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Un cielo sin estrellas

Las estrellas que en la actualidad admiramos por su belleza etérea, eran hace siglos una guía para nuestros ancestros. A partir de los puntos que iluminaban el firmamento, los nómadas averiguaban cómo regresar al hogar o buscar uno mejor, y así lo acreditan hallazgos como el colmillo de mamut con la constelación de Orión tallada que se descubrió en Alemania el pasado siglo –y al que se le estima una antigüedad de 32.500 años–. También encontramos cartas estelares rudimentarias en las cuevas de Lascaux, Francia, pues cuenta con las estrellas de las Pléyades dibujadas en sus paredes, y más cerca, en Cantabria, la constelación Corona Borealis en la cueva de El Castillo. Ambos atlas se remontan 15.000 años atrás.

A medida que pasaron los siglos, estos mapas de estrellas se volvieron más complejos y, sobre todo, próximos a la ciencia. Se añadieron progresivamente nuevas constelaciones que se vislumbraban durante las expediciones en barco y en 1843, el astrónomo alemán Friedrich Argelander dio a luz a la Uranometria Nova, un atlas que contiene 3.256 estrellas y todas las constelaciones vigentes en la actualidad.

Desde 2011 se ha reducido el brillo del cielo en un 10% cada año

Han pasado casi dos siglos y los humanos ya no nos guiamos por las estrellas. Con suerte, miramos la señalización de la carretera, pues lo que nos orienta es el GPS del teléfono móvil. Pero ¿qué dirías si descubrieses que hay seres vivos que todavía usan el firmamento como una hoja de ruta para encontrar cobijo o comida?

Las focas comunes son el ejemplo perfecto. Habitan las costas atlántica y pacífica del hemisferio norte y buscan alimento durante las horas sin luz, a veces alejándose de la orilla, pero volviendo a ella gracias a las estrellas –pues no cuentan con referentes terrestres–. En el caso de los azulillos índigos, una especie de ave que habita Norteamérica, sucede algo parecido: a la hora de migrar al sur durante el invierno, se orientan gracias a las constelaciones del firmamento.

Ambas especies se enfrentan a un acuciante problema: las estrellas se difuminan por culpa de la contaminación lumínica (según un reciente estudio publicado por la revista Science, desde 2011 se ha reducido el brillo del cielo en un 10% cada año).

«Muchos de los procesos fisiológicos y de comportamiento de la vida en la Tierra están relacionados con ciclos diarios y estacionales», explica Christopher Kyba, autor principal de la investigación, y es que la falta de luz en el cielo afecta no solo a plantas y animales, sino también a la cultura humana, el arte o la ciencia. La causa de este apagón natural, como ya vaticinábamos, es la emisión de luz artificial, la cual altera la oscuridad del medio ambiente durante la noche.

«Muchos de los procesos fisiológicos y de comportamiento de la vida en la Tierra están relacionados con ciclos diarios y estacionales»

Antaño, esta contaminación lumínica se asociaba exclusivamente a medios urbanos, pero las investigaciones han confirmado un alcance generalizado. En España, por ejemplo, es imposible encontrar ninguna zona desprovista de la luz artificial, tal y como señala el estudio The new world atlas of artificial night sky brightness. Este fenómeno se remonta a los años 90 y ha propiciado la degradación del paisaje, como sucedió en la Devesa de l'Albufera valenciana –en la cual se implementó en 2019 un alumbrado que solo se activa en presencia de viandantes– o el Parque Nacional de Doñana –que estrenó un sistema de control de la contaminación lumínica allá por 2010–. Quedan, sin embargo, parajes privilegiados de observación estelar, como es el caso del Lago de Sanabria, en Zamora.

A mayores, el mal uso de la luz artificial está poniendo en jaque a nuestros recursos. El consumo energético de España ha crecido imparable en las últimas décadas, convirtiéndonos en el segundo país europeo que más dinero dedica a iluminar sus municipios –con un gasto anual de aproximadamente 950 millones de euros– según los datos de la Universidad Complutense de Madrid.

Es imperativo recuperar las estrellas y, como se ha visto en la Albufera o en Doñana, tenemos clara la vía para lograrlo. «Se conocen los métodos eficaces para reducir la contaminación lumínica y muchos de ellos también reducen el consumo de electricidad», sostiene Kyba en la investigación de la revista Science, «pero estas medidas se han aplicado a escala local, no se han generalizado».

Ha llegado el momento de apagar el interruptor (o al menos, no encenderlo más de lo estrictamente necesario) para que, el día de mañana, la Tierra siga contando con su guía estelar.

Madrid respira algo mejor

Cuatro imponentes torres, la ciudad extendida a sus pies y una espesa boina de contaminación son desde hace tiempo la carta de presentación que ostenta Madrid para cualquier persona que acceda a la ciudad por carretera. Con el paso de los años, el aumento de la industria y la masificación del parque de vehículos motorizados, lo que en un principio se vislumbró como un 'skyline' privilegiado terminó por convertirse en la evidencia de una contaminación excesiva o, lo que es lo mismo, un peligro para la salud de los ciudadanos. Ponerle solución pasó de ser una opción a un aspecto esencial para el futuro de la urbe.

Los niveles de sustancias contaminantes mejoraron en Madrid un 22,7% de media

Bajo el paraguas de la concienciación y tras un intenso trabajo institucional, Madrid continúa hoy en día luciendo la espesura contaminante habitual pero comienza por fin a vislumbrar resultados que invitan al optimismo. Por primera vez, la capital española cumplió a principios de este año con las normas de calidad del aire fijadas por la Unión Europea. Un dato que respalda en cierta manera la gestión del Ayuntamiento, que se ha visto obligado a renovar un 60% de la flota de autobuses urbanos y a restringir la circulación en ciertas zonas de la ciudad a fin de reducir la tasa de contaminación en el aire, foco de numerosos problemas de salud y que, en el caso concreto de Madrid, se había visto altamente disparada en los últimos años. De hecho, durante la última década, tanto Madrid como Barcelona se habían saltado estas normas de forma habitual, lo que conllevó una condena por parte del Tribunal de Justicia de la UE el pasado mes de diciembre.

En este sentido, los niveles de sustancias contaminantes y nocivas para la salud mejoraron en Madrid un 22,7% de media desde el último año que la Unión Europea impuso la sanción hacia la capital madrileña. Una mejoría que también es tangible en zonas tradicionalmente consideradas como puntos negros de la contaminación y que por primera vez se han quedado por debajo del margen que fijan las instituciones europeas, en concreto 40 microgramos por metro cúbico.

Más allá de estos parámetros, Madrid también cumple por tercer año seguido en relación al Valor Límite Horario (VLH) de NO2, otra de las variables que la UE revisa con atención de forma anual. Es más, respecto a estos indicadores, la ciudad ha reducido sus valores a números por debajo incluso de los de 2020, el año de la pandemia y en el que la actividad económica y productiva se vio más mermada.

El Ayuntamiento se ha visto obligado a renovar un 60% de la flota de autobuses urbanos

Y es que las normas dictadas por Europa suponen un endurecimiento sobre la regulación establecida hasta la fecha respecto a los contaminantes del aire. Partiendo de la base de que la contaminación atmosférica provoca la muerte prematura de casi 300.000 europeos al año, las nuevas normas pretenden reducir en un 75% esa cifra de cara a los próximos diez años. De esta manera, la revisión velará por que las personas que sufran problemas como consecuencia de la contaminación atmosférica tengan derecho a ser indemnizadas en caso de infracción de las normas de calidad del aire de la UE.

Sin embargo, los avances en materia de contaminación de Madrid también suman opiniones que los consideran insuficientes. Es el caso de diferentes colectivos por la protección del medioambiente como Ecologistas en Acción, desde donde reconocen la bajada en los índices de contaminación pero advierten sobre el peligro de caer en el triunfalismo y evidencian ciertas dudas respecto a las mediciones y los datos aportados por la administración.

La realidad es que ambas posiciones tienen su parte de acierto. Mientras que es evidente que Madrid está en el buen camino para desprenderse definitivamente de esa boina de contaminación que corona la ciudad y amenaza la salud de sus ciudadanos, el trabajo por reducir los índices contaminantes puede, y debe ser, mucho más ágil. Es algo tan importante como las vidas que están en juego.

La recuperación de la capa de ozono

En 1985, el meteorólogo Jonathan Shamklin publicó, junto a otros dos colegas, un estudio que revelaba la pérdida de un tercio del espesor de la capa de ozono, que ya contaba con un enorme agujero sobre el Polo Sur. El análisis relacionaba este detrimento con el uso en aerosoles y sistemas de refrigeración por parte del ser humano, los compuestos químicos llamados clorofluorocarbonos (CFC).

La capa de ozono, que había pasado inadvertida para el común de los mortales hasta entonces, es una parte delgada de la atmósfera que absorbe las radiaciones ultravioletas del sol. Se crea en la atmósfera superior y su desaparición pondría en juego la vida en nuestro planeta.

En aquel entonces saltaron todas las alarmas. Científicos, Gobiernos e instituciones comenzaron en ese momento una tenaz batalla para frenar el deterioro de esa fina capa que nos separa de la extinción. Una inversión en investigación sin precedentes hasta la fecha y la acción política internacional favorecieron que se comenzase a prestar la debida atención a tan grave problema.

La desaparición del uso de clorofluorocarbonos en aerosoles ha logrado que la capa de ozono comience a recuperarse

En 1987 se firmó el Protocolo de Montreal con el único objetivo de proteger la capa de ozono de los productos químicos que la estaban mermando, y a día de hoy, es considerado uno de los mayores éxitos de la cooperación medioambiental internacional. Firmado por todos los países, impulsó la prohibición de los CFC como medida imprescindible para frenar el daño que sufría la capa de ozono. Pasados los años, comenzamos a ver los frutos de este histórico hito.

Cada cuatro años, el Grupo de Evaluación Científica del Protocolo de Montreal publica un informe que especifica la evolución en la eliminación de las 96 sustancias químicas usadas en aerosoles que provocaron el agujero en la capa de ozono. El último de estos informes no puede ser más esperanzador.

En dicho documento, presentado a primeros de año en la reunión anual de la Sociedad Meteorológica de Estados Unidos, se concluye que, de mantenerse las políticas actuales, la capa de ozono podría recuperar, en 2040, los valores con que contaba en 1980. No obstante, tendríamos que esperar a 2045 para su recuperación total en el Ártico y a 2066 para que sea efectiva en la Antártida.

El informe viene avalado por exigentes investigaciones desarrolladas por grupos científicos y expertos de ámbito internacional pertenecientes al Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA), la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA) y la Comisión Europea.

Los avances en la lucha contra los gases de efecto invernadero, podrían lograr que en 2066 haya desaparecido el agujero de la capa de ozono en la Antártida

No son únicamente las emisiones de CFC las responsables del deterioro de la capa de ozono, también el calentamiento global es un actor importante. El daño que sufre en la Antártida es más persistente justamente por la subida de temperaturas, provocada en gran medida por la emisión de gases de efecto invernadero. Entre estos se encuentran los hidrofluorocarbonos (HFC), que vinieron a sustituir a los CFC. Estos gases fueron los protagonistas de la Enmienda de Kigali al Protocolo de Montreal. Este acuerdo adicional, que entró en vigor en 2019, pone el punto de mira en los HFC y exige su progresiva desaparición.

Sin duda, el Protocolo de Montreal es un ejemplo de éxito de la cooperación internacional, y un indicio de lo que acuerdos similares pueden y deben llevarse a cabo para seguir avanzando en la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Es urgente acometer acuerdos para emprender la tarea pendiente de abandonar los combustibles fósiles y seguir enfrentando la urgencia climática. Los logros en la lucha contra la desaparición de la capa de ozono demuestran que es posible.

¿Vivimos en la era de los desastres?

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Inundaciones, huracanes, tsunamis, terremotos, erupciones volcánicas… La lista de desastres naturales es amplia y sus consecuencias se han visto agravadas con el cambio climático. Una de las principales acciones para conseguir reducir su impacto negativo pasa por garantizar que cada persona del planeta esté protegida por sistemas de alerta temprana.

El pingüino emperador, en grave peligro de extinción

El Instituto Antártico de Argentina advierte de que, si las temperaturas siguen aumentando, es posible que en tan solo 30 años esta especie endémica de la Antártida se sume a las 581 que han desaparecido en las últimas dos décadas. De hecho, en 2016 desapareció la segunda colonia más importante de pingüinos emperador, con más de 10.000 polluelos perdidos.

Los pingüinos emperador no existen en ningún sitio más que en la inhóspita Antártida. Al igual que la especie de pingüino Adelia, este, el más grande del mundo —puede llegar a medir un metro y medio—, es endémico de la zona. Y está a punto de desaparecer por culpa del cambio climático: según el Instituto Antártico de Argentina (IAA), si las temperaturas siguen aumentando, es posible que en 30 años tan solo quede su recuerdo junto con las 581 especies y subespecies que se han extinguido en las dos últimas décadas.

Los pingüinos emperador dependen de las capas de hielo para alimentarse, reproducirse e interaccionar con el entorno

«Las proyecciones climáticas sugieren que las colonias de pingüinos emperador que se encuentran más al sur serán las más afectadas», advierte la bióloga del IAA, Marcella Libertelli, en el estudio. El principal motivo es la velocidad a la que están desapareciendo las superficies heladas de la Antártida. Tal y como apunta una investigación de la Universidad de California realizada con imágenes de satélites de la NASA, el deshielo en esta localización es seis veces más rápido que en la década de los ochenta, lo que pone en un serio aprieto a la especie, cuyas hembras necesitan hielo sólido desde abril a diciembre para construir los nidos de sus polluelos.

Si el mar se congela más tarde o se derrite prematuramente, no pueden completar su ciclo reproductivo. «Si el suelo se rompe y llega el agua a los pingüinos recién nacidos, que no están listos para nadar y no tienen un plumaje impermeable, mueren de frío y se ahogan», explica Libertelli. Y sin ir más lejos, los termómetros de la Antártida registraron una marca insólita la pasada primavera: en la zona más fría del planeta, donde la temperatura habitual ronda los −55 ºC, el 18 de marzo se alcanzaron −12 ºC (es decir, 40 grados por encima de la media). A pesar de que en esa ocasión el hielo se mantuvo a raya, una ola de calor de este calibre en la zona más fría del planeta no es buen síntoma.

Los pingüinos emperador están acostumbrados a pasar el largo invierno en pleno hielo. De hecho, las hembras ponen un único huevo que abandonan para zambullirse en una larga expedición en busca de alimento que puede alargarse durante meses, dejando la responsabilidad del cuidado en los machos, que los mantienen al calor de su plumaje. Un cambio en su hábitat significa una alteración a la hora de alimentarse, y aquí también juega un papel clave la actividad humana a través del auge del turismo y la sobrepesca, que ponen en peligro el krill, alimento base para la abundante biodiversidad de la península antártica y, por supuesto, del pingüino emperador.

Como afirman los expertos del IAA, estos factores provocados por la mano humana ponen en grave riesgo las 3R de esta especie tan dependiente del hielo: la resiliencia, la redundancia y la representación. De hecho, la segunda colonia más grande de pingüinos emperador de la Antártida ya colapsó en 2016, con más de 10.000 polluelos perdidos. Los que quedaron se reubicaron en lugares cercanos, pero la British Antarctic Survey, en el momento del estudio, calculaba entre 130.000 y 250.000 parejas de pingüinos emperador con capacidad de procrear viviendo en 54 colonias. Perderlos, como ocurre con cualquier otra especie, sería un fracaso para nuestro compromiso con el planeta.

El deshielo de la Antártida es seis veces más rápido que en la década de los ochenta: esta primavera, los termómetros marcaron 40 grados de temperatura por encima de la media

Sin embargo, el peligro que corre el pingüino emperador es aún más serio si cabe, ya que es una de las aves más antiguas del planeta y figura clave que ha inspirado el estudio de la cadena evolutiva durante siglos para arrojar luz sobre la estrecha relación que existe entre las aves y los reptiles. Ya en 1910, el capitán Robert Falcon Scott partió hacia la Antártida, de la mano del naturalista Edward Wilson y 65 expedicionarios a bordo del barco Terra Nova, con el único cometido de encontrar los huevos de este animal y poder estudiar sus embriones. Dieron la vida, literalmente, por recorrer durante 19 días glaciares y morrenas hasta dar con las aves en los acantilados del cabo Crozier. Los tres huevos que se llevaron de sus nidos se exponen en el Museo de Historia Natural de Londres. Asegurarnos de que sigan existiendo depende de nosotros.

Desperdicio alimentario: una cuestión humanitaria y ambiental

Casi un tercio de la producción alimentaria es desperdiciada cada año alrededor del mundo. Y ese no es el único problema: esta forma de malgastar supone, además, el 10% de la emisión de gases de efecto invernadero.

Nuestro país es testigo de cómo se tiran, cada año, más de 7,7 millones de toneladas de alimentos según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Lo que es lo mismo: 250 kilogramos de comida cada segundo. A nivel global, los números son capaces de impresionar aún más: se estima que se desperdicia aproximadamente el 30% de los alimentos que se producen en el mundo. Para paliar la situación, el Gobierno ha aprobado el proyecto de Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que obliga a cada uno de los agentes de la cadena alimentaria a contar con un plan de prevención contra el desperdicio. 

Alrededor de un 10% de la emisión de gases de efecto invernadero está asociado a los alimentos no consumidos

Según Luis Planas, ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, la ley no solo tiene un objetivo regulatorio, sino que también está pensada para «concienciar a la sociedad sobre la necesidad de disminuir el despilfarro de alimentos». El proyecto prevé no solo donaciones corporativas a las entidades sociales y oenegés, sino también la transformación de los alimentos que no se hayan vendido y que continúen siendo óptimos; en el caso de las frutas, por ejemplo, conllevaría crear mermeladas o zumos. A su vez, cuando las condiciones impidan el consumo, los materiales alimentarios pasarán a formar parte de la nutrición animal, el uso de subproductos industriales o la elaboración de compost o biocombustibles. A ello se suma una obligación particular para las empresas hosteleras: tendrán que facilitar que el consumidor pueda llevarse, sin coste adicional, los alimentos que no haya consumido.

Medidas como esta, influenciadas por ejemplos legislativos previos como el francés, van en consonancia con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) marcados en la Agenda 2030. Es el caso del número 12, que establece la aspiración de «reducir a la mitad el desperdicio de alimentos per cápita mundial en la venta al por menor y a nivel de los consumidores y reducir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, incluidas las pérdidas posteriores a la cosecha».

En la Unión Europea, pequeños gestos podrían cambiar el panorama actual: el etiquetado de fechas, por ejemplo, es el responsable del desperdicio del 10% de la comida, algo que también se aborda en la ley elaborada en nuestro país, donde se intenta incentivar la venta de productos con fecha de consumo preferente.

No obstante, no solo a través de la ley se pueden cambiar los hábitos establecidos durante años. Tal como reza el comunicado emitido desde el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, «para que la ley tenga éxito en la consecución de sus objetivos necesita de la implicación del conjunto de la cadena alimentaria y de la sociedad en general».

La Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario prevé la transformación de los alimentos no vendidos o destinarlos al consumo animal

Un problema para el planeta

A la cuestión humanitaria y moral que supone este problema —690 millones de personas sufrieron hambre en 2019, y se prevé un fuerte crecimiento—, se le suma que es un problema ambiental: según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), alrededor de un 10% de la emisión de gases de efecto invernadero está asociado a los alimentos no consumidos. 

A pesar de ello, no se suele abordar: en el Acuerdo de París, por ejemplo, no existe ninguna mención al desperdicio alimentario. Y no es el único obstáculo a la hora de tomar medidas similares a las recogidas en la legislación española: gran parte de los países ni siquiera cuenta con métricas adecuadas para recoger los datos correspondientes.

Mientras tanto, millones de kilos se desperdician cada día alrededor del mundo perjudicando no solo a sus habitantes, sino también a su hogar, el planeta. 

España ante el riesgo de la desertificación

La última década es la más cálida registrada en toda la historia. Y no solo eso: hay un 50% de probabilidades de que en uno de los años del período 2022-2026 el calentamiento global supere en 1,5°C los niveles de temperatura preindustriales. Al menos, así lo afirma la Organización Meteorológica Mundial. Para nuestro país, las consecuencias pueden ser especialmente graves, ya que pueden volverlo casi completamente árido. De acuerdo con los criterios marcados por la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, más de dos tercios del país se encuentran en peligro de desertificación. Se trata concretamente de un 74% del territorio: tan solo la cornisa cantábrica y la zona cercana a los Pirineos, junto con determinados puntos del centro y sur peninsular, se encuentran en niveles con menor riesgo.

Hay un 50% de probabilidades de que en uno de los años del período 2022-2026 el calentamiento global supere en 1,5°C los niveles de temperatura preindustriales

Más allá del rol del calentamiento global, lo cierto es que las razones son en cierta medida inherentes a gran parte de las condiciones de la Península Ibérica. Así, el dominio de un clima semiárido en grandes zonas, la extrema variabilidad de las lluvias en determinadas áreas y otros factores como un suelo pobre, un relieve desigual, la intensidad ganadera y agrícola y una explotación insostenible ocasional de los recursos hídricos subterráneos, crean condiciones especialmente propicias para los escenarios de desertificación. Otro de los factores esenciales son los incendios forestales, algo especialmente preocupante si tenemos en cuenta que los fuegos son cada vez más devastadores e intensos, lo que dificulta la recuperación de los ecosistemas.

Una de las herramientas diseñadas a nivel nacional, aprobada recientemente, es la Estrategia Nacional de Lucha contra Desertificación, cuyo objetivo es, entre otros, actualizar el antiguo Programa de Acción Nacional contra la Desertificación. Según el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO), los impactos son múltiples y profundos, entre los que se incluyen la pérdida productiva de los suelos, la disminución de los beneficios agrarios, el agravamiento de la despoblación, la disminución del patrimonio cultural o la pérdida de biodiversidad. La Estrategia, elaborada junto a ministerios, comunidades autónomas, instituciones científicas y ONG, se estructura en torno a acciones como el desarrollo de un plan de restauración de terrenos afectados por la desertificación, la elaboración de un inventario nacional de suelos e incluso la creación de un Consejo y un Comité Nacional de Lucha contra la Desertificación. Todo enfocado hacia una fecha límite coincidente con los Objetivos de Desarrollo Sostenible: el año 2030.

Un 74% del país se encuentra en riesgo de desertificación

La desertificación constituye un fenómeno que, además, favorece el abandono de la población: cuanto más se empobrezca un suelo, menos podrá aprovecharlo –a través de la ganadería, la agricultura o la simple residencia– la comunidad en cuestión. Como es lógico, esto conlleva a su vez la degradación de la zona. En este sentido, si se atiende a los datos, España es uno de los países de la Unión Europea con peores perspectivas: poco más de un millón de hectáreas agrícolas se encuentra actualmente en peligro, según la información de la Comisión Europea. Tal como señala el propio MITECO, la degeneración que causan la aridez, la sequía, la presión sobre la vegetación y el agua o la urbanización «afecta enormemente» a nuestro país. La duda, mientras tanto, permanece en el aire: ¿conseguiremos frenar este peligroso fenómeno antes de ocho años?

Cambio climático: un foco de desigualdad latente

Tras años en un segundo plano, la lucha contra el cambio climático ha pasado a ocupar, por fin, el centro del debate público. Décadas después de que comenzaran las alertas por parte de la comunidad científica y los colectivos ecologistas, la mayor parte de los gobiernos del mundo han entendido la urgencia del problema y la necesidad de colocar la protección del planeta como un eje esencial de la política nacional e internacional. Hasta ahora, la degradación de la Tierra, una situación provocada principalmente por la sobreactividad humana, siempre ha sido enfocada desde una perspectiva medioambiental o productiva, como un problema que perjudica principalmente al mundo natural y al sistema bajo el que se rige la sociedad actual. Se obvia el hecho de que los principales perjudicados están siendo las personas y, en concreto, aquellas con menos recursos o en situación de exclusión.

El cambio climático amenaza el disfrute de aspectos como la vida, el agua, el saneamiento, el acceso a alimentos, la salud, la vivienda o el propio desarrollo

Prueba de ello es el ascendente nivel de preocupación que este tema suscita entre la población, dado el impacto que esta percibe en su día a día. Según una encuesta realizada por el Eurobarómetro, casi ocho de cada diez europeos (78%) considera el cambio climático como un problema muy grave. Y es que el constante deterioro del planeta amenaza seriamente el disfrute efectivo de aspectos como la vida, el agua, el saneamiento, el acceso a alimentos, la salud, la vivienda o el propio desarrollo. Aspectos, todos ellos, que comparten un mismo denominador: son derechos humanos. Por este motivo, desde las instituciones internacionales se está instando a los gobiernos a tomar medidas urgentes contra el cambio climático desde un punto de vista de protección a los colectivos sociales más vulnerables. «Los Estados tienen la obligación de defender los derechos humanos para prevenir los efectos adversos predecibles del cambio climático y garantizar que aquellos a los que afecte, sobre todo los que estén en una situación de vulnerabilidad, tengan acceso inmediato a recursos y medidas de adaptación efectivos que les permitan vivir dignamente», se puede leer en un informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH).

«Es necesario que los Estados tomen medidas ambiciosas de adaptación y mitigación que sean inclusivas y respetuosas con las comunidades a las que afecte el cambio climático»

Con ello, desde el corazón de la ONU se abre un nuevo frente desde el que presionar a los gobiernos a tomar medidas efectivas y de calado contra el calentamiento global y los efectos adversos que ello genera. En este sentido, la realidad de la demanda queda reflejada en multitud de ejemplos, desde las prolongadas sequías en el África subsahariana, que han dejado sin agua potable a multitud de comunidades, hasta las devastadoras tormentas tropicales en el sudeste asiático que se han llevado casas y comercios, pasando por los incendios y las olas de calor en el hemisferio norte. Todos estos fenómenos afectan directamente a las personas y, más concretamente, a aquellas que menor acceso tienen a recursos que les permitan adaptarse a la situación actual. Un crecimiento de la desigualdad que tienen nombres y rostros y, como no puede ser de otra manera, reclama soluciones inmediatas. «Es necesario que los Estados tomen medidas ambiciosas de adaptación y mitigación que sean inclusivas y respetuosas con las comunidades a las que afecte el cambio climático», insisten desde la ACNUDH, desde donde se trabaja para potenciar aspectos como la inclusión de la sociedad civil en los procesos de tomas de decisiones medioambientales, la facilitación de mecanismos de derechos humanos para abordar los problemas medioambientales o la investigación y promoción para abordar vulneraciones de los derechos humanos causadas por la degradación del medio ambiente, en particular hacia grupos en situaciones de vulnerabilidad.

Si algo ha quedado demostrado a lo largo de los años es que el cambio climático es un problema de todos que tiene un impacto especial entre aquellos con menos recursos. Un foco de desigualdad que, al margen del daño que supone para el medio ambiente, también puede conllevar un desgaste de las sociedades y los derechos conquistados. Evitarlo es algo que está en nuestra mano.

El calor: un claro índice de desigualdad

Cada año que pasa, el verano se deja notar con más fuerza en todo el mundo. En los lugares en los que antes solo había un par de semanas de calor extremo, ahora son meses de altas temperaturas. De igual forma, países que anteriormente tendían a un equilibrio estacional más o menos estable, han visto como el mercurio ha subido de una forma radical en los meses estivales. No es una situación aislada, sino que está previsto sea el leitmotiv de los próximos años, resultado de una inacción prolongada en la lucha contra el desgaste del planeta que empieza a tener consecuencias realmente serias para la población global. Así se desprende de los últimos datos aportados por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), desde donde se calcula que las olas de calor serán 39 veces más frecuentes que en el siglo XIX, con una temperatura global que superará los 40 grados centígrados una media de casi siete días al año y fenómenos hasta ahora extremos como las sequías que dejarán de serlo dada la frecuencia con la que se sucederán.

Las olas de calor serán 39 veces más frecuentes que en el siglo XIX

Ante este horizonte, no solo se trata de acelerar una lucha contra el cambio climático que ya se ha vuelto prioridad política absoluta para la mayoría de los países del mundo, sino de abordar las desigualdades de  adaptación que las nuevas temperaturas están produciendo en todo el mundo. Y es que, en la diferencia a la hora de paliar el calor, ha surgido un nuevo foco de desigualdad que preocupa, y mucho, a gobiernos y ONG. Por un lado, la primera diferencia viene dada por los datos. Mientras que los estudios que se hacen al respecto suelen desarrollarse y tomar como referencia índices de los países desarrollados, los países con menor desarrollo –y que generalmente están expuestos a condiciones climáticas más extremas– apenas aparecen o gozan de relevancia en estos trabajos. De esta manera, una ola de calor en Canadá será noticia en todo el mundo mientras que esa misma ola en Etiopía no, situación que deja a la población etíope en un claro segundo plano con respecto a las medidas que se puedan tomar para paliar su situación. Es solo la punta del iceberg. El calor y su forma de combatirlo se ha revelado en los últimos años como uno de los grandes medidores de desigualdad.

Según un estudio desarrollado por la Universidad de Berkeley, puede trazarse un mapa racial según sea la proximidad de la población a árboles

Un claro ejemplo de esta brecha está en la proximidad a zonas verdes de la población, atenuante para las altas temperaturas. Según un estudio desarrollado en Estados Unidos por la Universidad de Berkeley, podría trazarse un mapa racial según fuera la proximidad de la población a árboles. En este sentido, las personas de raza negra tenían un 52% más de posibilidades respecto a las de raza blanca de vivir en lugares sin atisbo de naturaleza y con clara exposición al calor. Un dato que evidencia las diferencias entre vidas humanas y su distinto valor en aspectos tan relevantes para la salud. No es el único escenario en el que esta brecha queda patente. El acceso al aire acondicionado es otro de los índices que mejor refleja las diferencias socioeconómicas de la población. De hecho, ya en el año 2014, desde el servicio de Salud Pública de Inglaterra alertaron de que la distribución de los sistemas de aire acondicionado reflejaba desigualdades socioeconómicas preocupantes, a lo que se sumaba la posibilidad de que el aumento del precio de los combustibles exacerbara más si cabe esta situación.

Desde entonces, estas diferencias no han hecho más que aumentar, convirtiéndose en un problema que urge abordar, especialmente si se tiene en cuenta la previsión de que lo que ahora se denominan olas de calor, terminarán por ser temperaturas habituales en buena parte del planeta.