En España la brecha digital afecta notablemente a los habitantes de las áreas rurales. La innovación en las telecomunicaciones puede ser la clave para reducir este problema y fomentar así la igualdad de oportunidades y el desarrollo económico y social en toda la geografía española.
Categoría: Innovación sostenible
Fotosíntesis artificial, ¿la generación de energía limpia del futuro?
De una forma u otra, el mundo es empujado a través del uso de la energía. Los humanos, los animales y las plantas se derrumbarían inertes ante su ausencia. En el caso de las plantas, el proceso por el que capturan la energía es tan particular como trascendental: la fotosíntesis, aprovechando el uso de la energía solar, convierte las sustancias inorgánicas que captura –como el dióxido de carbono– en sustancias orgánicas, logrando nutrirse y, a la vez, desprender oxígeno. Es decir, que al contrario que los humanos y los animales, se nutren de forma autónoma. No obstante, este proceso no destaca solo por la capacidad inherente de los vegetales de construir su propia base de alimentación: también consume dióxido de carbono, equilibra los gases atmosféricos y ayuda a asegurar la biodiversidad del planeta.
«Sin la fotosíntesis artificial es imposible cumplir los objetivos [de descarbonización en el año 2050»
Este proceso, si bien es insustituible, ahora también puede ser desarrollado de forma artificial. La Universidad de Cambridge ha logrado elaborar un programa que puede convertirse en el eje central de una tecnología que revolucione el futuro –y el presente– de la energía limpia. La investigación liderada por la universidad británica ha permitido, tras dos años de trabajo, crear con éxito una hoja inalámbrica repleta de fotocatalizadores capaces de convertir la luz solar, el agua y el CO2 en un combustible limpio. El prototipo ha conseguido aumentar el entusiasmo por la lucha frente al cambio climático. Hoy muchos prevén el uso de dispositivos tecnológicos como este como la principal solución frente a la actual crisis ecológica. Es más, según el equipo de investigadores que lo ha desarrollado, actualmente sería sencilla no solo su fabricación, sino también su implantación a gran escala al ser una solución relativamente económica.
No obstante, esta no es la única investigación de este tipo: múltiples proyectos similares se desarrollan cada día en lo que ya es una suerte de carrera a contrarreloj. La lógica subyacente es sencilla: cuanto antes se actúe, antes se evitarán las peores consecuencias de la crisis climática. Uno de estos proyectos es A-Leaf(en español, «una hoja»), un dispositivo de fotosíntesis artificial del tamaño de una lata de refresco que está siendo desarrollado por un consorcio europeo de investigación. A pesar de su reducida dimensión, estos dispositivos son muy eficientes: mientras el aprovechamiento natural medio de la luz solar de las plantas es menor al 2%, el porcentaje escala hasta el 30% en proyectos tecnológicos como este.
Mientras el aprovechamiento natural medio de la luz solar de las plantas es menor al 2%, el porcentaje escala hasta el 30% en los proyectos de fotosíntesis artificial
Entre las ventajas de este nuevo método energético se halla la nula contaminación: con la consecución de la energía, e incluso con su almacenaje, la liberación extra de CO2 es eliminada. Esto podría facilitar con creces la transición en que se hallan envueltos la mayoría de los países desarrollados. A su vez, el atractivo que suscita su bajo coste de producción puede convertir la fotosíntesis artificial en una alternativa para los países en desarrollo frente a una industrialización rápida, sencilla y, sobre todo, profundamente contaminante. Es por ello por lo que la COP26 se ha centrado, en parte, en la ‘financiación climática’ para aquellos países más vulnerables. Según afirma uno de los coordinadores de A-Leaf, José Ramón Galán-Mascarós, «sin la fotosíntesis artificial es imposible cumplir esos objetivos [de descarbonización en el año 2050]». Metas que son fundamentales para limitar el crecimiento de la temperatura global con relación a la época pre-industrial: alcanzar más de 1,5ºC –lo citado en el Acuerdo de París– sería de una gravedad inusitada.
Otra de las grandes ventajas que pueden convertir esta tecnología en la gran ganadora de la carrera tecnológica contra el cambio climático es su estabilidad. Frente a otras opciones de energía verde como es el caso de la energía eólica o fotovoltaica, que requieren de la presencia de viento o de luz, los dispositivos de fotosíntesis artificial no dependen de elementos externos para su funcionamiento.
Parece cuestión de tiempo que tecnologías como estas se hagan un hueco para modelar el futuro del planeta. ¿Cabe imaginar algo más ecológico que este –efectivo– homenaje velado a la naturaleza?
‘Plásticos’ sin plástico, los biomateriales del futuro
La contaminación por plástico es uno de los grandes problemas del siglo XXI. Según la ONU, el 85% de los desechos que hay en nuestros océanos son residuos plásticos. Es más, recientes investigaciones han encontrado en zonas naturales remotas, como los Pirineos, indicios de partículas de este material, que han sido transportadas por el aire. Una contaminación “omnipresente y persistente”, según cita la ONU, cuyo volumen podría triplicarse en 2040, al igual que sus efectos nocivos para la biodiversidad y el bienestar humano. Y es que este material no solo afecta negativamente a la naturaleza, sino también a nuestra salud. Así se desprende del estudio «Plástico y Salud. El Coste oculto de un planeta de plástico», en el que diferentes instituciones internacionales alertan de que los plásticos pueden provocar “afecciones cancerígenas, inflamaciones crónicas o enfermedades cardiovasculares” debido a la ingesta de microplásticos a la que estamos expuestos. Por ello, la ONU anima a reducir su consumo y a realizar más investigaciones para conocer mejor cuáles son los efectos nocivos del plástico sobre la salud humana con el objetivo de sensibilizar acerca de su impacto.
Según la ONU, la contaminación por el plástico es “omnipresente y persistente” y podría triplicarse en 2040
En este escenario, además de medidas como la prohibición de los plásticos de un solo uso en Europa, o la apuesta por el reciclaje, urge encontrar materiales alternativos al plástico que sean biodegradables. Este reto, que requerirá también un importante cambio cultural, de producción y de consumo, es el que han asumido algunos científicos y empresas que apuestan por crear otros compuestos que miren a un futuro verde: son los nuevos ‘plásticos’ sin plástico, los biomateriales del futuro.
Bioplásticos, un sustitutivo transversal para el futuro
Teniendo en cuenta la durabilidad y el bajo coste de los plásticos, encontrar materiales que los sustituyan es una tarea compleja, pero no imposible. En esta encrucijada aparecen los bioplásticos, elaborados con materiales que permiten reducir la huella ecológica derivada de la producción y el consumo. En el universo de los bioplásticos existen distintas tipologías, sin embargo, los más ecológicos son los plásticos biobasados. Se trata de una variedad degradable obtenida directamente de fuentes renovables como el maíz, la celulosa o la caña de azúcar, y que después de su uso se degradan en el entorno natural sin causar daño al medio ambiente.
Un instituto de investigación científica de Málaga desarrolla materiales biodegradables a partir de restos de la piel del tomate
Pero, ¿pueden los bioplásticos ser un sustituto real del plástico? La respuesta es sí. Y ya se están dando los primeros pasos para conseguirlo, aunque el camino por recorrer es largo. La meta: reducir los 300 millones de toneladas de plásticos que se producen en el planeta cada año mediante combustibles fósiles, y empezar a introducir los bioplásticos de forma transversal.
En esta misión la apuesta por la innovación y por la inversión en I+D+i es clave. La innovación verde es sinónimo de futuro, y hay proyectos cada vez más diversos en el entorno empresarial como fabricar bioplásticos a partir de las cáscaras de mariscos o producir botellas “totalmente vegetales” elaboradas con azúcares de maíz, trigo o remolacha. No todos los proyectos están liderados por empresas. Las universidades y centros de investigación también están ahondando en esta materia con el fin de reducir la dependencia hacia el plástico y encontrar alternativas que respeten el entorno. Es el caso del proyecto que está desarrollando el Instituto de Hortofruticultura Subtropical y Mediterránea La Mayora, en Málaga, que emplea los restos de la piel del tomate para crear materiales aptos para el envasado de alimentos, la fabricación de adornos decorativos o de otros complementos como botones. También existen investigaciones orientadas hacia la investigación química, como la que están desarrollando científicos de la Universidad de Rutgers que han desarrollado un sistema electroquímico para convertir el dióxido de carbono y el agua en otros materiales sustitutivos de los plásticos.
A la luz de estas innovaciones científicas, el futuro es sinónimo del desarrollo de los biomateriales. En un planeta con objetivos de descarbonización y una conciencia social cada vez más decidida a dejar los plásticos tradicionales atrás, surgen alternativas como los biomateriales que, con la ayuda de la investigación científica, garantizarán un planeta más verde, responsable y sostenible.
Arquitectura regenerativa, el camino hacia un futuro habitable
Antoni Gaudí, uno de los arquitectos españoles más estudiados y reconocidos, aseguraba hace más de 100 años que “el arquitecto del futuro se basará en la imitación de la naturaleza, porque es la forma más racional, duradera y económica”. El futuro al que hacía referencia ya está aquí, y no son pocos los profesionales que han tomado su predicción como máxima para que los edificios en los que desarrollamos nuestra vida logren cohesionar la actividad humana y la de la naturaleza.
Diversos estudios apuntan a que el sector de la construcción es responsable del consumo del 50% de los recursos naturales y el 40% de la energía, y que genera, además, cerca del 50% de los residuos. La propia Comisión Europea ha confirmado que nuestros edificios emiten el 36% de las emisiones de gases de efecto invernadero.
El sector de la construcción consume el 50% de los recursos naturales, el 40% de la energía y genera el 35% de los residuos
La arquitectura camina desde hace años hacia la sostenibilidad buscando minimizar el impacto medioambiental de las edificaciones. Pero, más recientemente, se ha comprendido que esto no es suficiente. Y es que este tipo de arquitectura sostenible no ha abandonado aún el nicho de las construcciones “estáticas” y, como indica el arquitecto William McDonough, “los edificios deben funcionar como árboles y las ciudades como bosques”. Ya no se trata de imitar sino de integrar, construyendo edificios autosuficientes y ecológicos que restauren, renueven y revitalicen los materiales y fuentes de energía empleados tradicionalmente. Es lo que se conoce como arquitectura regenerativa.
Un ejemplo claro de lo que esta disciplina puede lograr tiene que ver con la reducción de emisiones de CO2, ya que convierte los propios edificios en instrumentos que absorben dichos gases. Esto se consigue incorporando al mismo una considerable masa vegetal, principalmente compuesta por césped y diversos arbustos tupidos. Una medida que además permite reducir las altas temperaturas en el edificio, mejorando así la eficiencia y estrechando la conexión directa con la naturaleza de las personas que lo habiten.
Si hablamos del consumo energético y de recursos todo consiste en sustituir edificios consumidores por edificios productores. Las posibilidades son múltiples: desde la instalación de paneles solares que generen energía verde al uso de materiales de construcción restaurados o la plantación de jardines comestibles, una nueva tendencia de cultivo ecológico de todo tipo de vegetales, frutos, hierbas aromáticas y flores, que puedan ser cuidados por los habitantes del edificio reforzando su concienciación ecológica y facilitándoles una fuente de alimentación sana.
La arquitectura regenerativa logra que los edificios funcionen como árboles y las ciudades como bosque
La Universidad Mexicana del Medio Ambiente (UMA), diseñada por el arquitecto Oscar Hagerman y operativa desde 2014, es pionera en la aplicación de esta arquitectura regenerativa. El complejo cuenta con cubiertas vegetales que proporcionan aislamiento térmico; medios de captación pluvial, para abastecer los sistemas sanitarios y de reciclaje de aguas para el riego; o viveros y jardines comestibles en las inmediaciones. Además, en su construcción sólo se emplearon materiales naturales de bajo impacto ecológico cuyo sobrante se reutilizó, mezclado con estiércol, para el revestimiento de sus muros. Así, esta universidad convierte su propio espacio en una lección en vivo para sus estudiantes.
Un ejemplo más ambicioso de arquitectura regenerativa es el proyecto para la nueva Torre Pirelli de Milán, diseñado por el arquitecto Stefano Boeri, que ya ha realizado con gran éxito edificios similares. Se trata de un rascacielos con 1.700 metros cuadrados de vegetación en su fachada, pensado para absorber 14 toneladas de CO2 y producir nueve toneladas de oxígeno por año. Además, este edificio cubrirá el 65% de sus necesidades totales de electricidad a través de paneles solares. El propio Stefano Boeri asegura que el nuevo edificio “equivale a instalar un bosque de 10.000 metros cuadrados en el centro de Milán”.
Son ejemplos de peso que nos obligan a profundizar en esta corriente de la arquitectura regenerativa como vía ineludible para asegurar la imprescindible sostenibilidad de los recursos naturales y para volver a conectar las ciudades con la naturaleza.
Bienvenido a tu nuevo hogar: Red Nacional de Pueblos Acogedores para el Teletrabajo
Pocas cosas se antojan necesarias para un trayecto que, hoy, es cada vez más frecuente: un maletín, un puñado de aparatos electrónicos y una maleta embutida con ropa de toda clase. Esto bien podría ser el inicio de unas pequeñas vacaciones. No obstante, es parte de esa oficina portátil que aquellos practicantes del teletrabajo llevan consigo a todos lados. Una sensación de libertad y movimiento completamente novedosa. En definitiva, una pequeña explosión de oportunidades dispuestas a nuestro alcance.
No es de extrañar, a este respecto, que surjan propuestas atractivas como la dispuesta a través de la Red Nacional de Pueblos Acogedores para el Teletrabajo. Este proyecto, impulsado por el Grupo Red Eléctrica y El Hueco, con el apoyo de la plataforma Booking, busca atraer trabajadores telemáticos hacia la España rural. El objetivo es demostrar el atractivo inexplorado de las zonas que conforman lo que se conoce como 'España vacía'. Así, esta red promueve municipios que reúnen las condiciones necesarias para poder desarrollar una vida profesional a distancia.Las estancias –que pueden ser tanto cortas, medias o largas– contribuyen, de esta forma, a dinamizar y repoblar zonas rurales necesitadas de un nuevo soplo de vida.
«La pandemia ha puesto el teletrabajo en primera línea y ha contribuido, además, a cambiar la percepción que las personas que viven en las zonas urbanas tienen del medio rural, que es visto ahora como un espacio seguro con una gran calidad de vida», explicó en su presentación Joaquín Alcalde, director de El Hueco, compañía basada en el soporte a los emprendedores sociales. En términos similares se expresó también Antonio Calvo, director de Sostenibilidad en el Grupo Red Eléctrica, cuando destacó que el mundo rural «ofrece unas oportunidades de teletrabajo que probablemente hasta ahora no se habían valorado».
Un cambio de perspectiva
El proyecto, por tanto, trata de aprovechar la oportunidad que surge de una situación desfavorable, como es el impacto de la pandemia. ¿Por qué el lugar a donde uno se dirige a refugiarse en sus vacaciones no puede estar presente, también, durante el resto del año? Esta es la idea central tras la nueva red del teletrabajo; una oportunidad en la que parece posible poder combinar el deber profesional con el placer de la libertad oculto a través de las calles de estos pequeños núcleos rurales. Es por ello que cada municipio participante –30 hasta el momento– cuenta con cobertura de internet, espacios de co-working, conexiones de transporte público y la existencia de otros factores como bancos, farmacias y lugares de culto.
Esta experiencia, en ocasiones de carácter puramente inmersivo, es impulsada también por la posibilidad de establecer una especie de anfitrión relativo al teletrabajador, es decir, una persona del pueblo que oriente y asesore a las personas que se desplacen a teletrabajar allí. Una apertura que cala en cada uno de los niveles en que se dispone la oportunidad: atracción de talento, revitalización de cultura y ocio, fortalecimiento del tejido social. «Con experiencias como esta, se abren nuevos modelos que facilitan las oportunidades de trabajar en entornos rurales», señalaba Antonio Calvo.
El éxodo asociado al teletrabajo es cada vez mayor, y proyectos como este ayudan a la huida de talento rural desde el interior peninsular. Empresas de todo perfil se preparan para el silencio de las oficinas y el bullicio del hogar. El modelo híbrido de trabajo, incluso, ofrece una oportunidad también recogida en la Red Nacional de Pueblos Acogedores para el Teletrabajo, como es la de llegar a convertirse en población flotante. Es decir, a vivir alejado de los inconvenientes que uno perciba en el medio urbano, a desarrollar una existencia acorde a los ideales que uno considera más cercano al color verde del campo.
El turismo rural como ejemplo de turismo sostenible
La Declaración de Quebec define el turismo rural sostenible como «aquel donde la motivación principal de los turistas es la observación que incluye a las comunidades locales en su planificación y desarrollo, y contribuye a su bienestar».
La revolución del cultivo vertical
«Asombrosas islas de verduras que se mueven como balsas sobre el agua». Al historiador William Prescott, que basó gran parte de sus relatos en el imperio azteca, el paisaje de la zona le dejó perplejo: donde debía estar el lago Xochimilco, se vislumbraban aquellas llamativas chinampas, abundantes cosechas de verduras y flores que flotaban impasibles en balsas acuáticas, formando islas que parecían levitar en el aire. Parecía magia. ¿Cómo era posible que esos cultivos no necesitaran del suelo para salir adelante?
Si viajamos aún más atrás en la historia, encontraremos jeroglíficos egipcios que describían procesos de cultivo acuáticos a lo largo del Nilo. Eran los orígenes de lo que ahora conocemos como la hidroponía, que reemplaza un sustrato inerte por disoluciones minerales en agua, una técnica innovadora y mucho más sostenible que la agricultura tradicional, responsable del consumo del 70% del agua a escala global.
Ahora la agricultura ha dado un paso más y ya mira al suelo desde las alturas. Es la aeroponía, una técnica de cultivo vertical que solo necesita una décima parte del agua respecto a los cultivos tradicionales y que resuelve algunos de los problemas que el incipiente reto de alimentar al planeta trae consigo: alteraciones del suelo, desertificación, sequía y falta de espacio. Y es que el tiempo corre en nuestra contra: de seguir con el modelo extensivo de agricultura, advierte la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), «el sistema reducirá la disponibilidad de calorías en 2050, especialmente en los países en vías de desarrollo, a los niveles alcanzados en el año 2000».
Aprender a prescindir del suelo para seguir subsistiendo es una necesidad, y la aeroponía recoge ese guante como una técnica que no solo es más sostenible sino también más barata: esta técnica, desarrollada en 1920 por el doctor Franco Massantini y mejorada por la NASA en 1990, consiste en cultivar verduras en paredes o columnas, con las raíces al aire y escondidas dentro de una cámara que las protege de la luz permitiéndoles, a la vez, absorber el oxígeno que necesitan. Al tener un mayor acceso al oxígeno, los nutrientes son absorbidos directamente del ambiente una vez son pulverizados en forma de disolución, lo que les requiere menos energía para llevar a cabo la fotosíntesis.
Gracias a esta independencia del sustrato, la aeroponía se presenta como una técnica especialmente productiva en interior, lo que, a su vez, evita múltiples problemas típicos de la agricultura tradicional. Como los cultivos no están expuestos a plagas, no es necesario aplicarles pesticidas; y tampoco se ven afectados por heladas ni climas extremos.Al no requerir grandes atenciones en comparación con otras técnicas, el proceso se simplifica considerablemente, lo que minimiza, por un lado, el uso de agua y nutrientes y, por otro, la energía, reduciendo así la huella de carbono agrícola.
Una posible solución a las ciudades hambrientas
La industria alimentaria moderna da forma a nuestros territorios y afecta a las ciudades. En ellas, el acceso a frutas y verduras de calidad suele ir normalmente acompañado de una extensa huella de carbono ya que, dada la falta de espacio para instalar cultivos, las ciudades se abastecen de frutas y verduras provenientes de lugares lejanos, con las emisiones que ese transporte conlleva. La urbanista Carolyn Steel lo explica con el concepto del «triple golpe»: «La mayoría de los ciudadanos no sabe de dónde viene su comida (primer golpe) y se han acostumbrado a alimentos baratos (segundo golpe), mientras que los líderes políticos tienen escaso control sobre el sistema alimentario frente a la industria (tercer golpe)», explicaba en una entrevista recientemente.
Según el Ministerio de Agricultura, los cereales, las legumbres y las frutas recorren de media 2.954 y 5.466 kilómetros, respectivamente, hasta llegar a los hogares. Es precisamente aquí donde la aeroponía juega un papel clave: al distribuirse verticalmente, facilita la siembra de una alta densidad de plantas en espacios muy reducidos, fomentando la producción de ‘kilómetro cero’ (alimentos cultivados a menos de 100 km del punto de consumo) y resolviendo posibles situaciones de desabastecimiento como las que vivimos durante el estado de alarma..
Pero ¿puede hablarse ya de una revolución vertical? En Estados Unidos, por ejemplo, la aeroponía ya se ha hecho un hueco. La empresa Aerofarms, ubicada en Newark (New Jersey), abastece a instituciones, restaurantes y supermercados locales con 1.000 toneladas de verduras al año, cultivadas en 16 días (en la agricultura tradicional, el tiempo es el doble) en siete pisos de estanterías gigantes sin llegar a ocupar ni siquiera una hectárea de suelo. En Francia, por otro lado, una azotea parisina alberga el mayor huerto urbano de tomates, fresas y plantas aromáticas en Europa y basa su cultivo, sobre 14.000 metros cuadrados, en la aeroponía y la hidroponía.
En lo que a España concierne, los avances aún son tímidos. A pesar de sus múltiples ventajas, lo cierto es que un sistema aeropónico es una instalación relativamente costosa, ya que necesita, entre otros materiales, una serie de equipos electrónicos para vigilar el estado de los cultivos. Por eso, los pasos son pequeños, aunque decididos: en Ibiza, una pareja compró hace varios años una finca para dar vida a Ibiza Farm, el primer huerto aeropónico de exteriores de Europa donde, además de producir frutas y verduras para donarlas a escuelas locales, sus dueños desarrollan talleres de educación ambiental para los más pequeños.
En este ámbito también han surgido start-ups como Nextfood, mitad danesa y mitad española, que proporciona infraestructuras de aeroponía a granjeros locales de todo el mundo para crear una red descentralizada de granjas verticales conectadas y vigiladas a distancia por un equipo de científicos para garantizar su eficiencia. Porque, como ya apostilló el CEO de la compañía, Rasmus Bjengaard, «en los próximos 40 años la humanidad debe producir tanta comida como lo hizo en los últimos 10.000 años. El problema es obtener suficiente, no reemplazar a otros». Y en el caso de la agricultura vertical, solo el cielo es el límite.
Jardines verticales: más que una pared verde
¿Qué pensaría Jackson Pollock de este lienzo vivo? Una pared vegetal de 17 metros de altura y 32 de largo formado por 22.300 plantas de 26 especies distintas, tropicales y subtropicales, elegidas según un estudio de la luz e inspiradas en sus pinturas. Cuanto menos, le halagaría ver cómo su obra ha sido musa de este jardín vertical, levantado en la antigua sede de Tabacalera de la ciudad de Santander, que se ha convertido en el más grande de Europa. Un trabajo orgánico y dinámico cuya forma y textura serán distintas, según su flora vaya cambiando con las estaciones a lo largo del año.
Teniendo en cuenta que el futuro de las ciudades pasa por crear más espacios verdes , los jardines verticales se alzan como una solución práctica y eficiente, además de estética. Porque, aunque su principal objetivo sea restaurar la conexión entre la naturaleza y los edificios, resulta que estas paredes verdes también se alzan como reconfortantes oasis artísticos en mitad de las junglas de asfalto. No solo en las fachadas de los edificios (como CaixaForum de Madrid), sino también en los interiores de estos (como el de Santander) e incluso en recepciones de hoteles, oficinas, tiendas y restaurantes. Y es que cuando la estética se une a un amplio abanico de beneficios, no solo para el medio ambiente sino también para la salud, la tendencia está servida.
Grandes beneficios ambientales, físicos y psicológicos
Incluir jardines verticales llenos de flores y plantas crea ambientes placenteros que invitan a estar cerca de ellos, generando una sensación de tranquilidad y confort necesaria en estos tiempos que corren. Un estudio de la Washington State University concluyó que las plantas reducen los indicios físicos de estrés y demostró que las personas que trabajaban en un entorno en el que hay plantas tienen una productividad un 12% superior, y están menos estresadas que quienes trabajaban en espacios sin ellas.
Además de aumentar el bienestar, este tipo de estructuras naturales ayudan a mejorar las relaciones, la creatividad y la productividad, restablecen la biodiversidad, mitigan el ruido dentro de los inmuebles, reducen las temperaturas en núcleos urbanos y contribuyen a eliminar la contaminación del aire, entre otros beneficios. La contaminación urbana es uno de los mayores problemas de salud a los que se enfrentan las sociedades modernas. Según la Organización Mundial de la Salud, cada año mueren más de 4 millones de personas en el mundo debido a problemas relacionados con la contaminación del aire, especialmente en las ciudades. Por eso, crear espacios urbanos habitables y saludables son dos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (11: Ciudades y Comunidades Sostenibles y 3: Salud y Bienestar) y los jardines verticales pueden ser parte de la respuesta para paliarlos ya que, según expertos en este tipo de estructuras, un metro cuadrado de fachada vegetal extrae 2,3 kg de CO2 al año del aire y produce 1,7 kg de oxígeno, contribuyendo así a la purificación del aire.
En 2050 seremos casi 10.000 millones de personas sobre la faz de la Tierra, la mayoría viviendo en urbes. Junto a la densidad de población, surge el problema del aumento de la temperatura en las ciudades más densas. ¿El motivo? El cemento de estos edificios tiene la capacidad de almacenar grandes cantidades de calor que luego desprenden sus muros. Si las nuevas edificaciones, especialmente los rascacielos, tienden a concentrarse en determinadas zonas, estas se vuelven extremadamente tórridas. Es lo que se conoce como el “efecto isla de calor urbano”. Rebajar el calor en estas partes, sin olvidar la habitabilidad, es otro de los grandes retos del diseño y la arquitectura urbanos y uno de los motivos por los que las paredes verdes se alzan como una gran solución pudiendo llegar a rebajar la temperatura de las ciudades hasta 3ºC. Por otro lado, en ambientes interiores también ayudan a controlar el calor que se concentra con la luz solar, mejorando así la eficiencia de los edificios por la reducción del uso de aire acondicionado. Aunque sea algo en boga en los últimos años, estos vergeles en mitad de las urbes no son nuevos, sino que ya se estilaban en las antiguas civilizaciones. Ejemplo de ello son los Jardines Colgantes de Babilonia, considerados una de las siete maravillas de la antigüedad. Pero, según los expertos, parece ser que construir espacios verdes por puro placer y estética es algo que los babilonios bebieron de culturas todavía más primitivas, como Mesopotamia o Egipto. Decía Giambattista Vico, filósofo e historiador italiano del XVII, que la historia es cíclica y tiende a volver a sus orígenes. Si todos los comienzos son tan placenteros y beneficiosos como el origen de estos jardines, convendría hurgar en las raíces históricas con más frecuencia.
Computación cuántica: la tecnología que puede acelerar la lucha contra el cambio climático
En octubre de 2019, el gigante tecnológico Google publicó en la revista Nature un informe que recogía un hito histórico: un superordenador había logrado realizar en solo 3 minutos y 20 segundos una operación de cálculo con números aleatorios que el mejor ordenador convencional de la actualidad hubiese tardado miles de años en realizar. Suena a ciencia ficción, pero en realidad se trata de computación cuántica, una rama de la ingeniería informática que permite procesar y resolver problemas complejos miles de millones de veces más rápido que cualquier dispositivo al que estamos acostumbrados. Con este logro, cuestionado, eso sí, por sus competidores, Google daba el pistoletazo de salida a una carrera mundial por crear el ordenador más inteligente del mundo. En ella ya están inscritos otros grandes laboratorios tecnológicos como IBM, que han hecho grandes inversiones para alcanzar la supremacía cuántica. Sin embargo, ante la irrupción de una nueva era tecnológica, cabe preguntarse: ¿qué pueden hacer estos superordenadores por nosotros?
En la actualidad, algunas grandes empresas utilizan esta revolucionaria tecnología para mejorar la velocidad de sus operaciones en sectores como el de la banca, las finanzas, la química o la automoción. También la computación cuántica promete tener unas aplicaciones mucho más amplias y conectadas con el gran desafío al que se enfrenta actualmente la humanidad: el cambio climático. Según expone Fidel Díez, director de I+D del Centro Tecnológico de la Información y la Comunicación (CTIC), la computación cuántica tiene un enorme potencial para utilizarse en la resolución de grandes desafíos como el desarrollo científico en el campo de la salud y la lucha contra el cambio climático. Podría, por ejemplo, “aplicarse en la búsqueda de materiales más ligeros, fuertes y aislantes que reducen las emisiones de edificios y medios de transporte o como ayuda para la reducción del consumo energético en la producción de fertilizantes, haciendo más eficientes los sistemas de producción”.
Precisamente, esta es la línea en la que trabajan instituciones como el Centro de Excelencia en Programación de Desempeño (CEPP) de la empresa de transformación digital Atos, que en 2020, bajo su Programa de Investigación y Desarrollo Cuántico, comenzó a desarrollar nuevos materiales para la captura y el almacenamiento de energía. El objetivo principal, destacan desde el centro, es el de “explorar nuevas y más efectivas vías hacia un futuro descarbonizado y eficiente en el uso de energía utilizando tecnologías cuánticas”.
Otra de las aplicaciones que se pueden atribuir a la computación cuántica es la de reducir el tiempo de aquellos procesos químicos que consumen una gran cantidad de energía y que suelen emplearse para producir fertilizantes. El ejemplo más claro es el del amoníaco, una sustancia cuya producción se calcula que es responsable de entre un 1% y un 2% del gasto energético global. Esto se debe a que es el resultado de una combinación de hidrógeno y nitrógeno que requiere primero disociar las moléculas de nitrógeno, algo que solo es posible en condiciones extremas de presión y temperatura. Eso no quiere decir que no existan maneras alternativas más sostenibles de producir amoníaco. De hecho, se ha descubierto que una enzima denominada nitrogenase permite llevar a cabo este proceso sin requerir altas temperaturas. El problema es que todavía se desconoce con exactitud la naturaleza molecular de este catalizador que, por el contrario, podría estudiarse y simularse a través de la computación cuántica.
Este no es el único catalizador molecular que los avances en la computación cuántica podrían ayudar a investigar. Según expuso Jeremy O'Brien, director ejecutivo de PsiQuantum en el Foro Económico Mundial de 2019, “estas simulaciones podrían ayudar a descubrir nuevos catalizadores más eficientes y baratos que permitiesen capturar carbono directamente de nuestra atmósfera”. Y añade: “incluso podríamos encontrar un catalizador barato que permita el reciclaje eficiente de dióxido de carbono y produzca subproductos útiles como hidrógeno (un combustible) o monóxido de carbono (un material de origen común en la industria química)”.
A día de hoy, todavía queda para que los superordenadores aumenten su potencia y alcancen velocidades desorbitadas de cálculos complejos. Sin embargo, la revolución tecnológica en la que nos encontramos camina hacia la computación cuántica. Y si ha demostrado parece tener aplicaciones que permitirán combatir uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta la humanidad, el cambio climático, ¿por qué no apostar por ella? Como concluía O’Brien, “hay muchas otras cosas que podemos y debemos hacer para abordar el cambio climático, pero el desarrollo de computadoras cuánticas a gran escala es una cobertura que no podemos permitirnos el lujo de prescindir”.
Primero fue la carne hecha en el laboratorio: ahora llega el pescado
Hasta hace apenas unos años, parecía imposible que con un puñado de soja, guisantes y un poco de aceite se pudiese crear -ciencia mediante- un alimento con casi idéntico sabor, color e incluso textura que los de la más jugosa hamburguesa de ternera. Sin embargo, ahora son muchos los supermercados que ofrecen productos similares a la carne y al pollo pero que están elaborados exclusivamente con proteínas vegetales. Esto ha sido posible gracias a la investigación de varios laboratorios de todo el mundo que han buscado la manera de producir alternativas a la carne que sean más sanas y sostenibles con el planeta. Pero los esfuerzos por transformar la industria de la alimentación no acaban con la carne vegetal sino que son muchas las empresas que también se han lanzado a producir sustitutos del pescado.
Recientemente, a los derivados de la soja modificada se les ha unido la carne cultivada; es decir, aquella que se obtiene a partir de técnicas de cultivo de células procedentes de animales vivos como las vacas, los cerdos o las gallinas sin necesidad de criar y sacrificar a los animales. Así, esta tecnología busca resolver algunos desafíos globales, como el hecho de que, de seguir con el tipo de dieta actual, que solo en España nos lleva consumir cerca de 50 kg de carne por persona al año, y ante el esperado aumento de la población mundial hasta casi los 10.000 millones en 2050, no habrá capacidad para producir suficiente alimento para todos. Para entonces, el planeta tampoco podrá aguantar nuestro modelo de consumo.
Se calcula que la ganadería usa cerca del 80% de la superficie agrícola del mundo y consume el 40% de la producción mundial de cereales. Además, el sector ganadero es responsable de cerca del 18% de las emisiones de gases de efecto invernadero que se producen al año. Por no hablar de la huella hídrica de la carne: según el National Water Footprint Accounts de la UNESCO, se necesitan cerca de 3.100 litros de agua para producir una hamburguesa de 200 gramos. Si dirigimos la vista hacia los océanos las cifras no son más halagüeñas. Actualmente, la FAO calcula que el 33% de las especies de peces comerciales están actualmente sobreexplotadas y todo apunta a que, de seguir con los ritmos actuales, muchas especies de peces podrían desaparecer en los próximos años. Si a esto le sumamos la contaminación, el cambio climático y la invasión de plásticos, los océanos están sometidos a un enorme estrés. También los animales que en él viven.
Precisamente con la idea de proteger las poblaciones de peces y garantizar la seguridad alimentaria se fundó en 2017 en San Francisco la empresa Finless Food, orientada a desarrollar atún rojo a partir de las células madre de este pescado. No es la única, en 2016, Justin Kolbeck fundó la empresa Vildtype Food para, según explicó en El País, “reinventar los productos del mar en el laboratorio” y encontrar una fuente de pescado que esté libre de mercurio, antibióticos o microplásticos.
La apuesta por esta tecnología se antoja imparable. Pero antes de que podamos encontrar filetes de pescado sintéticos en nuestros supermercados se deben sortear algunos obstáculos. El principal es el de la reducción de los costes de producción para garantizar que cualquier consumidor pueda acceder a una carne o un pescado sostenible y limpio de elementos contaminantes que venga, eso sí, de una probeta. Y eso que algunos laboratorios, como Finless Food, van ya en camino: en 2018 anunciaron la reducción de los costes en un 50%.