berkeley, podría trazarse un mapa racial según fuera la proximidad de la población a árboles. En este sentido, las personas de raza negra tenían un 52% más de posibilidades respecto a las de raza blanca de vivir en lugares sin atisbo de naturaleza y con clara exposición al calor. Un dato que evidencia las diferencias entre vidas humanas y su distinto valor en aspectos tan relevantes para la salud. No es el único escenario en el que esta brecha queda patente. El acceso al aire acondicionado es otro de los índices que mejor refleja las diferencias socioeconómicas de la población. De hecho, ya en el año 2014, desde el servicio de Salud Pública de Inglaterra alertaron de que la distribución de los sistemas de aire acondicionado reflejaba desigualdades socioeconómicas preocupantes, a lo que se sumaba la posibilidad de que el aumento del precio de los combustibles exacerbara más si cabe esta situación.

Desde entonces, estas diferencias no han hecho más que aumentar, convirtiéndose en un problema que urge abordar, especialmente si se tiene en cuenta la previsión de que lo que ahora se denominan olas de calor, terminarán por ser temperaturas habituales en buena parte del planeta.

Los créditos de carbono, solución parcial al cambio climático

Los bonos de carbono nacieron a partir de la firma del Protocolo de Kioto en 1997 como una herramienta para estabilizar las emisiones de gases de efecto invernadero. Con cada bono adquirido, una compañía obtiene el derecho a emitir una tonelada de dióxido de carbono dentro de los niveles máximos permitidos por cada país. Como es lógico, esta actividad encarece el propio acto de contaminar: cuanto más se emita, más se gasta, lo que desincentiva un tipo de producción económica que antes se defendía por su precio competitivo.

A pesar de sus aparentes ventajas, este instrumento financiero ha sido puesto no pocas veces bajo el escrutinio más duro. Según sostienen muchos expertos, las cotizaciones de los bonos en los mercados internacionales tuvieron su mejor época desde su nacimiento hasta el año 2008. Después, con la llegada de la crisis, la financiación de esta clase de bonos disminuyó a marchas forzadas: las prioridades de gasto terminaron enfocándose hacia las políticas de rescate de algunas economías en crisis de la Unión Europea y, en general, a la reactivación económica. Los incentivos ambientales, de pronto, se redujeron con severidad. Tanto es así que desde 2008 los precios de los bonos bajaron un 82%: Europa, el mayor comprador de bonos entonces, tuvo que dejar de adquirirlos con la asiduidad habitual. Solo hoy, más de una década después, se recuperan con moderación. La circunstancia, sin embargo, agravó no solo la credibilidad del mecanismo sino su valía en cuanto instrumento principal de lucha climática: ¿es posible confiar a ciegas en unas herramientas inestables para solucionar uno de los retos más acuciantes de nuestro tiempo?

Con cada bono adquirido las compañías obtienen el derecho a emitir una tonelada de dióxido de carbono dentro de los niveles máximos permitidos por cada país

En el caso de países como España, no obstante, los llamados bonos de carbono también conllevan una promesa a la que no pueden acceder otros países, y es que, con la apuesta por las energías renovables y la acumulación de esta clase de recursos sostenibles, la profunda mejora de las condiciones sí es posible. A mayor posibilidad de ahorro energético fósil–algo que es posible observar con facilidad en el amplio número de horas de luz disponibles en nuestro país–, mayor posibilidad de tomar ventaja económica mediante la venta de bonos de carbono; incluso aunque estos, como ya ocurrió durante la Gran Recesión, tengan su precio en los términos más bajos.

Los bonos de carbono, por tanto, ofrecen una solución eficaz, pero solo parcialmente. Su ventaja es evidente: en un momento en el que, a pesar de la apuesta por la sostenibilidad, algunos países no logran realizar aún ciertas actividades esenciales sin continuar quemando combustibles fósiles, esta suerte de compensación económica hacia el planeta permite proseguir la inversión en el desarrollo y la aplicación de políticas verdes progresivas.

La oportunidad se presenta hoy tanto en términos estatales como corporativos, ya que según la Encuesta Global Shapers del Foro Económico Mundial, el cambio climático es la mayor preocupación para las personas menores de 30 años en todo el planeta. Esto armoniza a su vez con los datos ofrecidos por la encuesta Global Consumer Pulse Survey de Accenture, en la que un 63% de los consumidores globales afirma adquirir bienes y servicios de compañías que reflejan sus valores y creencias personales. ¿Cómo no apostar, por tanto, por la energía limpia del futuro?

Los beneficios del pastoreo en el ecosistema

Frente al auge de la ganadería intensiva para abastecer el elevado consumo de carne por parte de la población, el pastoreo se convierte en un aliciente para diversificar la dieta del ganado y, con ello, mejorar la calidad de los productos cárnicos y derivados.

Concretamente, se ha comprobado que las carnes procedentes del pastoreo contienen menos grasas saturadas y más ácidos grasos poliinsaturados, que son los más recomendados para nuestra nutrición.

Ahora bien, los beneficios de pastorear al ganado no son solo para nuestra salud sino también para la del planeta y la sociedad, lo viene llamándose servicios ecosistémicos.

El pastoreo ayuda a lograr un balance neutro de carbono y restaurar la biodiversidad en los terrenos en que se practica

En primer lugar, el pastoreo ofrece servicios ecosistémicos de regulación, siendo uno de los principales su contribución a combatir el cambio climático: al estimular el crecimiento de plantas que mejoran la capacidad de filtración del suelo, los terrenos en los que se practica logran un balance neutro de carbono. Y, al favorecer la infiltración, se mejora la regulación hídrica y el mantenimiento de nuestros acuíferos. De ahí que sea frecuente ver cómo aumenta la diversidad vegetal de las tierras dedicadas al pastoreo, que también ayuda al control de plagas y a la estimulación de la polinización, y participa en la prevención y mitigación de eventos erosivos e incendios.

En segundo lugar, el pastoreo contribuye a potenciar la educación medioambiental y el conocimiento sobre los ecosistemas en los que se desarrolla. Es lo que se conoce como los servicios ecosistémicos culturales, que aportan beneficios intangibles o no materiales relacionados con experiencias en la naturaleza.

Por último, los servicios ecosistémicos de abastecimiento hacen referencia, como se mencionaba al inicio del texto, a la alimentación. En este ámbito, el pastoreo no solo proporciona alimentos más saludables, sino que también ayuda al mantenimiento de razas animales autóctonas y de los espacios naturales que frecuentan.

Pastoreo por la diversidad vegetal

El progresivo cese de la actividad agraria en zonas de montaña hace evolucionar la vegetación hacia el matorral y, posteriormente, al arbolado. Sin embargo, cuando el ganado consume los brotes de matorral, debilita su capacidad de rebrote estimulando el crecimiento de vegetación herbácea más variada. Por ello, el pastoreo se convierte en un aliado perfecto para controlar esta vegetación y recuperar el capital natural de dichos terrenos.

El proyecto “Pastoreo en RED” combina la ganadería extensiva tradicional con la innovación tecnológica para lograr importantes beneficios sociales y medioambientales

En nuestro país, las calles de seguridad del tendido eléctrico de alta tensión en zonas forestales se ven amenazadas por estos procesos que, además, elevan el riesgo de que el arbolado alcance los cables conductores de electricidad. Convertir estas vías en cremalleras de biodiversidad y relanzar un modelo de ganadería imprescindible para asegurar la sostenibilidad son los principales objetivos del proyecto “Pastoreo en RED” del Grupo Red Eléctrica. A fines del mes pasado, la corporación hacía pública su Guía Práctica de Pastoreo en RED, que resume los resultados de una experiencia piloto pionera en España que están desrrollando en Calahorra (La Rioja). Un rebaño de 700 ovejas realiza el mantenimiento de la vegetación bajo la línea eléctrica Quel-La Serna.

El proyecto, desarrollado en colaboración con la empresa agroambiental Agrovidar, y con el apoyo del Gobierno de la Rioja y el Ayuntamiento de Calahorra, aúna los métodos tradicionales de explotación ganadera con la innovación tecnológica. La utilización de drones para la supervisión del terreno, y de collares GPS para el seguimiento de las cabezas de ganado, facilitan el éxito del proyecto, que ha obtenido una mención especial en los premios Good Practice Award 2021 de la plataforma Renewables Grid Initiative.

La sabiduría tradicional en que se basa el pastoreo no excluye la aplicación de la necesaria innovación tecnológica que nos permita potenciar una ganadería sostenible y beneficiosa para nuestra salud y la del medioambiente.

La crisis climática ya es la mayor amenaza para la humanidad

El economista sueco Jonan Nonberg sostiene en su libro ‘Progreso’ que vivimos en el mejor momento de la historia de la humanidad. A pesar del actual escenario, marcado por la pandemia y las desigualdades, el autor del mejor libro del año según The Economist demuestra con cientos de datos sociológicos y económicos que no solo es este el periodo con una mayor esperanza de vida, sino también con mayor salud, riqueza, educación y oportunidades.

«Lo que nos llega a nuestros móviles solo muestra malas noticias. Pero no es que el mundo se esté desmoronando, es que tenemos más acceso a la información que en cualquier otro momento, y la información siempre habla de lo que está mal», sostuvo recientemente en una entrevista. Sin embargo, estar bien no significa estar a salvo: así lo defiende el Global Risk Report 2022, un informe elaborado por el Foro Económico Mundial (FEM) que se encarga de definir cada año las principales amenazas mundiales para la humanidad en las próximas décadas.

La crisis climática ocupa el primer puesto de la lista de amenazas globales con mayor impacto elaborada por el FEM

El FEM ha consultado a más de 12.000 especialistas de todos los ámbitos para analizar de la forma más objetiva posible los principales riesgos a nivel global en función del grado de impacto y la posibilidad de que ocurran. Si bien durante 2021 el primer puesto en la lista lo ocupó la crisis sanitaria, en 2022 ha llegado el turno del cambio climático: ocho de cada diez personas consultadas señalan las consecuencias de la crisis ambiental, los desastres naturales –incendios forestales, lluvias torrenciales o inundaciones– y la pérdida de biodiversidad como los problemas más graves a los que dar la cara en el futuro más cercano.

En este sentido, advierte el informe, el cordón al colapso solo puede llegar de la mano de medidas verdes eficientes.  En ese sentido, advierte, «de darse una transición ecológica desordenada entre países lo único que conseguirá es generar barreras a la cooperación y dividir a las naciones». En otras palabras, la mayor parte de especialistas considera la inacción climática como el desafío más preocupante a la hora de afrontar la crisis ambiental: «La mayoría de las medidas de recuperación tras la pandemia están fallando a la hora de favorecer la transición verde como herramienta de estabilidad», dice el informe.

Dos mundos distintos

Seis de cada diez personas consultadas por el FEMdicen sentirse inquietos ante las perspectivas de un mundo que afronta una importante brecha económica y social agudizada por la crisis del coronavirus. «Si la recuperación económica es divergente, corremos el riesgo de profundizar las divisiones globales en un momento donde lo que urge es la colaboración», advierten. Una cooperación que debe servir tanto para sanar las cicatrices como para abordar conjuntamente los riesgos globales, que es la mejor forma de hacerlo.

Solo un 6% de la población de los 52 países más pobre se ha vacunado contra el coronavirus

Para ello es necesario acabar con la erosión de la cohesión social (la cuarta amenaza) auspiciada por la desigualdad, que sigue presente por diversos motivos. Por ejemplo, mientras los países más ricos se recuperan del coronavirus gracias a las medidas sanitarias y la digitalización que permiten un avance más rápido, solo un 6% de la población de los 52 países más pobres está vacunado contra la covid,. Esto  afecta no solo al bienestar  social sino a la salud económica de los estados, haciendo aún más palpables esas grandes diferencias y alimentando, según el Foro Mundial, la polarización política en un clima «de divisiones sociales preexistentes y las tensiones geopolíticas».

Tampoco se escapa del análisis la crisis de suministros provocada por el desabastecimiento de productos como los chips informáticos o incluso algunos medicamentos, que llevan ‘la crisis de medios de subsistencia’ a ocupar el quinto lugar en el ranking. Como es lógico, las enfermedades infecciosas todavía siguen presentes en el sexto puesto de la lista, por encima del daño a los ecosistemas, la falta de recursos naturales y las crisis de deuda fomentadas por las medidas de urgencia tomadas por los Gobiernos para mantener a flote las empresas durante la pandemia.

No obstante, asegura el FEM, todavía queda espacio para revertir el futuro. Siempre y cuando las naciones prioricen la cooperación y sean «capaces de recuperar la confianza de sus ciudadanos» para, más allá de intentar demostrar a la historia que esta podría ser nuestra mejor época, conseguir que ese bienestar puedan heredarlo futuras generaciones.

¿Por qué crece el hielo marino en la Antártida?

El hielo marino que flota en el mar de la Antártida, también conocido como banquisa austral, es lo que convierte la región en un paisaje de ensueño que, como un manto blanco, se expande fragmentado en forma de láminas a través del mar. No obstante, su naturaleza no es solo extraordinaria. Aún hoy nos sigue resultando enigmática esta gran capa picoteada: los flujos de la masa helada están sujetos actualmente a altibajos que desconciertan a la comunidad científica. Una pregunta lidera la mayoría de las investigaciones, especialmente teniendo en cuenta que el océano de esta región se calienta más que la temperatura oceánica global: ¿por qué en la Antártida el hielo marino aumenta mientras desciende a nivel global?

Tras la reciente investigación liderada por Ryan Fogt se descubrió que el hielo parecía aumentar continuamente desde 1979

Las mediciones por satélite de la zona, que comenzaron en 1979, recogieron desde el primer momento lo que hoy podría parecer un resultado inevitable del cambio climático: el hielo marino había disminuido durante la primera mitad del siglo XX. Estas métricas confirmaron lo que los puestos terrestres de observación antárticos –hasta esa fecha, la única forma de medición– habían sugerido durante las décadas previas. No obstante, los datos también arrojaron conclusiones confusas: el hielo antártico parecía aumentar a partir de ese mismo año, al contrario de lo que había ocurrido en la mitad anterior del siglo (y al contrario también que en el resto del mundo).

Pero tras la reciente investigación liderada por Ryan Fogt, profesor de geografía en la Universidad de Ohio, –la primera en detallar la extensión total del hielo marino– la sorpresa fue aún mayor: si bien el hielo parecía aumentar continuamente desde 1979, este descendió bruscamente –y sin razón aparente– durante los años 2016 y 2017, recuperándose de nuevo tan solo a mediados del año 2020, en plena pandemia. A día de hoy los motivos de estas repentinas fluctuaciones continúan sin respuesta. Según explicó el investigador norteamericano a través de un comunicado, «las nuevas reconstrucciones de la extensión del hielo marino antártico continúan mostrando que ocurren cambios en nuestro sistema climático que no habíamos observado previamente en un contexto de casi 150 años. Las causas de estos cambios, como la disminución en el siglo XX, el aumento después de 1979, y el rápido declive en 2016, aún no se han podido determinar con precisión». Una conclusión se hace ahora evidente: nuestra observación sobre el Antártico continúa siendo defectuosa.

Una contradicción helada

Mientras las temperaturas aumentan de forma acelerada en la zona, la banquisa austral crece a un ritmo medio de 10.000 kilómetros cuadrados anuales. Desde 2013, más de 20 millones kilómetros cuadrados de extensión se acumulan en esta zona helada flotante. Según el estudio liderado por el Barcelona Supercomputing Center, este fenómeno aparentemente contradictorio no tiene que ver con el descenso de los niveles de ozono estratosférico o la presencia de mayor agua dulce en la región. En realidad, la respuesta descansa sorprendentemente en los efectos de las ráfagas aéreas: cuando los vientos fríos llegan a las zonas exteriores de la masa terrestre y empujan el hielo costero hacia el exterior terminan por crear áreas de aguas abiertas que ayudan a la formación de más hielo. Una suerte de círculo vicioso agravado por un factor esencial: aún no se sabe por qué está cambiando el régimen de vientos antárticos. Según destacaba hace poco uno de los principales climatólogos implicados en el proyecto, «aún desconocemos si el aumento del hielo oceánico del Antártico que estamos registrando es algo excepcional motivado por el calentamiento global o si, en cambio, forma parte de un ciclo más largo de carácter natural».

La banquisa austral crece a un ritmo medio de 10.000 kilómetros cuadrados anuales

La situación, de hecho, contrasta severamente con la coyuntura hallada en las antípodas, pues en el Ártico la disminución parece evidente: hay prácticamente un 30% menos de hielo que hace tres décadas. Sin embargo, dado que flota en el océano, el derretimiento y recongelamiento de estas masas flotantes de hielo no afecta al aumento del nivel del mar como sí lo hacen otros fenómenos, tal como ocurre con el calentamiento de Groenlandia.