Categoría: Agenda 2030

Cuidar la geodiversidad para preservar el planeta

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Este año se ha celebrado por primera vez el Día Internacional de la Geodiversidad, el 6 de octubre, con el objetivo de concienciar a la sociedad sobre la importancia que la diversidad geológica tiene para el medio ambiente. Potenciar el desarrollo sostenible de las zonas rurales, condicionar la biodiversidad o ser fuente de recursos naturales son solo algunos de los beneficios que reporta cuidar nuestro patrimonio geológico.

El campo envejece

La edad media de los agricultores en España es de 61,4 años. Mientras tanto, los menores de 35 años no llegan a representar más del 15% de los jefes de cultivos, una indicación clara del acuciante problema del relevo generacional en el entorno rural. ¿Quién heredará un campo vacío? Explicamos con datos cómo el envejecimiento del campo está poniendo en peligro la vertebración del territorio rural.

Cuando la vida nos recuerda la fragilidad humana, todas las miradas se vuelven hacia el campo. De repente, ese entorno se nos hace más limpio, más sencillo, más calmado. Ya se encargó la pandemia provocada por el coronavirus de demostrar que otra vida fuera de las ciudades era posible. De hecho, en las mesas de Naciones Unidas, gobiernos, instituciones, empresas y ciudadanía, el discurso en defensa de la España rural es protagonista. Sin embargo, la música suena muy distinta a la hora de garantizar el relevo generacional con medidas efectivas. ¿Quién heredará el campo si nadie se queda en él?

Los datos no son muy halagüeños: en 2017, nueve de cada diez beneficiarios de las ayudas directas de la Política Agraria Común (PAC) —un conjunto de subvenciones económicas a nivel europeo que ayudan a desarrollar la agricultura y hacerla más rentable— tenían más de 40 años. En concreto, 678 919 agricultores frente a los 56 354 de entre 25 y 40 años, que, junto con los menores de 25 años, representan tan solo el 14%. Y si bien en 2022 ha habido un pequeño aumento en los agricultores jóvenes (ahora el porcentaje es de 14,82%), este cambio es imperceptible en un campo que envejece a pasos agigantados: la edad media de los agricultores es de 61,4 años. 

«Los agricultores mayores aguantan todo lo que pueden para mantener los cuidados de los campos», explicaba Cristóbal Aguado, presidente de la Asociación Valenciana de Agricultores (AVA), en una entrevista. «Si ya éramos los líderes en tierras agrarias sin cultivar, con casi 165 000 hectáreas, ahora también tenemos el triste honor de encabezar el ranking nacional en edad media agraria».

Concretamente, en 46 de las 50 provincias de nuestro país (no se cuentan Ceuta y Melilla porque no existen datos), más de un tercio de los jefes de explotaciones agrícolas superan los 65 años. En Pontevedra, Ourense y Valencia, de hecho, representan más de la mitad de los agricultores, mientras que los menores de 44 años ni siquiera alcanzan a representar el 15%. En el ranking continúan Alicante, Castellón y Toledo, y en ningún caso los menores de 35 años llegan a suponer más del 10% de la población. Ocurre incluso en provincias típicamente agrícolas, como las de Andalucía, donde se podría esperar por tradición un mayor relevo generacional que, sin embargo, brilla por su ausencia: tan solo Almería supera el 25% de agricultores que aún no han cumplido el lustro. Cabe destacar que en este caso las cifras hablan únicamente de jefes de explotaciones ganaderas, lo que demuestra que la mayor parte de los cultivos se mantienen todavía en manos de los más mayores.

En 46 provincias españolas, más de un tercio de los jefes de explotaciones agrícolas superan los 65 años

Pero ¿qué pasa con los trabajadores? Una lupa sobre el mercado laboral agrícola, ganadero, forestal y pesquero (para estos datos concretos, el INE no realiza un desglose) apunta a que esta aparente falta de sangre nueva en el campo ha sido una crónica de una muerte anunciada: los únicos trabajadores que han seguido una tendencia al alza desde 2011 son los situados en la franja de edad de los 50 a los 69 años. Mientras tanto, la cifra de trabajadores de entre 30 y 34 años se ha desplomado en tan solo un año, pasando de representar el 53% en 2021 al 37% en 2022. Hay otro dato que pasa desapercibido, pero que es el ejemplo perfecto para demostrar lo que está ocurriendo y es que, mientras los mayores de 70 años están a punto de alcanzar su máximo en once años, los menores de 19 rozan el mínimo: 1,8%.

¿De verdad no hay jóvenes?

En diez años, una buena parte de los agricultores habrá pasado a la jubilación. Quizá algunos decidan mantenerse en las tierras para evitar que tantos años de esfuerzo caigan en el olvido por la falta de jóvenes en el campo, pero los expertos advierten de que esto no debería generar ninguna sensación de alivio. De hecho, el no relevo generacional ya se define como «un asunto de Estado». La amenaza del cambio climático sobre los cultivos, una población mundial que crece por momentos y la transición verde (que desembocará en el sistema alimentario) necesitan jóvenes preparados para afrontar los retos del futuro con nuevas visiones y técnicas de cultivo. 

Pontevedra, Ourense y Valencia encabezan las provincias con mayor número de agricultores que han superado la edad de jubilación

Hablamos del campo español, pero la situación es extrapolable al contexto europeo, donde la edad media del agricultor es de 40 años y más de la mitad de las explotaciones ganaderas está en manos de mayores de 55 años. En Italia los agricultores mayores de 65 años representan el 50% de la mano de obra, mientras que en los Países Bajos alcanzan el 20% y en Francia el 15%. En otras palabras, el desafío es de rango comunitario y la Comisión Europea quiere ponerle fin con la EU Youth Strategy 2027, que busca mejorar las condiciones en las zonas rurales para que los jóvenes puedan desarrollar todo su potencial y volver al campo.

«La juventud del mundo rural puede proporcionar nuevas ideas, inspiración y energía para crear mejores oportunidades y pueblos más resilientes y conectados», aseguraba recientemente la Comisión Europea en un informe que no solo analiza la realidad de las generaciones más jóvenes, sino que se centra en demostrar que sí hay jóvenes que quieren cambiar el relato y lo hace incluyendo en el informe las historias de un italiano que está construyendo su propia granja orgánica, un español que está transformando los cultivos familiares hacia la agricultura regenerativa o una atleta profesional eslovaca que ha desarrollado una granja biodinámica para minimizar el impacto de la producción sobre el suelo.

Lo que necesitan, aseguran los expertos, son incentivos para evitar que el sector primario —clave para vertebrar los territorios— quede huérfano. Económicos, sociales y de conciliación, tal y como reclamó el presidente del Consejo Europeo de Jóvenes, Jannes Maes: «Con nosotros pasa como con los profesionales sanitarios: recibimos muchos aplausos, pero no tanto apoyo financiero por parte de los Gobiernos». En este sentido, dentro de nuestras fronteras son numerosas las iniciativas civiles y del sector privado que buscan compensar esta falta de atención administrativa para resolver el no relevo garantizando el traspaso de los negocios a manos más jóvenes e innovadoras. 

Ruralizable, por ejemplo, es una iniciativa que lanza periódicamente convocatorias para emprendedores con ideas de proyectos innovadores con impacto social positivo en el medio rural, una herramienta fundamental para la regeneración económica y social de las zonas despobladas. Uno de los emprendimientos apoyados, Te Relevo, permite precisamente comprar y vender negocios de manera digital. En conclusión, se trata de mantener con vida un proyecto (agrícola, ganadero, forestal) que nació hace décadas cuando los pueblos rebosaban de vida y que aún tiene potencial de renovarse de la mano de quienes mejor pueden hacerlo: las nuevas generaciones.

Adela Cortina: «Las empresas tienen una especial responsabilidad para hacer posible una sociedad más justa, local y global»

Con la palabra siempre templada y dispuesta al diálogo, Adela Cortina (Valencia, 1947) construye espacios de entendimiento en territorios donde la cooperación se hace necesaria, aunque sucesos como los populismos, la guerra en Ucrania o la polarización política se empeñen en dinamitarla. La cada vez mayor virtualidad de la vida, el rechazo al pobre (aporofobia, palabra que ella misma inventó hace más de veinte años), la calidad de la educación y el compromiso empresarial para construir una sociedad más justa son algunas de las cuestiones que analiza aprovechando su participación en las Jornadas de Sostenibilidad 2022: Acelerar la recuperación desde la ESG, organizadas por Redeia,

Existe la sensación, ciertamente extendida en algunos sectores, de que esto se acaba. El miedo en nuestras sociedades, en definitiva, ¿dinamita la ética? ¿La desplaza? ¿La pervierte?

El miedo es una de las emociones que necesitamos para sobrevivir, porque nos pone en guardia ante los peligros. Si no hubiéramos sentido miedo ante las amenazas, no habrían podido sobrevivir ni la especie humana ni otras especies animales. El miedo no es como el odio, por ejemplo, que resulta innecesario para vivir, y, sin embargo, hay quienes se empeñan en cultivarlo para generar guerras, polarizaciones y conflictos. Sin embargo, el miedo puede apoderarse de nosotros hasta el punto de llevar a la parálisis, lo cual es nefasto, o, por el contrario, a tratar de analizar las causas que lo provocan y a buscar salidas viables y justas. La opción más ética es la segunda, la que nos insta a buscar los mejores caminos en cooperación con otras personas, con otros países, porque somos interdependientes. La ética es un motor que nos incita a no quedarnos atenazados, impotentes ante el sufrimiento, a no conformarnos con lo que parece un destino implacable, sino a buscar caminos que aumenten la libertad.

¿Cómo se construye la confianza, esa creencia en que la conducta del otro será buena?

La confianza no se construye unilateralmente, sino desde la experiencia vivida de que el otro ha dado muestras palpables de merecerla, de que es fiable. Es verdad que las personas tenemos la tendencia a confiar en que nuestros interlocutores son veraces y que intentan decir lo que tienen por verdadero. En caso contrario, hubiera sido imposible la cooperación entre las personas y entre los pueblos, y es preciso recordar que la cooperación es la que nos ha permitido hacer ciencia, tecnología, la vida política y la vida ética. Es curioso que muy poca gente recuerde que, hasta que no aprendimos a cooperar, tampoco pudimos hacer ciencia y técnica. Como se ha dicho, “nunca veréis a dos orangutanes llevando juntos el mismo árbol”, mientras que las personas sí podemos hacerlo. Pero esa disposición a confiar tiene que venir refrendada por los hechos. Por eso es tan difícil construir la confianza y tan fácil dilapidarla. Como recordaba Maquiavelo al príncipe: quien actúa confiadamente donde tantos no lo hacen, más busca su perdición que su salvación. Y sobre todo pone en peligro la vida de aquellos que le están encomendados. La confianza no es una virtud, sí que lo son la prudencia, la justicia y la esperanza. La confianza hay que ganársela, se construye día a día y exige crear instituciones que den cierta estabilidad a las relaciones sociales, aunque tampoco las instituciones son fiables si no lo demuestran.

Cuando esa confianza se rompe —como ha demostrado el caso de Rusia—, ¿cómo podemos restablecerla? ¿Es posible hacerlo?

En el mes de enero de este año, Putin dijo que no tenía intención de invadir Ucrania, y el 24 de febrero la invadió con la especie de que pretendía “desnazificarla”, con la patraña de que el intento ucranio de entrar en la UE ponía en peligro la seguridad de Rusia, con el sueño de recomponer los países de la Unión Soviética, y quién sabe si el viejo imperio de los zares. No entabló ningún diálogo con Naciones Unidas, a cuyo comité de seguridad Rusia pertenece, y quebró todos los posibles pactos del derecho internacional. Creía tener la fuerza suficiente como para permitirse quebrar acuerdos y segar vidas. Por el momento las espadas siguen en alto, y nunca mejor dicho, pero el daño causado es irreparable y el futuro es angustioso para todos los países, no solo para Ucrania, para la Unión Europea o para Occidente.

Es un ejemplo más, particularmente sangriento, de la vileza de lo que ha dado en llamarse “posverdad” y que, por muchas teorías que se inventen al respecto, en lo que ha venido a recalar es en una banalización de la mentira. Quien tiene el poder suficiente se permite el lujo de mentir, además de dañar. Y con ello retrocedemos a un mundo que creíamos haber superado: el del poder absoluto, el del triunfo de los autócratas que están proliferando en Occidente y en Oriente. En la guerra de Rusia contra Ucrania restablecer la confianza me parece difícil, por no decir imposible. Creo que es más eficaz y humano ayudar a los ucranios a ganar la guerra, y a partir de este punto, a negociar una paz en la que no renuncien a nada de lo que tenían antes de ser agredidos y a ser indemnizados. Ese es el momento de empezar a construir confianza desde la justicia.

Volviendo a la invasión rusa. ¿Qué responsabilidad tiene Europa en el conflicto? ¿Es ético que se comprometa en ayudar a Ucrania mientras que no se ha mostrado tan predispuesta cuando se ha tratado de otros conflictos bélicos?

Desgraciadamente, la Unión Europea no se ha sentido desde su nacimiento como una comunidad de ciudadanos, preocupada por defender sus valores fundacionales. Como se ha dicho a menudo, empezamos por la unión económica, continuamos a duras penas por la política y más tarde llegó la Europa ciudadana, que es todavía muy endeble. Existen documentos, pero las gentes no sienten y valoran suficientemente su pertenencia como ciudadanas. Justamente, una de las pocas ganancias de esta guerra inadmisible es que los países de la Unión han estrechado lazos entre sí, como no lo habían hecho antes, porque han experimentado muy de cerca la barbarie, aunque siga habiendo discrepancias. Sin embargo, por que no se haya mostrado tan predispuesta a la ayuda en conflictos anteriores no vamos a dejar de hacerlo ahora. Lo importante es aprender que en los conflictos debemos apoyar a los débiles, unirnos para hacerlo con los países dispuestos a cooperar, e ir estableciendo vínculos con los demás para poder defender los valores irrenunciables. Esta es una lección que debemos sacar de esta guerra injusta y destructiva.

Asegura que, en los tiempos que corren, el género humano tiene que enfrentar los retos universales desde la ética. En otras palabras, es necesaria por primera vez en la historia una ética para el macronivel, esa ética cosmopolita que se haga cargo de los fines comunes de la humanidad. Sin embargo, como hemos visto a lo largo de los siglos, parece que solo establecemos alianzas con otras naciones cuando existe un adversario común. Por ejemplo, el compromiso entre Europa y Estados Unidos frente a Rusia y China. ¿Por qué?

La predisposición tribal que fuimos generando a lo largo de la etapa de formación del cerebro continúa alimentando la tendencia a actuar bajo el esquema simplista “amigo/enemigo”, que afecta a las relaciones internacionales y también a las del propio país. El actual retroceso a los nacionalismos cerrados, como el ruso, el chino o los de España, es una prueba fehaciente de que esas relaciones grupales siguen funcionando y generando polarizaciones. Por desgracia, después de la primacía de Estados Unidos posterior a la extinción de la Unión Soviética, no ha venido el esperado multilateralismo, el protagonismo de los distintos países y de las relaciones entre ellos. Tampoco, por el momento, un enfrentamiento claro entre dos bloques, como en la Guerra Fría, en los que se posicionaron los diversos países, aunque parece que algo semejante se va gestando. Por el momento, existen relaciones multipolares, relaciones entre distintos polos, que sellan alianzas bilaterales entre sí en proyectos comunes que les convienen puntualmente, sin comprometerse en todos los aspectos. Se trata de una multipolaridad. Con todo, como los problemas son globales, es preciso seguir intentando construir una sociedad cosmopolita, porque los afectados por la globalización tienen que poder ser de algún modo quienes decidan hacia dónde debe orientarse. El proyecto cosmopolita sigue siendo irrenunciable.

En este sentido, ¿es posible establecer una ética cívica, esos mínimos de justicia de los que usted habla, sin cambiar de raíz el modelo económico por el que nos regimos?

Claro que es posible, entre otras razones porque no hay un modelo económico único, sino muy diversos según las peculiaridades de cada país. Por sintetizar, podemos hablar de un modelo capitalista neoliberal estadounidense, un modelo capitalista comunista, al estilo de China, y un modelo de economía social de mercado, que debería ser el que trata de materializar la Unión Europea.

El modelo socialdemócrata, si sus representantes se lo toman en serio, defiende claramente unos mínimos de justicia referidos a derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales, como también el derecho a la paz, al desarrollo de los pueblos y a un medio ambiente sano. Son derechos que deben ir ampliándose al ir descubriendo nuevas necesidades. En este sentido, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, a pesar de las críticas que han recibido, son una buena brújula. Y en cuanto a los valores, la libertad, la igualdad, la solidaridad y el respeto activo pertenecen también a la entraña de este modelo.

Se trata, pues, de adaptar a las nuevas exigencias el modelo de economía social de mercado, basado en la libertad y la solidaridad, y de ponerlo por obra realmente, de forma que las realizaciones se correspondan con las declaraciones.

Según el barómetro de confianza realizado por la consultora Edelman, los españoles confían actualmente más en las empresas que otras organizaciones, como oenegés, medios e incluso el propio Gobierno. ¿Qué papel juega el sector empresarial en la salud de la ética?

Las empresas, y los bancos también son empresas, tienen en estos momentos una especial responsabilidad para hacer posible una sociedad más justa, local y global. Son ellas las que pueden generar mayor riqueza, proveernos de productos y servicios en un momento tan complicado como este, crear puestos de trabajo dignamente remunerados, cumplir con ese deber de influencia que solo las grandes empresas tienen para cambiar legislaciones injustas en países en desarrollo y también en los desarrollados. Pero, además, pueden incrementar ese capital social, que es el cemento que cohesiona a las sociedades, precisamente porque ha aumentado el nivel de confianza en ellas y no deben defraudarla, como bien señala, entre nosotros, Domingo García-Marzá.

Durante el tiempo de la pandemia, un buen número de empresas de distinto tamaño continuaron trabajando, se reinventaron, intentaron mantener a los trabajadores y atender a los ciudadanos. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, pusieron en marcha el eslogan “Esto no tiene que parar”, y lo más interesante es que lo llevaron a la práctica. Muchas empresas actuaron como “empresas ciudadanas”, comprometidas con su entorno. Otras no, por supuesto, pero sí una gran cantidad y la gente se sintió respaldada por ellas.

En esta línea ha venido trabajando nuestra fundación Étnor (“Para la ética de los negocios y las organizaciones”), desde hace más de tres décadas, porque estamos convencidos de que, como bien decía el premio nobel de Economía Amartya Sen, el fin de la economía consiste en ayudar a crear buenas sociedades. Por eso, para una sociedad es óptimo contar con buenas empresas y para las empresas también lo es actuar éticamente. Una buena empresa es un bien público y, afortunadamente, la ciudadanía ha ido dándose cuenta de ello poco a poco. Es preciso acabar con esa perniciosa ideología que se empeña en enfrentar a la ciudadanía con las empresas, cuando lo cierto es que empresarios, trabajadores, consumidores, proveedores son sociedad civil. Y es esencial ir construyendo un “nosotros”.

De las propias empresas afirma que inevitablemente tienen que buscar la perspectiva social, especialmente en el terreno tecnológico, que marcará el futuro de nuestras sociedades. Pero ¿dónde situamos los afectos en un mundo cada vez más virtual en el que ya se está implantando la telemedicina?

En efecto, es preciso decir muy claramente que “la empresa del futuro será social o no será”. En esto concuerdan los proyectos de responsabilidad social empresarial, de ESG (Environmental, Social and Corporate Governance) y todos los índices que reclaman una implicación social y medioambiental de las empresas. Y estas afirmaciones no proceden de una razón lógica, ajena a los afectos, sino de una razón humana que cuenta con afectos, emociones y sentimientos. Sin ellos no hay razón humana. Existe una tendencia, muy errada, a creer que la racionalidad económica, que debería ejercerse en la vida empresarial, es la que tiene como motor la maximización del beneficio a toda costa, pero esto es falso, como bien muestra Jesús Conill en Horizontes de economía ética, remitiéndose a los grandes clásicos que unen ética y economía. Por mi parte, he hablado de una “razón cordial”, que es una razón íntegra. Esto vale para la vida y para la “televida”, que nunca debe intentar sustituir a la vida, sino servirle de instrumento para alcanzar mejor las metas de las distintas actividades humanas. La sustitución sería lesiva en todas las actividades, como se echa de ver claramente en la medicina, las finanzas, la Administración o la educación. Servir de ayuda, por supuesto; sustituir, nunca.

Usted aboga por la ética del diálogo en un momento en el que hemos regresado a los maniqueísmos más absolutos, en donde hasta los movimientos más sólidos se resquebrajan. ¿Cómo integrar la diferencia sin alimentar los populismos?

Como he expuesto en Ética cosmopolita (2021), apostando por la tradición cosmopolita, según la cual todas las personas tenemos el mismo estatus moral, todas tenemos igual dignidad, en eso nos identificamos y nos hace acreedoras al respeto y al cuidado. Pero precisamente porque las personas tenemos algo en común esencial y es que estamos dotados de razón y corazón, precisamente porque tenemos dignidad y no un simple precio hemos de integrar las diferencias personales, siempre que esa integración no provoque desigualdades injustas. Los populismos no tienen ninguna opción en este proceso.

Para el Banco Mundial, los pobres son los que perciben menos de 1’25 dólares. Pero la pobreza es evitable y uno de los primeros Objetivos del Desarrollo Sostenible. ¿Por qué existe todavía la aporofobia?

A mi juicio, las medidas cuantitativas de la pobreza son necesarias, pero es preciso complementarlas con las cualitativas. Y recordar, con Sen, que es pobre quien carece de los medios necesarios para llevar adelante los planes de vida que tiene razones para valorar. Acabar con la pobreza extrema es el primer Objetivo del Desarrollo Sostenible, pero, a mi juicio, no solo es un objetivo, sino sobre todo un deber moral, político, económico y social que tenemos que cumplir ya, al menos por dos razones: porque las personas tienen derecho a no ser pobres y porque hay medios más que suficientes para que nadie lo sea. Si no cumplimos con esa obligación, estamos bajo mínimos de humanidad. No es extraño que los últimos Premios Nobel de Economía se hayan concedido por trabajos empíricos sobre las formas de reducir la pobreza.

En cuanto a la aporofobia, es la tendencia que tenemos los seres humanos a rechazar a quienes no parecen tener nada interesante que ofrecernos, sino solo problemas. Vivimos en la sociedad del intercambio, que puede ser de mercancías, de votos, de dinero, de favores. Y cuando damos con alguien que, al parecer, no puede devolvernos nada a cambio, lo rechazamos. Por eso siempre hay excluidos: los que nos parece que no tienen nada que ofrecer. La aporofobia es un atentado contra la dignidad humana, contra la dignidad de las personas concretas, y pone en peligro la democracia, que tiene por base la igual dignidad de todos los seres humanos. Para combatirla es preciso educar desde la familia, la escuela, los medios de comunicación y la vida pública, para cultivar la capacidad de apreciar el valor de dignidad de todas las personas. Como escribí en Aporofobia, el rechazo al pobre (2017), es urgente educar en la justicia y la compasión.

¿Cómo educamos en las escuelas a futuros ciudadanos críticos, responsables, dialogantes?

Como mínimo, introduciendo en la Enseñanza Secundaria Obligatoria una asignatura de ética, en la que los alumnos conozcan las principales propuestas éticas de nuestra historia y los fundamentos filosóficos que les dan sentido y legitimidad, que sepan también de los valores que priorizamos en las sociedades democráticas. Y que puedan dialogar abiertamente sobre todo esto sin temor a quedar excluidos por sus opiniones. Como decía Tocqueville, “los hombres temen más al aislamiento que al error”: convertir en costumbre el diálogo abierto, sin miedo al aislamiento, es el modo de cultivar una ciudadanía madura y crítica. Pero siempre conviene recordar que no solo educan la escuela y la familia, sino también los medios de comunicación, la ejemplaridad de los personajes públicos y, muy especialmente, la de los políticos. Si la vida pública está colonizada por los tribalismos y las polarizaciones, mal lo tiene la escuela para educar en una ciudadanía madura, con capacidad de discernir y dialogar.

Los riesgos de la no sostenibilidad

¿Cuáles son las consecuencias para las compañías que no se adecúan a los cambios que pide la sociedad?

La palabra está cada vez más presente y su definición es sencilla: la «sostenibilidad» consiste en satisfacer las necesidades de las generaciones actuales sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras, equilibrando el crecimiento económico, el respeto ambiental y el bienestar social. Es, por tanto, una forma de construir el presente, pero también el futuro. Las empresas, conscientes de los retos que se dibujan en el horizonte, cada vez son más sostenibles. No obstante, ¿qué ocurre cuando una compañía no asume el cambio? ¿Qué sucede con su reputación? ¿Y con su financiación, sigue atrayendo inversión? ¿Pierde cuota de mercado? Al menos así parecen sugerirlo los datos: por ejemplo, según la oenegé WWF, la popularidad de las búsquedas relacionadas con productos o servicios sostenibles ha aumentado un 71% a nivel mundial desde 2016.

Los criterios ESG tienen cada vez más influencia en la propia rentabilidad y riesgo

Lo cierto es que los riesgos de ignorar esta tendencia son múltiples, y pueden ser tanto financieros como no financieros, ya que ambos aspectos se encuentran estrechamente entrelazados en un mismo nudo. Los criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) tienen cada vez más influencia en la propia rentabilidad y riesgo: cuanto menos coincidan las apuestas económicas con esta clase de perspectivas, menos segura será la inversión.

Estos aspectos son los que se trataron en las Jornadas de Sostenibilidad 2022 organizadas por Redeia entre el 18 y el 20 de octubre. En este último día, Roberto García Merino (CEO de Redeia), Rosa García (presidenta de Exolum) y Arturo Gonzalo (CEO de Enagás) hablaron precisamente de esta clase de riesgos en una mesa redonda que arrojó luz sobre el futuro de la industria y las finanzas nacionales. «Si una compañía quiere tener un futuro, tiene que incorporar estos criterios», defendió Roberto García. A lo que añadió que «tiene más costes no avanzar en la transición energética, como estamos viendo ahora mismo en Europa, que hacerlo».

Roberto García, CEO de Redeia: «Tiene más costes no avanzar en la transición energética, como estamos viendo ahora mismo en Europa, que hacerlo»

Entre los riesgos, es evidente que obstaculizar (e incluso ralentizar) la transición energética y ecológica es uno de ellos. No contar con una perspectiva sostenible puede conllevar la emisión de elevadas cantidades de gases de efecto invernadero, una contaminación del agua, un aumento de la temperatura y una baja eficiencia de las materias, los recursos y la energía en los procesos productivos. Y ello sin contar los perjuicios directos al medio ambiente, como los daños a la biosfera o la falta de respeto a los derechos y la vida de los animales. Actos que irían en contra de la Agenda 2030, cuyos Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) son clave según António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, a la hora de lograr «un planeta saludable».

El cambio climático se ha vuelto una realidad urgente para el gran conjunto de la sociedad, lo que implica una exigencia tácita hacia las empresas: al desear un cuidado del medio ambiente en sus acciones, los stakeholders —que incluyen desde los accionistas hasta los trabajadores y los propios clientes— hacen decantar a las compañías hacia sus mismos intereses; estas, al fin y al cabo, no pueden funcionar de manera adecuada dentro de una burbuja. Tal como confirmó una encuesta realizada por Havas Group Worldwide, dos de cada tres consumidores creen que, a la hora de impulsar un cambio social positivo, las marcas tienen tanta responsabilidad como los gobiernos.

Y no son los únicos factores negativos a la hora de ignorar la sostenibilidad. Entre ellos también encontramos un precio más alto de los recursos, como la electricidad (si atendemos a los precios de las fuentes de energía no renovable), pero también aquellos de carácter más social: la producción de bienes poco saludables, el mal uso de los datos personales, las tensiones laborales y económicas, las dificultades de conciliación y las deficiencias en la mejora del capital intelectual. Lo mismo ocurre con aquellos vinculados a la gobernanza, con falta de diversidad, políticas deficientes y corrupción. A toda esta clase de consecuencias se sumarían, además, unas respuestas financieras negativas bastante concretas, como multas y sanciones, un deterioro del valor reputacional (y, por tanto, también del valor competitivo y del futuro empresarial, según defienden desde consultoras como Atrevia) y hasta un deterioro de los propios activos.

Hay un riesgo que, sin embargo, parece englobar todos los demás a los que puede enfrentarse una empresa: el de quedar al margen de las tendencias y el progreso (y, por tanto, el favor) sociales; es decir, carecer de una misión general con la que justificar la existencia corporativa. Y no son pocas compañías las que se enfrentan a esta amenaza: según señala Pacto Mundial, tan solo un 41% de las empresas afirman disponer de una estrategia de sostenibilidad. Arturo Gonzalo, de Enagás, defendió precisamente un aumento de esta clase de estrategias al resaltar el nudo formado por «la lógica de sostenibilidad y la lógica económica».

Tal como se resaltó durante las jornadas, no obstante, el desarrollo de un futuro más sostenible y más limpio incumbe a todos. «Es importante hacer un análisis pragmático para saber en qué momento tenemos que apretar el acelerador; es decir, para saber cuánto tenemos que descarbonizar y a qué coste. Si esta transición tiene unos costes tan altos que solamente la clase alta puede asumirlos, una gran parte de la sociedad se va a negar a llevarla a cabo», explicó Rosa García, de Exolum, que ponía el broche a una serie de riesgos que aún es posible esquivar.

Cómo hacer una compra sostenible (y asequible)

La escalada de la inflación ha hecho que más consumidores se preocupen por sus cestas de la compra. Aun así, no solo los precios están marcando qué se mete o no en el carrito semanal, porque la necesidad —y el deseo— de ser más sostenibles empuja también a cambiar hábitos y decisiones de consumo.

Preguntarse cómo hacer una compra sostenible y asequible es el primer paso para modificar las cosas. Después, llega el momento de actuar y ciertos consejos ayudan a conseguirlo de la mejor manera posible.

De entrada, es recomendable optar por la compra a granel. Como explica un análisis de la OCU, «comprar a granel es una buena manera de hacer una compra más sostenible: reducirás envases, podrás elegir las piezas y llevar solo la cantidad justa que desees». El consumidor puede ajustarse al producto que necesita por ejemplo, no más harina que se estropea por no haberla consumido antes de su fecha de caducidad o cereales rancios por llevar la bolsa abierta demasiado tiempo y escoger de forma más efectiva. Al mismo tiempo, ser más selectivos con la cantidad de producto comprado ayuda desde el punto de vista económico, porque se reduce el despilfarro alimentario y se paga simplemente por lo que se quiere.

La compra a granel ayuda a no llevarse más producto del que se necesita, pero también a eliminar plásticos de un solo uso

Además, también ayuda a reducir el uso de plásticos, puesto que estos productos no vienen envasados de serie. En líneas generales, usar menos plásticos de un único uso es uno de los objetivos clave para reducir la huella ambiental de las compras.

Hacerlo en la compra semanal no siempre es sencillo, como demostró el diario de una periodista de El País, que lo intentó a modo de experimento, pero sí es factible aplicarlo a ciertos niveles. Por ejemplo, es cada vez más habitual que tanto fruterías como supermercados ofrezcan bolsas de papel para pesar el género o que permitan que sean reutilizables. Y, aunque aún no sea lo habitual, en las demás secciones de frescos aceptarán que se traigan los envases de casa: algunas cadenas de hipermercados han llegado a lanzar acciones potenciando la idea.

Productos de proximidad

Además del cómo y el cuánto, también es importante fijarse en el dónde y el cuándo a la hora de hacer la compra. Así, apostar por productos de temporada aumenta la probabilidad de que la huella de carbono de lo comprado sea menor, puesto que todo aquello que no lo es suele haber hecho un largo viaje o consumir muchos recursos en invernaderos especiales para llegar al punto de venta. El Ministerio de Agricultura ha publicado diferentes calendarios de frutas y hortalizas de temporada que ayudan a saber qué está o no en su momento.

Para ser sostenible hay que fijarse en el dónde y el cuándo: los productos de cercanía y de temporada son mucho más responsables

El origen de los productos también importa, porque la cercanía entre el punto de producción y el de venta ayuda a reducir el impacto en el entorno. Por ello, es muy importante leer de forma crítica las etiquetas de los alimentos. Por ejemplo, como explica en una entrevista el investigador Gumersindo Feijoo, del Instituto CRETUS, si se compra en España un kiwi con la etiqueta de «ecológico», pero que viene de Nueva Zelanda, será mucho menos respetuoso con el medioambiente que uno que se ha cultivado en Galicia, por mucho que no tenga esa atribución en sus características.

El consumo de proximidad ayuda, al mismo tiempo, a reducir la factura de la compra. Solo hay que pensar cuánto cuesta la llamada «piña avión» que se deja madurar hasta el último momento en el árbol y se transporta en avión hasta Europa para entender cuánto puede encarecer la compra la importación.

Sellos de garantía

La sostenibilidad no implica únicamente reducir el impacto de la producción en el medioambiente, sino también garantizar que todo se haya creado de la forma más respetuosa posible para las personas. No en vano, el punto 8 de los ODS de Naciones Unidas reclama «promover el crecimiento económico inclusivo y sostenible, el empleo y el trabajo decente para todos».

Los sellos y distintivos de sostenibilidad ayudan a los consumidores a separar el grano de la paja en sus compras. El más popular es el sello de Comercio Justo Fairtrade, otorgado por la World Fair Trade Organization y que promete garantizar, tanto que los alimentos vienen de un cultivo sostenible, como que son justos con sus productores.

Pero más allá de esta certificación global, existen otras más que ofrecen ciertas seguridades. Por ejemplo, si se quiere consumir de cercanía, es interesante descubrir qué sellos utilizan los productores de la propia comunidad autónoma para buscarlos en el punto de venta. Algunas industrias también cuentan con garantías específicas: la industria láctea que protagonizó encarnizadas protestas hace un par de años por los bajos precios de la lechetiene ahora Productos Lácteos Sostenibles, que asegura que se ha pagado a los ganaderos un precio justo por la materia prima.

Decisiones alimentarias propias

Finalmente, para hacer la lista de la compra más sostenible y también más asequible hay que tomar decisiones en cuanto a la dieta. Reducir el consumo de carne no solo es más saludable, sino que además ayuda a reducir las emisiones de carbono de la industria de la alimentación. El 25 % de todas las emisiones anuales de gases de efecto invernadero viene de este sector: algo más de la mitad arranca en la creación de productos animales. Y no hay que pasarse a una dieta vegetariana o vegana para lograr mejorar el impacto, con bajar la carga semanal de productos cárnicos ya se avanza.

Huertos escolares para una educación integral

Aunque las iniciativas pioneras se remontan a la España de los años 30 o la Europa de finales del XIX, el gran momento de los huertos escolares está siendo este principio del siglo XXI. Su presencia es cada vez más habitual en los colegios: ya son miles en los centros españoles. Los beneficios educativos que aportan son clave para entender por qué las escuelas se lanzan al cultivo.

Algo ha cambiado en los centros educativos en los últimos años: cada vez es menos difícil encontrarse en alguna esquina con tomateras o lechugas florecientes. Niños y niñas conocen de primera mano cómo nacen y crecen los alimentos gracias a los huertos escolares, los cuales se han convertido en una pieza emergente en su currículo educativo. 

Aunque la propuesta pueda parecer moderna, lo cierto es que de forma experimental ya se trabajó la idea de integrar el cultivo en el colegio en décadas y hasta siglos anteriores. En España, algunas escuelas ya contaban con huertos durante los años de la II República y, en Europa, se registraron experiencias en las últimas décadas del siglo XIX. 

Aun así, el gran boom de los huertos escolares ha llegado durante estas primeras décadas del siglo XXI, cuando se ha popularizado mucho más allá de unas cuantas apuestas experimentales. La recuperación de espacios para el cultivo o la reconversión de los patios de recreo han ido progresivamente llenando las escuelas de pequeños huertos en los que los propios estudiantes trabajan la tierra y ven progresar sus frutos. 

Un estudio de 2018 calcula que en España ya hay unos 4000 huertos escolares

Los cálculos de las especialistas Andrea Estrella Torres y Laura Jiménez Bailón permiten estimar cuántos huertos escolares existen en España. Estrella y Jiménez apuntan unos 4000 huertos, más de los alrededor de 1000 que indicaba el otro intento previo —de 2004— de extraer una cantidad. Sus cuentas no son recientes, sino de 2018, por lo que es esperable que el número real actual supere esa cifra. Saberlo de forma precisa no es sencillo, puesto que no existe un censo de estos espacios (aunque sí hay una iniciativa colaborativa de mapeado en marcha). 

Los beneficios de los huertos escolares 

Las razones por las que los colegios están optando cada vez más por implementar este tipo de iniciativa son múltiples. De entrada, los huertos escolares funcionan porque sirven para enfocar la educación de una manera integral. En ellos, niños y niñas no solo acceden a conocimientos prácticos sobre la tierra, sino que ganan en habilidades sociales —ayudan, por ejemplo, a aprender a relacionarse o facilitan la integración social— o en comprensión de los ciclos de los productos.

De hecho, al descubrimiento del camino que recorren los alimentos de la tierra a la mesa, se suman cuestiones como la familiarización con los criterios de la economía circular. Por ejemplo, cuando Zaragoza puso en marcha hace unos meses un piloto de compostaje escolar para el abono de los propios huertos de los colegios participantes, su consejera de Medio Ambiente, Patricia Cavero, explicaba que querían implicar a toda la comunidad escolar para familiarizarse «con la separación de los residuos orgánicos, su aprovechamiento y los beneficios de la economía circular». Así, esos campos de cultivo en el patio enseñan a ser más respetuosos con el medio ambiente y a interiorizar comportamientos más sostenibles para demostrar que los desechos pueden servir para mucho más que acabar en un vertedero. 

Además de dar conocimientos prácticos sobre la tierra, mejoran áreas tan variadas como las habilidades sociales o las prácticas sostenibles

Asimismo, el potencial educativo no se limita a las áreas que a primera vista parecen más obvias, como las naturales. La aproximación al huerto escolar se puede hacer desde prácticamente todas las asignaturas, usándolo tanto para mejorar las matemáticas como para integrarlo en las prácticas plásticas. El límite está en la imaginación del profesorado.

Igualmente, se considera que estas experiencias tienen un efecto muy positivo en la asimilación de conceptos vinculados a una dieta más sana, variada y respetuosa con el entorno, puesto que permiten conocer alimentos y familiarizarse con los vegetales. Una berenjena puede parecer menos atractiva cuando un escolar la ve en un supermercado que cuando ha crecido gracias a su tiempo y esfuerzo.

Además, tampoco se debe olvidar la ventaja que supone, en general, convertir los patios de colegio en más verdes: una mejora de la salud mental y física o la transmisión de valores más igualitarios y cooperativos.

Finalmente, la última reforma educativa, la LOMLOE, ha incorporado al currículo escolar la educación ambiental, por lo que este tipo de iniciativas se convertirán en todavía más cruciales. Servirán, así, para poder transmitir a los escolares lo que el plano de estudios apuntala. 

Desperdicio alimentario: una cuestión humanitaria y ambiental

Casi un tercio de la producción alimentaria es desperdiciada cada año alrededor del mundo. Y ese no es el único problema: esta forma de malgastar supone, además, el 10% de la emisión de gases de efecto invernadero.

Nuestro país es testigo de cómo se tiran, cada año, más de 7,7 millones de toneladas de alimentos según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Lo que es lo mismo: 250 kilogramos de comida cada segundo. A nivel global, los números son capaces de impresionar aún más: se estima que se desperdicia aproximadamente el 30% de los alimentos que se producen en el mundo. Para paliar la situación, el Gobierno ha aprobado el proyecto de Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que obliga a cada uno de los agentes de la cadena alimentaria a contar con un plan de prevención contra el desperdicio. 

Alrededor de un 10% de la emisión de gases de efecto invernadero está asociado a los alimentos no consumidos

Según Luis Planas, ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, la ley no solo tiene un objetivo regulatorio, sino que también está pensada para «concienciar a la sociedad sobre la necesidad de disminuir el despilfarro de alimentos». El proyecto prevé no solo donaciones corporativas a las entidades sociales y oenegés, sino también la transformación de los alimentos que no se hayan vendido y que continúen siendo óptimos; en el caso de las frutas, por ejemplo, conllevaría crear mermeladas o zumos. A su vez, cuando las condiciones impidan el consumo, los materiales alimentarios pasarán a formar parte de la nutrición animal, el uso de subproductos industriales o la elaboración de compost o biocombustibles. A ello se suma una obligación particular para las empresas hosteleras: tendrán que facilitar que el consumidor pueda llevarse, sin coste adicional, los alimentos que no haya consumido.

Medidas como esta, influenciadas por ejemplos legislativos previos como el francés, van en consonancia con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) marcados en la Agenda 2030. Es el caso del número 12, que establece la aspiración de «reducir a la mitad el desperdicio de alimentos per cápita mundial en la venta al por menor y a nivel de los consumidores y reducir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, incluidas las pérdidas posteriores a la cosecha».

En la Unión Europea, pequeños gestos podrían cambiar el panorama actual: el etiquetado de fechas, por ejemplo, es el responsable del desperdicio del 10% de la comida, algo que también se aborda en la ley elaborada en nuestro país, donde se intenta incentivar la venta de productos con fecha de consumo preferente.

No obstante, no solo a través de la ley se pueden cambiar los hábitos establecidos durante años. Tal como reza el comunicado emitido desde el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, «para que la ley tenga éxito en la consecución de sus objetivos necesita de la implicación del conjunto de la cadena alimentaria y de la sociedad en general».

La Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario prevé la transformación de los alimentos no vendidos o destinarlos al consumo animal

Un problema para el planeta

A la cuestión humanitaria y moral que supone este problema —690 millones de personas sufrieron hambre en 2019, y se prevé un fuerte crecimiento—, se le suma que es un problema ambiental: según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), alrededor de un 10% de la emisión de gases de efecto invernadero está asociado a los alimentos no consumidos. 

A pesar de ello, no se suele abordar: en el Acuerdo de París, por ejemplo, no existe ninguna mención al desperdicio alimentario. Y no es el único obstáculo a la hora de tomar medidas similares a las recogidas en la legislación española: gran parte de los países ni siquiera cuenta con métricas adecuadas para recoger los datos correspondientes.

Mientras tanto, millones de kilos se desperdician cada día alrededor del mundo perjudicando no solo a sus habitantes, sino también a su hogar, el planeta. 

Zoonosis, una amenaza cada vez más presente

El término, aunque suene extraño en un primer momento, deja entrever su gravedad. Según la Real Academia Española, el concepto de «zoonosis» hace referencia a la «enfermedad o infección que se da en los animales y que es transmisible a las personas en condiciones naturales». Es decir, aquella enfermedad infecciosa que salta de un animal a un humano de forma natural, precisamente lo que se cree que ocurrió con la propagación del coronavirus. Este hecho no constituye algo anecdótico. Tal como afirma Naciones Unidas, «las zoonosis representan un gran porcentaje de las enfermedades nuevas y existentes en los humanos». ¿Son, entonces, una amenaza para nuestro propio futuro?

Alrededor del 75% de todas las enfermedades infecciosas nuevas y emergentes que padecemos se transmiten entre las distintas especies animales y la nuestra

Se trata, desde luego, de una de las sombras más amenazantes de nuestro horizonte. Según señalan desde el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, «en los últimos años se ha asistido a un incremento del número de casos de algunas zoonosis». Las causas son múltiples, entre otras: la globalización, que conlleva un aumento del tráfico de personas y mercancías (y, por tanto, un mayor riesgo de diseminación); la intensificación de las producciones asociadas a un aumento del número de animales; los nuevos hábitos alimentarios; la creciente resistencia a los antibióticos; y el contacto de la fauna salvaje con la fauna doméstica, más cercana al ser humano.

Hasta 250 enfermedades zoonóticas han sido descritas por la Organización Mundial de la Salud en lo que tan solo parece ser la punta del iceberg: se estima que aún falta medio millón más por diagnosticar. De hecho, cada año aparecen cinco nuevas enfermedades humanas, siendo tres de ellas de origen animal.

Esta cifra, sin embargo, puede aumentar, y es que el cambio climático –y algunos de los factores que lo favorecen, como la deforestación– está acelerando la aparición y la transmisión de estas enfermedades. En hábitats bien conservados en los que las especies se relacionan en equilibrio, los virus se distribuyen entre estas, sin afectar a las personas; en cambio, cuando la naturaleza se altera de forma considerable o incluso se destruye, debilitando los ecosistemas naturales, se facilita la propagación de patógenos, aumentando la probabilidad de transmisión. Así lo asegura la ONU, desde la que indican que pandemias como la actual «son un resultado previsible y pronosticado de la forma en que el ser humano obtiene y cultiva alimentos, comercia y consume animales y altera el medio ambiente». Para prevenir que situaciones como la que estamos viviendo a nivel global se repitan, hay varios factores de intervención humana que evitar para el futuro. Es el caso de la intensificación no sostenible de la agricultura, el aumento y explotación de las especies silvestres o las alteraciones en el suministro de alimentos.

Según Naciones Unidas, pandemias como la actual «son un resultado previsible y pronosticado de la forma en que el ser humano obtiene y cultiva alimentos, comercia y consume animales y altera el medio ambiente»

Mientras tanto, con uno de los veranos más calurosos de la historia, el peligro parece acechar cada vez más. «Cada vez surgen más enfermedades de origen animal. Es preciso actuar con rapidez para abordar el déficit de información científica y acelerar el desarrollo de conocimientos y herramientas que ayuden a los gobiernos, empresas y comunidades a reducir el riesgo de futuras pandemias», señala el documento Prevenir la próxima pandemia. No en vano, alrededor del 75% de todas las enfermedades infecciosas nuevas y emergentes que padecemos se transmiten entre las distintas especies animales y la nuestra. En definitiva,  nuestra salud depende del resto de los que habitan en la Tierra.

La contaminación acústica silencia el mapa sonoro submarino

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Ballenas, calamares, tortugas o corales son algunos ejemplos de fauna marina que todos los días se enfrentan a un nivel de ruido medio de 95 decibelios, tres veces más de lo permitido en nuestras viviendas. El volumen llega a superar los 200db que registró la bomba de Hiroshima. ¿Estamos haciendo inhabitable el fondo del mar?

En busca de ciudades menos ruidosas

Estrés, trastorno del sueño, bajo rendimiento, alteraciones de la conducta, hipertensión o enfermedades coronarias son solo algunas de las consecuencias que el exceso de ruido puede generar en nuestro organismo. Atentos como estamos a los altos niveles de contaminación ambiental, quizás no estemos prestando la debida importancia a una contaminación acústica que provoca más de 16.000 muertes prematuras y alrededor de 72.000 hospitalizaciones al año solo en Europa. Unos datos alarmantes que hizo públicos la Agencia Europea del Medio Ambiente en su informe sobre El ruido ambiental en Europa, con fecha de 2020, y en el que también destacaba que el 20% de la población europea estaba expuesta a niveles de ruido prolongado perjudiciales para la salud.

Dicho informe de la Unión Europea, junto con otros de diversos organismos internacionales, constituye la base para la publicación de una investigación elaborada por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP) que analiza los problemas emparejados a la contaminación acústica y propone actuaciones para minimizarla. Entre los principales causantes de los elevados niveles de ruido en las ciudades, se encuentran el tráfico rodado, los ferrocarriles, los aeropuertos y la industria. Sin embargo, en los últimos años también se han incrementado los niveles de ruido procedentes de actividades públicas, domésticas y de ocio.

El 20% de la población europea está expuesta a unos niveles de ruido prolongado altamente perjudiciales para la salud

Las consecuencias negativas para nuestra salud comienzan cuando el ruido ambiental supera los 55 decibelios en zonas residenciales y los 70 decibelios en zonas comerciales y con tráfico rodado. La investigación presenta un desolador panorama mundial y revela que muchos países asiáticos superan los 100 decibelios de media. Los del entorno africano serían los siguientes más ruidosos, seguidos de cerca por zonas de América del Norte y Europa. Mientras, en América del Sur encontraríamos las ciudades con menor contaminación acústica. En lo que refiere a nuestro país, el estudio señala que más del 72% de quienes residen en Barcelona están expuestos a niveles de ruido que superan esa barrera de los 55 decibelios.

Justamente, Barcelona lanzó en 2018 el proyecto de las “supermanzanas”, consistente en el cierre al tráfico rodado a grupos de un mínimo de cuatro manzanas adyacentes. Esto supuso liberar de vehículos a zonas de no menos de 16.000 metros cuadrados en las que han surgido nuevas áreas verdes y espacios de juegos o esparcimiento vecinal.

Y es que las zonas verdes tienen importancia a la hora de reducir la contaminación acústica. El estudio de la UNEP revela que la vegetación en los entornos urbanos absorbe energía acústica, difuminando el ruido e impidiendo su amplificación en las calles. Una ciudad con cinturones de arbolado y vegetación en las paredes y techos de sus edificios no sólo reduciría el ruido, sino que ayudaría a combatir el cambio climático.

Pero para reducir el nivel de decibelios provocado por los vehículos, además de restringir su uso en determinadas zonas urbanas, una de las soluciones que aporta la UNEP es la utilización de asfaltos porosos. Nuestro país fue pionero en incorporar este recurso al cambiar el firme de tramos de calzada en la autovía Sevilla-Utrera, una medida que ha logrado reducir en 6 decibelios el impacto acústico del tráfico rodado. Los materiales utilizados han sido polvo de neumáticos, plástico y fibras de nylon reciclado.

La ampliación de zonas verdes en las urbes mejora la calidad del aire que respiramos y, a su vez, combate el exceso de ruido

El estudio de la UNEP también recalca la importancia de establecer barreras acústicas entre las fuentes del ruido y los ciudadanos receptores del mismo, incorporando nuevos materiales reciclados. En España, un proyecto de la Universidad de Jaén (UJA), transforma módulos solares fotovoltaicos en barreras acústicas, logrando no solo reducir el ruido sino también producir electricidad para la señalización y el alumbrado de las carreteras.

Con la llegada de la temporada estival, las grandes ciudades se vacían, baja significativamente el volumen de decibelios y quienes quedan en ellas pasean por sus calles disfrutando de la recién recuperada calma. Al fin y al cabo, las vacaciones significan descanso, pero no solo para los que abandonan su residencia habitual. Combatir la contaminación acústica es imprescindible si queremos mejorar nuestra calidad de vida.